Parábola del Sembrador.
(Domingo 16 de febrero de 2020) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
El día de hoy, Domingo de Sexagésima, estando cada vez más próximos al inicio de la Cuaresma, la Santa Madre Iglesia propone a nuestra consideración la Parábola del Sembrador, que es de capital importancia, como se desprende de las siguientes palabras de Nuestro Señor a sus discípulos: “¿No comprendéis esta parábola? Entonces, ¿cómo comprenderéis todas las [demás] parábolas?” 1. Bendito sea Nuestro Señor, pues Él mismo nos reveló el significado de dicha parábola.
(Cuerpo: Cuatro Clases de Hombres)
Por tanto, veamos qué enseñanzas encierra. Ante todo debemos tener presente que, en ella, bajo el símil o comparación de una semilla que da o no fruto, Nuestro Señor quiere mostrarnos cuatro distintas clases de hombres, según son las disposiciones de éstos al recibir su Palabra —que es la semilla de la parábola—.
Escuchemos, pues, por separado las palabras mismas de Nuestro Señor respecto a estas distintas clases de hombres, viendo primero la comparación y luego su explicación. Nos dice Nuestro Señor:
“Un hombre salió a sembrar su simiente; y al esparcirla, una parte cayó a la orilla del camino, y fue pisoteada y la comieron las aves del cielo”. Cuya explicación es, en palabras de Nuestro Señor: “La semilla es la palabra de Dios. Los que están a la orilla del camino son aquéllos que la oyen; mas luego viene el diablo y arranca la palabra de su corazón para que no se salven creyendo”.
Sobre este pasaje comenta San Eusebio: “Unos destruyen la semilla escondida en sus almas, dando oídos a todos los que quieren engañarles” 2. Es decir, en esta primera clase de hombres entran todos aquellos que ponen en peligro su Fe, dando oídos a cuanta cosa sale contraria a la misma, o dando pie, dentro de sí, a pensamientos o razonamientos que cuestionan las verdades de Fe que Dios Nuestro Señor nos ha revelado y transmite por medio de su Santa Iglesia Católica.
La Fe —no debemos olvidarlo— es un don enteramente gratuito que hemos recibido de Dios; el cual, si no somos precavidos y lo guardamos bien, podemos perderlo. Y en verdad, cuántos —¡Dios mío!— no habrán perdido el inestimable don de la Fe; a cuántos el demonio no habrá arrancado la divina palabra de salvación de sus corazones, por haber dado oído o haber leído cosas opuestas a la Fe; a cosas pretendidamente “científicas” tal vez, que crean una falsa dialéctica entre razón y Fe, como el mito de la evolución, por ejemplo.
Por tanto, queridos fieles, cuidemos este precioso don que llevamos en vasijas de barro, como dice San Pablo. Huyamos de todo lo que pueda ponerlo en peligro, y pidamos a Nuestra Madre Santísima todos los días que nos preserve de perder la Fe; máxime en este mundo actual que parece fabricado precisamente para destruirla.
Mas, sigamos y veamos qué más nos dice Nuestro Señor:
“Y otra [simiente] cayó sobre piedra, y luego que nació, se secó por falta de humedad”. De la cual dice Nuestro Señor: “Los que están sobre piedra son los que reciben con gozo la palabra cuando la oyen, pero no echan raíces; por un tiempo creen y en el tiempo de la tentación retroceden”.
Aquí están, pues, representados todos aquellos cuya Fe es superficial, que no han echado raíces, como dice Nuestro Señor. ¿Cómo identificarlos?, ¿cómo saber si se tiene una Fe superficial o no? Nuestro Señor nos da la clave para ello: “por un tiempo creen y en el tiempo de la tentación retroceden”. Es decir, la piedra de toque para nuestra Fe, si está realmente arraigada en el alma, es si en la tentación o prueba nos mantenemos firmes y constantes en el camino de Dios.
Y si cotejamos este pasaje con su paralelo en San Mateo —el cual nos refiere también esta parábola— se esclarece mucho más el tema; allí leemos: “ocurrida la tribulación y la persecución a causa de la palabra”. Notemos bien: “a causa de la palabra”, dice. Pues no debemos olvidar que, si vivimos o intentamos vivir según la palabra de Dios Nuestro Señor Jesucristo, como verdaderos y buenos católicos, nos sobrevendrán, tarde que temprano, contradicciones, cruces, persecuciones, incomprensiones, burlas y un sinfín de contrariedades y tribulaciones; pues ésa es la herencia de los elegidos en este mundo: ser hechos semejantes por Dios a su Hijo, cuya vida no fue sino un sinfín de trabajos y padecimientos, culminada con su afrentosa Muerte en la Cruz. Para convencernos de ello, basta que echemos una mirada a la vida de los santos, qué de cruces y contrariedades no padecieron; basta simplemente que miremos nuestras propias vidas cuando realmente hemos querido que fuesen al 100 % según Nuestro Señor, las contradicciones y sufrimientos que tuvimos que padecer a causa de ello.
Y son muchos más de los que creemos —tal vez nosotros mismos— los que se hallan aquí representados. Son multitud —y se los puede contar al por millón— los que, mientras todo va bien y les salen las cosas según sus deseos, mientras no hay cruz ni contradicción, creen y dicen amar a Dios, se llenan la boca de “bendito sea Dios”, hablan de Dios con los demás, van a Misa, rezan el Rosario, hacen novenas y algunas otras oraciones y prácticas devotas; mas, apenas sobreviene alguna prueba o tribulación, —ya sea algún revés económico, algún problema familiar, la muerte de algún ser querido o sequedad y aridez en la oración, o cualquier otra cosa— se echan para atrás, abandonan el camino de Dios, ¡teniendo la insolencia, en algunos casos, de pedirle cuentas a Nuestro Señor!; algunos llegan incluso a apostatar totalmente de la Fe. Y todo ello por no haber estado arraigada la palabra de Nuestro Señor en ellos.
1 San Marcos 4,13.
2 Catena Áurea, Santo Tomás de Aquino, Tomo IV, Cursos de Cultura Católica, Buenos Aires, Argentina, 1946, p. 189.
¿Qué hemos de hacer para no caer en esto? Meditar continuamente y pedir a Dios nos compenetremos de la siguiente verdad que enuncia San Pablo: “Todo el que quiera vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerá persecución”3. Asimismo, meditar las siguientes palabras que Dios nos dirige en el Eclesiástico: “Hijo, cuando te llegues al servicio del Señor… prepara tu alma para la tentación”4, es decir, para las pruebas y tribulaciones.
Mas, pasemos a considerar ahora el tercer tipo de hombre. Dice Nuestro Señor:
“Otra [simiente] cayó entre espinas, y las espinas que crecieron en ella la sofocaron”. Lo cual nos revela Nuestro Señor que significa: “La semilla que cayó entre espinas, son los que oyen la divina palabra, pero después los sofocan los cuidados y riquezas y deleites de esta vida, y no llegan a dar fruto”.
Ahora, en tercer lugar, tenemos significados o representados a todos aquellos, que habiendo recibido la divina palabra y arraigado ésta en sus almas, sin embargo, por una excesiva solicitud o preocupación por las cosas de este mundo —los cuidados y riquezas y deleites de esta vida, que dice Nuestro Señor—, impiden que la divina semilla en ellos plantada dé su fruto de vida eterna. Nótese que hemos dicho excesiva solicitud, porque,
evidentemente, debemos ocuparnos de ciertas cosas de la tierra, pues no solamente somos espíritu sino también cuerpo; y así debemos trabajar por conseguir el sustento diario, cuidar la salud, ver por la mujer y los hijos y un sinfín de cosas más; pero todo ello debe hacerse principalmente poniendo la confianza en Dios y en su Providencia, no obrando como si todo dependiese de solos nosotros.
Por tanto, para ver si caemos en esta excesiva solicitud por las cosas de la tierra, debemos reflexionar sobre qué es lo que ocupa principalmente nuestra mente, sobre cuál es nuestro primordial móvil en todas las acciones de nuestra vida. Debemos trabajar porque ese móvil no sea las cosas de esta tierra, pues entonces nos hallaríamos entre estos hombres que no dan fruto. Ya que si nuestro obrar se basa en una desmedida preocupación por lo que hace a esta vida: la comida, el vestido, el techo —y muchas cosas más, que son reales y de las cuales hay que ocuparse, como dijimos antes—; pero si nos ocupamos de ellas, como decimos, con una solicitud excesiva, sin confiar en Dios, esto nos llevará a cometer muchos pecados —y bien graves, mortales tal vez—, con tal de dar una “solución” a esas cosas.
Y esto lo podemos ver hoy día. Pues, cuántos no roban y estafan, para poder satisfacer a las necesidades de la vida; cuántos no se entregan a formas ilícitas de generar riquezas, como el narcotráfico, para poder enriquecerse pronto; cuántas no han vendido su pudor y pureza entregándose a la prostitución, en cualquiera de sus formas; cuántos movidos por una excesiva preocupación por las cuestiones de esta vida, no han por ello
cometido el abominable pecado de la planificación/anticoncepción, para evitar tener muchos hijos, los cuales Dios iba a darles, por angustiarse demasiado, desmedidamente, por el futuro sustento de ellos, en vez de haber puesto la confianza en Dios y en su Providencia, que no nos pide imposibles. Cada uno piense, cuántas veces no habrá caído en pecados por esta solicitud de las cosas terrenas.
¿Cómo hacer pues, queridos fieles, para no caer en esta solicitud excesiva? Poner en práctica aquellas palabras de Dios Nuestro Señor Jesucristo que dicen: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”5. Esto es, en todo nuestro obrar mirar siempre primeramente a lo que hace a nuestra salvación: “¿esto me ayudará a salvarme o, al revés, a condenarme?” No olvidar jamás que estamos en esta tierra, no para la “plata”, no para los placeres, sino para salvar nuestras almas, y obrar en consecuencia. Y a esto juntar una profunda confianza en la Providencia de Dios, que no nos negará el sustento necesario.
Mas, ahora pasemos a la última clase de hombre que Dios Nuestro Señor nos presenta; Él nos dice:
“Otra [simiente], finalmente, cayó en buena tierra; y nació y dio fruto a ciento por uno”. Lo cual significa: “la que cae en buena tierra, son los que, oyendo la palabra con corazón bueno y óptimo, la conservan y producen fruto por la perseverancia”.
Hemos, finalmente, llegado a la última clase de hombre, el cual sí da fruto, esto es, alcanza la salvación. Podemos notar, en las palabras de Nuestro Señor, tres elementos que hacen a ese producir fruto: 1) En primer lugar, escuchar la palabra “con corazón bueno y óptimo”, esto es, con rectitud de intención o buena voluntad, por la cual se oye con humildad la palabra de Nuestro Señor con deseo de aprovecharnos, de valernos de ella para nuestro bien eterno. 2) En segundo lugar, “conservar esa palabra”, esto es, ponerla en práctica, pues la forma de guardar la palabra de Cristo en nosotros es practicándola, ponerla por obra. 3) Y, en tercer lugar, perseverar en ello, “producen fruto por la perseverancia”. Pues no se da el premio al que inicia la carrera sino al que la termina. Debemos perseverar en el bien obrar, en el estado de gracia, si queremos alcanzar el fruto de la vida eterna. Éste es el elemento más importante, pues sin él es imposible alcanzar la salvación.
3 Tim. 2, 3,12.
4 Eclesi. 2,1.
5 S. Mateo, 6,33
(Conclusión)
Para concluir, queridos fieles, meditemos esta parábola e indaguemos en cuál de los cuatro tipos de hombres nos hallamos. ¿En los que con corazón endurecido oyen la divina palabra sin que opere ningún efecto en ellos; o en los que no echan raíces y al tiempo de la prueba retroceden; o entre los que las espinas de las riquezas y placeres impiden que den fruto; o entre los que ponen en práctica la divina palabra y producen fruto por la
perseverancia? Meditémoslo y pensémoslo bien, pues según donde nos hallemos, dependerá si salvamos nuestras almas o no. Pidámosle a la Santísima Virgen María nos conceda la gracia de que nuestras almas sean tierra fértil para la semilla de la palabra divina.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.