3er Domingo después de Epifanía 2019

La Humildad.

(Domingo 27 de enero de 2019) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

Queridos fieles:
El Evangelio1 del día nos relata la curación del siervo del centurión, obrada por Dios Nuestro Señor Jesucristo. En este centurión tenemos un sublime ejemplo, no sólo de Fe como Nuestro Señor mismo lo atestiguó, diciendo: “En verdad os digo, no he hallado tanta Fe en Israel”, sino también —y esto es lo que nos interesa el día de hoy— un sublime ejemplo de humildad: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; mas, di una sola palabra y curará mi siervo”; “Dómine, non sum dignus, ut intres sub tectum meum: sed tantum dic verbo, et sanábitur púer meus”. Palabras hermosísimas que fueron incorporadas a la Santa Misa, para el momento inmediatamente anterior a la Santa Comunión.
Por tanto, hablaremos sobre la humildad. Diremos, primeramente, su fundamento, cómo debemos practicarla y, finalmente, alabaremos su excelencia.

(Cuerpo 1: Fundamento de la Humildad)

Primeramente, comencemos dando una definición de la humildad. San Bernardo la define como “la virtud por la cual el hombre, por el conocimiento veraz de sí, se desprecia a sí mismo”2.
En esta definición tenemos el fundamento de la humildad, el cual es doble, pues ella está basada en la verdad y en la justicia. En la verdad, porque la humildad nos hace conocernos a nosotros mismos cómo en verdad somos. Y en la justicia, porque la humildad nos inclina a tratarnos según merecemos en base a ese anterior conocimiento.
Y para poder adquirir ese conocimiento de cómo somos en verdad, es preciso, apartándonos del mundanal ruido, meditar ciertas verdades:

a) Primeramente, que lo bueno que haya en nosotros, sea de orden natural (buena salud, inteligencia), sea de orden sobrenatural (gracia santificante, don de oración), todo ello nos viene de Dios, tiene su inicio en Él y de solo Él procede. Por el contrario, todo lo que veamos malo o defectuoso en nosotros, es fruto de nuestra cosecha; eso sí que nos pertenece, sí que es nuestro.

b) Asimismo, nuestra condición de pecadores nos impele a mantenernos en la humildad. Todos hemos sido —a excepción de la Benditísima Virgen María— concebidos en pecado; nacimos como enemigos de Dios, y no pudimos ser hijos suyos sino hasta el Bautismo. Profundicemos aun más estas cosas: 1) No solamente hemos nacido en pecado, el famoso pecado original, sino que ¿cuántos pecados actuales y personales después de haber adquirido el uso de razón no hemos cometido?, ¿cuántas veces no hemos realizado y realizamos acciones gravísimas que sabemos ofenden a Dios?, ¿cuántas veces no hemos recaído en las mismas faltas que decíamos no cometer nunca más? No olvidemos: por un solo pecado mortal hemos merecido el infierno, y aun mil infiernos. Uno solo de esos pecados que hemos cometido basta —y sobra— para que no merezcamos sino ser humillados y pisoteados durante toda nuestra vida. 2) Aun más, los pecados veniales que tanto cometemos, que tristemente muchos no dudan en cometerlos como “si nada” —“que al cabo no me iré al infierno por eso”— ellos bastan para que merezcamos ser humillados toda la vida. Pues el pecado venial, por más pequeño que sea, es una ofensa a Dios, una falta voluntaria a su ley, un acto de rebelión por el que preferimos nuestro querer, nuestra voluntad a la de Dios; una vida entera de humildad y penitencia no bastaría para pagar por una sola de esas ofensas.

c) Otra razón que tenemos para humillarnos, es esa terrible inclinación al mal que hay en nosotros a causa del pecado original. Esa tendencia al mal es de tal fuerza y nuestra debilidad tan extrema, que el que no hayamos cometido ya todos los pecados que existen, es pura misericordia de Dios.

La sola consideración de estas verdades, ¡vaya si no nos hace ver lo que somos en realidad!, esto es, nada —y una nada pecadora—. Por lo cual vemos cuán falso es el cuento moderno de la “dignidad humana”, que escuchamos ad nauseam por todas partes; “dignidad”, eso sí, basada en la pura naturaleza, en las solas fuerzas del hombre… sí muchas fuerzas, somos incapaces de hacer un propósito y cumplirlo. La única dignidad verdadera que puede tener el hombre está en vivir en Dios, con Dios y para Dios; en ser hijos de Dios, lo cual se verifica por medio de la gracia divina.

1 San Mateo 8, 1-13.
2 De gradibus humilitatis, c. 1, n. 2. “Virtus qua homo, verissima sui agnitione, sibi ipsi vilescit”.

(Cuerpo 2: Cómo practicar la Humildad)

Una vez meditadas y consideradas esas verdades, podemos pasar a la práctica de esta hermosa virtud de la humildad:
1) En primer lugar, si bien siempre hemos de agradecer a Dios por todos los dones y gracias que hayamos recibido de Él, sin embargo, no hemos de parar allí, sino enfocar nuestra atención sobre todo en nuestra nada, en nuestra inutilidad, en nuestros pecados, malas tendencias y defectos, confesando que somos indignos e inmerecedores de esos favores, los cuales tantas veces hemos usado mal para ofender a Dios, para poder así mantener en nosotros vivos los afectos de confusión y de humildad.

2) Es muy importante —importantísimo diríamos—, cultivar asiduamente en nosotros una profunda desconfianza de nosotros mismos. Compenetrarnos de que somos incapaces de concebir siquiera un solo buen pensamiento por nosotros mismos y que, por otro lado, somos capaces de realizar cualquier pecado y que mayor es el peligro de caer en él, cuanto más pensamos que nunca lo cometeríamos.

3) Es muy importante también que huyamos de toda singularidad, que evitemos hacer o decir cualquier cosa que pudiera redundar en nuestra gloria; hemos de preferir pasar desapercibidos, no figurar.

4) La humildad, si bien principalmente es interior, ha de ser asimismo exterior, siendo esta exterioridad una manifestación de los sentimientos interiores, pero que, a su vez, los corrobore y confirme. a) Por ejemplo, vestimenta más bien sencilla, modesta; en el hogar asimismo buscar adornos que no sean extravagantes. b) Llevar un porte exterior que respire humildad por todas partes: en el rostro, en la mirada, en el modo de comportarse, en los gestos —eso sí, sin afectación—, en la cortesía y buen trato a los demás. c) Asimismo, elegir quehaceres bajos, sencillos, humiles, los que en general nadie quiere hacer. d) En las conversaciones —y vaya si aquí no fallamos—más bien callar y escuchar a los demás; abordar los temas que interesen a nuestro prójimo; nunca alabarnos a nosotros mismos.

5) Aprender a recibir las reprensiones o llamadas de atención con humildad. Aquí vaya si no fallamos. Nada odiamos tanto como que nos llamen la atención así sea en algo pequeño, así sea lo haga quien tiene sobre nosotros autoridad; y esto es efecto de nuestro amor propio, de nuestra falta de humildad. Si fuéramos humildes, nos holgaríamos incluso cuando nos reprendieran sin razón, por saber que merecemos todo mal por nuestros pecados.

6) Para tener humildad, hemos de aprender a dejar de lado nuestro parecer o querer muchas veces: “yo opino o quiero que se haga así, pero fulano dice al contrario…”, pues bueno, que sea al contrario entonces. Es esa una forma excelente de practicar la humildad, pues asestamos un golpe mortal a nuestro amor propio y a nuestra voluntad propia en su raíz.

(Cuerpo 3: Excelencia de la Humildad)

Muchísimos más ejemplos podrían darse, pero para no alargarnos pasemos a considerar la excelencia de la virtud de la humildad. Es ella una virtud importantísima, ya que es la llave que nos abre los tesoros de la gracia divina. La Sagrada Escritura, en efecto, dice: “Deus superbis resistit, humílibus autem dat gratiam”, “Dios resiste a los soberbios, mas a los humildes da la gracia”3. Y esto es así porque el alma humilde, viendo que es nada, que está llena de defectos y pecados, viéndose indigna de los dones que Dios le ha dado y lo mal que ha correspondido a ellos, lejos de gloriarse o ufanarse por esos dones, gracias y favores, se llena de confusión y anonadamiento, lo cual la lleva a atribuir a Dios todo el bien y toda la gloria; y esto mueve a Dios a infundir a raudales su gracia en esa alma, pues nada hay que conmueva a Dios tanto a darnos su gracia como esa pequeñez espiritual. Por el contrario, el soberbio, viendo en sí las gracias y dones de Dios, se atribuye a sí mismo esos bienes, como si de él procedieran, por lo cual la gloria la atribuye a sí mismo y no a Dios; razón por la cual Dios en castigo le retira su gracia, permitiendo, las más de las veces, que sucumba en algún pecado vergonzoso para abatir así su insolente soberbia.

Asimismo, es esta virtud tan excelente que Dios Nuestro Señor Jesucristo quiso practicarla en grado sumo, dándonos ejemplo de ella durante toda su vida, desde su nacimiento hasta su muerte: Naciendo pobre y humilde en un pesebre; llevando una vida oculta durante 30 años, pasando a los ojos de todo el mundo simplemente como el hijo del carpintero —¡estamos hablando de Dios hecho hombre!—; no poseyendo nada durante su vida pública, ni siquiera donde reclinar la cabeza; callando ante sus enemigos en su Pasión; muriendo suspendido de un madero, muerte ignominiosa, reservada únicamente para los esclavos y criminales peores; y tantas cosas más. El número de ejemplos de humildad dado por Nuestro Señor no tendría fin.

3 1 S. Pedro, 5,5; Santiago, 4,6.

(Conclusión)

Por tanto, queridos fieles, meditemos todas estas cosas: nuestra nada, nuestros pecados para conocernos a nosotros mismos; miremos nuestras vidas, si son conforme a este hermosísima virtud de la humildad o si vivimos anegados en la soberbia, si nos tratamos como merecemos o no; penetrémonos de la verdad de que esta virtud nos abre las puertas de la gracia, para así animarnos a conseguirla, y contemplemos cómo Nuestro Señor ya nos dio ejemplo de ella, para que nos fuera más fácil practicarla.
Meditemos, pues, estas cosas y pidamos a la Santísima Virgen, la más humilde después de Nuestro Señor, nos alcance la gracia de obtener un verdadero conocimiento de nosotros mismos y la gracia de obrar en consecuencia.

Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.