3er Domingo de Cuaresma 2021

Curación del Endemoniado.

(Domingo 7 de marzo de 2021) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

Queridos fieles:
Estamos ya en el Domingo Tercero de Cuaresma y en el Evangelio de hoy, que está tomado de San Lucas1, la Santa Madre Iglesia nos narra cómo Dios Nuestro Señor Jesucristo libra a un poseso de la potestad del demonio y cómo esto suscitó entre los escribas y fariseos la blasfemia de atribuir dicho suceso al poder diabólico (!): “Por el poder de Beelzebub, príncipe de los demonios, expulsa a los demonios”, terrible pecado de ceguera voluntaria.
Deseamos comentar y decir unas palabras sobre lo primero, la curación del endemoniado.

(Cuerpo 1: Endemoniado = Pecador)

Veamos, pues, qué enseñanzas podemos sacar de ello, pues aun las acciones mismas de Dios Nuestro Señor Jesucristo contienen lecciones espirituales para nosotros.
Y así, para ver qué lección o enseñanza hay aquí, debemos tener en cuenta que el endemoniado no sólo era mudo, como nos dice San Lucas, sino que también ciego, como leemos en San Mateo2. Un estado, en verdad, lamentable y triste: el pobre desdichado carecía de habla y de vista.
Ahora bien, la pregunta a hacernos es la siguiente: ¿A quién representa este poseso, ciego y mudo? Representa al pecador, al hombre que se halla sumido en la culpa, en el pecado. Pues éste, en verdad, es ciego y mudo en las cosas tocantes al alma, además de que, por el pecado, está bajo la potestad o dominio del demonio.

En efecto, el pecador por sus pecados, por la afición que tiene a ellos, junto con el mal hábito o vicio, es ciego a las realidades espirituales: no es capaz de ver lo que hace al bien de su alma; no percibe las gracias que Dios le envía; no eleva nunca su mente a considerar las verdades eternas; no, sino que toda su visión está referida a los bienes efímeros de esta miserable tierra; su pensamiento solamente se arrastra por sus pecados y vanidades: placeres prohibidos, deseo desordenado de riquezas, apetito de dignidades, de poder —en definitiva, las tres concupiscencias de que habla San Juan—. Y lo que es peor, no ve la miseria de su alma, el estado triste —tristísimo— en que se halla, antes se cree que está muy bien: “porque dices: —leemos en el Apocalipsis— soy rico, y lleno de bienes, y de nada tengo necesidad. Y no sabes —responde Dios a esas almas— que eres mísero, miserable, pobre, ciego y desnudo” (Cap. 3, v. 17).

Y esta ceguera es tan tremenda y grave que puede llevar a perder la Fe: sí, una vida llena de desorden y de pecados, puede hacer que el alma finalmente termine abandonando por completo la Fe; es algo que se ve, con relativa frecuencia. Cada uno piense: Cuántas almas, que estaban arraigadísimas y aficionadísimas a sus pecados y vicios, no terminaron dejando de creer en Dios que castiga y condena tales desórdenes.
Y esta ceguera espiritual hace, asimismo, que el alma sea muda, esto es, extraña a la divina alabanza, pues al no poder ver las realidades espirituales ni el pésimo estado de su alma, claro está que no abrirá su boca para alabar, bendecir y glorificar a Dios para agradecerle por los tantos e inmensos beneficios con que la colma, y que tampoco abrirá su boca para confesar, en la amargura y dolor de su corazón, sus muchos pecados, buscando y pidiendo el perdón de ellos.

(Cuerpo 2: Cristo N.S. = Remedio del Pecador)

Ahora surge la pregunta: ¿Y cómo se cura una tal alma? ¿Habremos de desesperar de su salvación o habrá remedio para ella, para que sea sanada de su ceguera y mudez espirituales? La solución es Dios Nuestro Señor Jesucristo. Él es el único que puede salvar una tal alma, solamente Él puede abrirle los ojos y la boca, como al endemoniado del Evangelio: “y le curó —dice San Mateo—, de suerte que el mudo hablaba y veía”3.
Nuestro Señor, en efecto, cuando convierte un alma con su gracia, hace que ésta vea, en primer lugar, su miseria espiritual, la gravedad y malicia de sus pecados —así como su gran número—, el hondo y profundo abismo en que se halla —a un paso de la condenación bien merecida—.
Le muestra luego su gran e inmensa misericordia, el Sacrificio Redentor que llevó a cabo por ella para redimirla y librarla de la potestad del demonio, así como el gran amor que tiene por ella, manifestado de modo inenarrable en su Pasión y Muerte, para que así el alma se anime y cobre confianza de alcanzar el perdón de sus pecados y alejar así de ella la desesperación —tentación diabólica con que Satanás ataca a los quieren volver a Dios después de una vida llena de pecado—.
Entonces es cuando el alma, movida por la gracia, abre su boca, primeramente, para confesar sus culpas y pecados, con dolor y arrepentimiento de haberlos cometido, en primer término, en lo interior e íntimo de su alma y después en el tribunal de la penitencia, ante el sacerdote, que obra en persona de Cristo, para poder así alcanzar el perdón. Después de obtenido el cual, vuelve a abrir su boca, ahora para prorrumpir en bendiciones y alabanzas a Dios misericordioso, que la ha vuelto a su gracia y amistad, haciéndola heredera de la vida eterna; alaba al Altísimo, en fin, por medio de una católica y cristiana vida, pues “obras son amores y no buenas razones”.

1 S. Lucas 11, 14-28.
2 S. Mateo 12, 22-32 y 43-45.
3 Ibídem, v. 22.

(Conclusión)

Concluyendo esta pequeña prédica, queridos fieles, recordemos que estamos en Cuaresma, tiempo de penitencia, tiempo de conversión.
Todos hemos sido —o somos— ese endemoniado del Evangelio. Por lo cual, pidamos a Nuestro Señor nos cure y libre de la ceguera del espíritu. Pidámosle nos dé la gracia de poder ver nuestros pecados y su gran gravedad y de poder llorarlos; de ver nuestros defectos e imperfecciones que el amor propio nos oculta; de ver nuestra nada y lo poco (o nada) que podemos hacer por nosotros mismos; de ver también su gran bondad y clemencia para que, sin desesperar, confiemos de alcanzar su misericordia y perdón; de ver lo mucho que nos amó, de ver y meditar mucho en la Pasión y Muerte suyas, para que, inflamados en su divino amor, nos consagremos y entreguemos enteramente a su santo servicio por el resto de nuestras vidas.

Quiera María Santísima alcanzarnos dicha gracia.

Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.