4° Domingo de Cuaresma 2021

Amor de Dios manifestado en la Eucaristía.

(Domingo 14 de marzo de 2021) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

Queridos fieles:
El día de hoy, Cuarto Domingo de Cuaresma, llamado de “Laetare”, tenemos en el Evangelio la narración del milagro de la primera multiplicación de los panes, que es referido por todos los cuatro evangelistas —el texto de la Misa está tomado de San Juan1—.
Este milagro es figura de la Santísima Eucaristía, del Santísimo Sacramento del Altar, donde Cristo está real y sustancialmente presente bajo las especies de pan y vino. Esto queda muy claro en el Evangelio según San Juan, pues, después de haber realizado el milagro de la multiplicación de los panes, Dios Nuestro Señor Jesucristo empieza su discurso sobre el “Pan de Vida” que es Él: “Yo soy el pan de vida… Si uno come de este pan vivirá para siempre, y por lo tanto el pan que yo daré es la carne mía para la vida del mundo”2.
Por lo tanto, deseamos hoy hablar sobre la Santísima Eucaristía o Sagrada Comunión, diciendo, primero, cómo en ella tenemos una gran manifestación del amor de Dios por nosotros y, en segundo lugar, algunos efectos que produce en el alma que la recibe dignamente.

(Cuerpo 1: Amor de Dios manifestado en la Eucaristía)

Y así, primeramente, tratemos sobre el gran amor que nos mostró Dios Nuestro Señor Jesucristo al instituir este Sacramento. Nos basaremos principalmente en algunos pensamientos de San Alfonso María de Ligorio, en su libro Preparación para la Muerte3.
Para la salvación del género humano era preciso que el Redentor muriese, que Dios Nuestro Señor Jesucristo sufriera su terrible Pasión y cruel Muerte en la Cruz; con ello quedaba redimida toda la humanidad. Entonces, ¿para qué instituir el Sacramento de la Eucaristía?, ¿qué necesidad había de que Cristo morase oculto bajo las especies de pan y de vino? No había ninguna necesidad de ello; como decimos, para la Redención bastaba la Muerte en la Cruz. ¿Entonces —de nuevo la pregunta— por qué la Eucaristía? Por amor. Sí, este Sacramento fue fruto del amor de Dios a nosotros: Tanto nos amó que quiso dársenos Él mismo en este santísimo y admirable Sacramento, como comida y bebida nuestra.

Y es de notar, asimismo, el momento en que Cristo instituyó este augusto Sacramento: la noche anterior a su Pasión y Muerte. Es decir, cuando los hombres tramaban su Muerte y preparaban todos los sufrimientos que habrían de hacerle padecer inmensamente, Nuestro Señor, por su lado, en un gran movimiento de amor —“ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros”—, instituía y daba a los hombres la más admirable prenda de su amor: la Santísima Eucaristía.

Y si lo pensamos bien, ¿qué más podría haber hecho Nuestro Señor para demostrarnos su amor? Quiso nacer pobre y humilde en un pesebre por nosotros; llevar una vida oculta por 30 años en Nazaret; culminar ésta con su terrible Pasión y Muerte en la Cruz para redimirnos y librarnos de la esclavitud del demonio; entregarnos a su Santísima Madre, en el momento mismo en que padecía, para que fuese también Madre nuestra; y, como si todo esto hubiera sido poco, se nos entregó también en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía para ser nuestro alimento, ¡para que lo pudiésemos comer!, y así pudiera Él ser el sustento y manjar de nuestras almas, y pudiera unirse a nosotros de la manera más íntima que cabe pensar en esta tierra, a saber, la del alimento con el que lo consume, pues aquel se convierte en éste, con la diferencia de que, en la Sagrada Comunión, Cristo no se convierte en nosotros, sino que nosotros nos transformamos en Él, dándose entre Él y el alma una unión sumamente profunda e íntima.

Es verdaderamente, si lo consideramos, todo esto un gran misterio de amor de Dios por nosotros: Que Él, el Altísimo, Dios Omnipotente que de nadie tiene necesidad, haya querido abajarse, no sólo asumiendo la naturaleza humana haciéndose hombre — la Encarnación—, sino también ocultándose debajo de las especies de pan y vino para ser poder ser alimento de los hombres; ¡de los hombres!, de esos seres que no han hecho sino pecar y ofender a su Creador y Señor, que no suelen mostrar sino indiferencia e ingratitud hacia este augusto Sacramento de Amor como es la Eucaristía, muchas veces profanándolo por recibirlo indignamente, en pecado.

1 San Juan 6, 1-15.
2 Ibídem, vv. 48-51.
3 Consideración 34, De la Sagrada Comunión.

(Cuerpo 2: Efectos de la Eucaristía)

Ahora pasemos a tratar sobre algunos de los efectos que produce este admirable Sacramento en quien lo recibe con las debidas disposiciones.
Primeramente, recordemos que para recibir la Santa Comunión es preciso estar en estado de gracia, sin pecado mortal; es decir, estar debidamente confesados. De lo contrario, se cometería un horrible sacrilegio —pecado gravísimo—.
Dicho esto, veamos qué efectos produce en nuestra alma la Santa Comunión.

1) El efecto primero y más principal es la unión con Cristo, como es evidente. Como ya dijimos, al recibir la Santa Comunión se da entre Cristo y el alma que lo recibe la unión más íntima y profunda que cabe pensar en esta tierra —sólo será superada por la unión que se dará en la Gloria, en el Cielo—. Y así, cada vez que comulgamos, nos unimos y transformamos en Cristo de una manera compenetrante.

1bis) De esta unión con Cristo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, se sigue también una unión íntima del alma con la Santísima Trinidad toda, Dios único y verdadero, pues donde está una de las divinas Personas, están también las otras dos.

2) Cada vez que comulgamos recibimos, no sólo un aumento de gracia santificante —como en todo Sacramento—, sino también la gracia sacramental propia de la Eucaristía —llamada cibativa—, que consiste en “nutrir” la vida sobrenatural del alma, es decir, sustentando esa vida para que no perezca; aumentándola, de manera que haya más santidad en esa alma; reparándola y sanándola de las heridas que los pecados veniales van haciendo en ella; y deleitándola, pues ¿qué más dulce para el alma que recibir a Cristo, fuente y origen de toda gracia?

3) Asimismo, al comulgar, se desarrollan y crecen en nosotros las virtudes teologales —Fe, Esperanza y Caridad—, junto con las demás virtudes infusas y dones del Espíritu Santo.
Como es patente, la Fe crece debido al gran acto de la misma que debemos realizar al recibir la Eucaristía, pues los sentidos ven pan, huelen pan, saborean pan, mas, sin embargo, no es pan lo que se recibe sino el Cuerpo de Cristo que se halla verdadera, real y sustancialmente presente, aunque oculto, bajo la apariencia del pan. La Caridad, asimismo, crece debido al acto de amor que produce —o debe producir— en el alma. En efecto, ¿qué cosa más apta para encender un alma en el fuego del divino amor que ver a Dios venir a ella como alimento en la Eucaristía? Meditar esto frecuentemente, nos haría arder en amor de Dios. Y al aumentar la Caridad y la gracia, crecen por lo mismo todos los demás hábitos de las virtudes.

4) También la Eucaristía ayuda a alcanzar la remisión de los pecados veniales porque, además de que, como vimos, repara las heridas que éstos causan en el alma, inflaman en ésta, como recién dijimos, el amor o Caridad a Dios, que de suyo destruye los pecados veniales del alma, como el calor destruye el frío, pues los pecados veniales son como un enfriamiento de la caridad.

5) Asimismo, la Sagrada Comunión remite indirectamente parte de la pena temporal que debemos por nuestros pecados, también por razón del acto de Caridad que engendra en el alma, pues el amor de Dios en sí mismo tiene un alto valor satisfactorio, es decir, ayuda a expiar la deuda que debemos por nuestros pecados; mientas mayor sea el fervor y la devoción, mucho más purificada quedará nuestra alma.

6) Asimismo, la Sagrada Comunión preserva de caer (o recaer) en el pecado, y esto por varias razones: Primeramente, porque fortalece y robustece al alma, como ya vimos. Segundo, porque disminuye los ataques del demonio, por la aplicación de los méritos infinitos de la Pasión de Cristo, la cual lo venció. Tercero, porque calma los malos movimientos de la concupiscencia, pues recibir el Pan Puro de los ángeles no puede sino repercutir inclusive en la parte sensible del hombre sosegándola, calmando y disminuyendo así las tentaciones.

(Conclusión)

Éstos han sido tan sólo algunos de los efectos que la Eucaristía puede producir en nosotros. En todo caso, concluyendo, busquemos siempre crecer más y más en el amor a Jesús Sacramentado, a Nuestro Señor presente bajo las especies de pan y vino. Busquemos, asimismo, recibirlo con frecuencia y hacerlo con fervor, con devoción, no dejando que la rutina pueda malograr las grandes gracias que se reciben en este santísimo Sacramento. Meditemos con frecuencia el amor de Dios por nosotros mostrado en la Eucaristía y pidamos a María Santísima nos alcance la gracia de ser inflamados en el divino amor.

Para concluir queremos compartirles una pequeña oración de San Alfonso María de Ligorio, muy hermosa, que está en su libro Preparación para la Muerte, bajo el título de Afectos y Súplicas, para el primer punto que trata sobre la Sagrada Comunión. Dice allí:

“¡Oh Jesús mío! ¿Qué es lo que os pudo mover a daros a Vos mismo a nosotros para alimento nuestro? ¿Y qué más podéis concedernos después de este don para obligarnos a amaros? ¡Ah, Señor! Iluminadme y descubridme ese exceso de amor, por el cual os hacéis manjar divino a fin de uniros a estos pobres pecadores… Mas si os dais todo a nosotros, justo es que nos entreguemos a vos enteramente…
“¡Oh Redentor mío! ¿Cómo he podido ofenderos a Vos, que tanto me amáis y que nada omitisteis para conquistar mi amor? ¡Por mí os hicisteis hombre; por mí habéis muerto; por amor a mí os habéis hecho alimento mío!… ¿Qué os queda por hacer? Os amo, Bondad infinita; os amo, infinito amor. Venid, Señor, con frecuencia a mi alma e inflamadla en vuestro amor santísimo, y haced que de todo me olvide y sólo piense en Vos y a Vos sólo ame…

“¡María, Madre nuestra, orad por mí y hacedme digno por vuestra intercesión de recibir a menudo a vuestro Hijo Sacramentado!”

Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.