2° Domingo de Cuaresma 2021

Sermón sobre la lujuria y cómo vencerla o evitarla.

(Domingo 28 de febrero 2021) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

Queridos fieles:
Hoy, Segundo Domingo de Cuaresma, la Santa Madre Iglesia coloca en la Epístola un texto de la primera carta de San Pablo a los Tesalonicenses1, en el cual el Apóstol nos exhorta a la Santidad, indicándonos que hemos de alejarnos de toda impureza.
Nos dice: “Ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación: que os abstengáis de la fornicación y que sepa cada uno de vosotros poseer su propio cuerpo en santificación y honor, sin dejarse llevar por la pasión de la concupiscencia, como los gentiles que no conocen a Dios. Que nadie, en este punto, engañe o perjudique a su hermano [se refiere al adulterio], porque el Señor es vengador de todas estas cosas, como ya os lo hemos dicho y protestado. Porque no nos llamó Dios a la inmundicia, sino a la santidad en Cristo Jesús Señor Nuestro”.
Por tanto, deseamos hablar hoy sobre la lujuria o pecados contra la pureza, indicando primeramente su gravedad y, en segundo lugar, sobre los medios necesarios para ser castos y puros.

(Cuerpo 1: Gravedad de la Lujuria)

Comencemos diciendo algunas palabras sobre la gravedad de los pecados de la lujuria.
Primeramente, debemos tener en cuenta que todo pecado de impureza implica, en sí mismo, un grave desorden. Por esto, cualquier acto contra la pureza, sea de pensamiento, palabra u obra, cuando es plenamente advertido con la inteligencia y plenamente consentido con la voluntad, es siempre pecado mortal, que nos despoja de la vida de la gracia y nos hace acreedores a los castigos eternos.2

Asimismo, podemos percibir la gravedad de la lujuria y el gravísimo daño que ocasiona, por el gran número de almas que se condenan por ella; escuchemos unas palabras de San Alfonso María de Ligorio, al respecto: “[La impureza es] (…) por la que mayor número de almas caen en el infierno —más aún: no vacilo en afirmar que por este solo vicio o, al menos, no sin él se condenan todos los que se condenan—”3. Palabras tremendas. San Alfonso nos enseña que la mayoría de los que están en el infierno lo deben a la lujuria.

Igualmente podemos apreciar lo grave que son los pecados contra la pureza si vemos los tristes efectos que producen en el alma.
En efecto, ya sean pecados cometidos solo o pecados cometidos acompañados de otra persona, no tarda la impureza en convertirse en un hábito sumamente despótico y cruel, que viene a derrumbar toda la vida espiritual del alma; la impureza hace que la voluntad no esté inclinada sino a los más groseros y bajos placeres, de modo que el alma pierde todo deseo de perfección, de santidad.
Pues, la impureza hacer perder el gusto por la oración y, en general, por todas las cosas espirituales, haciendo que el alma se apegue más a la tierra; genera en el alma un horror y aversión hacia la vida austera, hacia todo sacrificio o esfuerzo, debilitando así la voluntad y volviéndola inconstante; hace que el alma ya no piense ni tenga aspiraciones elevadas, nobles, sino que se arrastre por el fango de la tierra; daña o merma el amor a los parientes y amigos, por razón del egoísmo que causa en el alma, ya que ésta solamente piensa en sí misma, en procurarse, sea como fuere, los placeres que desea; dificulta el sano ejercicio de la inteligencia, engendrando gran tedio por cualquier clase de estudios; y produce un espantoso desorden en el hombre, pues las partes inferiores —cuerpo y apetito sensible—, que debieran obedecer, toman el mando, y la voluntad se convierte en esclava de las pasiones más bajas e innombrables.4

1 1 Tes. 4,1-7
2 Asimismo, la gravedad de la impureza se nota porque jamás admite parvedad de materia, como otros pecados, —el robo, por ejemplo—. Hay parvedad de materia cuando aquello sobre que recae el pecado es muy pequeño, de manera que éste sea sólo venial: Por ejemplo, robar está de suyo gravemente prohibido, pero admite parvedad de materia, es decir, si lo robado es muy poco —$2,000 pesos, por ej.—, sólo habría pecado venial, pero si es una cantidad mucho mayor —$500,000 por ej.— sería claramente pecado mortal. Ahora bien, esto no ocurre en los pecados contra la pureza, pues, como se dijo, allí no hay parvedad de materia: aunque el pensamiento haya sido muy “pequeño” o de muy corta duración (1 min.), si fue plenamente advertido y consentido, hay siempre pecado mortal.
3 Theologia Moralis l.3, n. 413; cita vista en Teología Moral para Seglares, Royo Marín, Tomo I, segunda edición, BAC, 1961, Madrid, España, p. 437.
4 Dice Adolphe Tanquerey en una de sus obras: “Pronto se dejan sentir los tristes efectos de la abdicación de la voluntad: el entendimiento se embota y debilita, porque ha descendido la vida de la cabeza a los sentidos; ya no se tiene gusto por los estudios serios; la imaginación no se ocupa sino en cosas rastreras; el corazón se marchita poco a poco, se seca, se endurece, y ya no le atraen sino los deleites groseros. Muchas veces el mismo cuerpo queda herido: el sistema nervioso, sobreexcitado por el abuso del placer, se irrita, se debilita…; los diversos órganos no funcionan sino imperfectamente; hácese mal la nutrición, las fuerzas se debilitan, y queda el lujurioso amenazado de consunción”. (Compendio de Teología Ascética y Mística, Desclée de Brouwer, 1944, Buenos Aires, Argentina, p. 569)

(Cuerpo 2: Remedios contra la Lujuria)

Habiendo dicho esto, pasemos ahora a tratar sobre los remedios contra la lujuria, que son, principalmente, la oración, la mortificación y la huida de las ocasiones.
Mas, antes de decir algo sobre estas cosas, debemos tener claro que, para poder romper con el pecado de la impureza, es necesario — indispensable— decidirnos con la voluntad a dejar definitivamente pecado tan terrible; hacer la resolución firme, enérgica, de abandonarlo y utilizar los medios conducentes a ello. Para lo cual, ayudará mucho meditar sobre lo que hemos dicho de la gravedad y malicia de la impureza, sobre sus tristes efectos y cómo ofende a Dios, sobre cómo es causa de que se condenen tantas almas, sobre la fealdad de ese vicio, etc., para adquirir así un santo odio hacia ese pecado abominable. Si no empezamos por aquí, no nos enmendaremos nunca.
Dicho esto, ahora sí digamos algo sobre los medios necesarios para combatir la lujuria.

(Oración)

Primeramente, tenemos la oración.

Ésta es absolutamente indispensable en esta batalla que libramos contra la concupiscencia; sin oración es imposible ser castos. Y la razón es ésta: Debido al pecado original, tenemos esa herida en nuestra naturaleza que nos hace sufrir en nosotros el desorden de las pasiones. Y entre éstas, la concupiscencia, esa mala tendencia hacia los actos o cosas impuras, suele ser de las más fuertes. Y por esto tantas almas caen en los lazos de la impureza, de la carne.
Ahora bien, en la lucha contra la impureza, debemos tener bien claro que, si pretendemos pelear con nuestras propias fuerzas, vamos a perder la batalla; como decimos, la mala tendencia a todo eso es muy fuerte y nosotros sumamente débiles a causa del pecado original. Por esto, de nosotros mismos no podemos ser castos. Sin embargo, sí podemos serlo apoyados en la gracia de Dios. Si nos apoyamos en Dios, sí podemos ser puros, sí podemos romper la gruesa cadena y yugo de la impureza, sí podemos salir victoriosos de las muchas y terribles tentaciones que nos puedan sobrevenir. De allí la importancia —y necesidad— de la oración, pues en ella y por ella es donde obtenemos la gracia de Dios necesaria para vencer.

Por todo esto, si deseamos no caer en los lazos de la impureza o salir de ella, debemos formarnos hábitos de oración diaria, seria: Asistir con frecuencia a la Santa Misa, recibir la Santa Comunión, rezar el Santo Rosario todos los días a María que es Madre de pureza, hacer lectura espiritual, meditación, etc. En definitiva, rezar mucho, pidiendo siempre a Dios en la oración nos dé la gracia de ser puros en alma y cuerpo.
Asimismo, debemos rezar en el momento o tiempo de la tentación —que vendrá tarde o temprano—. Esto es fundamental. El que es tentado contra la pureza, si no se encomienda a Dios o se vuelve a Él, en especial si la tentación es fuerte, caerá sin remedio. Por eso, hay que formarnos el hábito de invocar inmediatamente a Dios y María Santísima apenas sobrevenga la tentación.

(Mortificación)

Ahora digamos algo sobre la mortificación.
Hemos de unir ésta a la oración para poder conservar la pureza, pues sin mortificación es imposible domar nuestra “carne”. Por esto, a conservar la castidad ayuda sobremanera hacer sacrificios, así sean pequeños (no comer entre comidas, no comer ese chocolate, madrugar 15 min., etc.).
Sin embargo, hay que tener en cuenta que, para la castidad, es de suprema importancia la mortificación de la vista. Si no aprendemos a mortificar los ojos, sino que les damos rienda suelta para que miren por doquier, será imposible guardar la castidad. Y es importante notar que, para adquirir dominio sobre nuestros ojos, es preciso que mortifiquemos la curiosidad vana o inútil, no mirando ciertas cosas que nos llaman la atención, aunque no sean impuras ni inmodestas; no mirarlas por amor a Dios es un muy buen ofrecimiento.
Asimismo, hemos de mortificar mucho el sentido del tacto, evitando no sólo cualquier tocamiento en sí pecaminoso, sino incluso todos aquellos que sean innecesarios, y con mayor razón si puedan de alguna manera generar tentaciones, por remotas que sean.

(Huida de las Ocasiones)

Y a todo esto, oración y mortificación, hemos de añadir una tercera cosa que es indispensable para guardar la castidad: la huida de las ocasiones; el apartarnos de los lugares, de las personas, de las situaciones que nos llevan —casi que irremisiblemente— a caer en el pecado.
Desde un cierto punto de vista, éste es el elemento más importante para ser castos, pues, como suelen enseñar los santos y autores espirituales, para vencer en esta lucha hay que ser cobardes, es decir, hay que huir, salir corriendo de cualquier ocasión de pecado. Pues, de no hacerlo así, debido a nuestra flaqueza y debilidad, la caída será inevitable; tarde o temprano vendrá.
Y esto es tan así, que poco importa si cumplimos a cabalidad con las primeras dos cosas que dijimos, oración y mortificación, si no huimos de las ocasiones de pecar. Si voy y me coloco en ese lugar, si me encuentro con esa persona cómplice de pecado, poco importa que antes haya rezado 10 Rosarios y haya ayunado a pan y agua toda la semana: poco importa, pues caeré y pecaré; “quien ama el peligro, en él perecerá”, dice el Eclesiástico (cap. 3, v. 27).
Por tanto, cada uno medite y piense si las recaídas en el pecado no se deben a esto, a que no evitamos las ocasiones de pecar sino que nos colocamos —loca y temerariamente— en ellas.

(Conclusión)

En todo caso, queridos fieles, ya concluyendo, no olvidemos que estamos en Cuaresma, el tiempo por excelencia para la conversión, el cambio de vida. Y así, si alguno que me escucha tiene la desgracia de estar bajo el cruel yugo de la impureza, es ahora el tiempo más a propósito para cambiar ese yugo, por el suave y dulce de Cristo. Es cuestión de quererlo y poner los medios que hemos indicado.
Asimismo, para terminar, a lo ya dicho queremos añadir que, para poder ser castos, es necesaria la humildad. Debemos desconfiar siempre de nosotros mismos; jamás creernos seguros. La impureza ha hecho caer a muchos de grandes alturas, por haber confiado en sí mismos, por haber creído que ya no podían caer en dicho pecado. Por lo mismo, huyamos con todas nuestras fuerzas de la soberbia, pues Dios suele castigarla permitiendo caídas contra la castidad.

Quiera, en todo caso, María Santísima, que es Madre de Pureza, otorgarnos la gracia de ser verdaderamente castos, en alma y cuerpo, y preservarnos de toda corrupción impura.

Ave María Purísima. Padre Pío. Vázquez.