3er Domingo de Adviento 2020

La Virtud de la Humildad.

(Domingo 13 de diciembre de 2020) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

Queridos fieles:
El día de hoy, Tercer Domingo de Adviento, la Santa Madre Iglesia nos ofrece, en el texto del Evangelio1, un pasaje donde brilla en gran manera la humildad de San Juan Bautista. Por lo cual, queremos decir unas palabras sobre la virtud de la humildad, mas antes veamos cómo luce la humildad de San Juan en dicho pasaje.

(Cuerpo 1: Humildad de S. Juan Bautista)

El Evangelio nos narra cómo los judíos, esto es, los fariseos, enviaron emisarios a San Juan Bautista para indagar quién era. En efecto, la fama de San Juan se había extendido por toda Judea y Galilea, y era tan grande el concepto de santidad que tenían de él los judíos que se preguntaban si San Juan no sería el Cristo, el Mesías prometido.
Por ello le enviaron gente a preguntarle: “¿Tú, quién eres?”. Y el Evangelio nos narra muy hermosamente sobre la respuesta de San Juan lo siguiente: “Et confessus est, et non negavit: et confessus est: Quía non sum ego Christus”, que se traduce: “Y confesó y no negó y confesó: Yo no soy el Cristo”. Interesante notar que no le preguntaron “¿eres el Cristo?”, sino simplemente “¿quién eres?”, y como él sabía lo que se decía sobre él, que muchos pensaban que era el Cristo, se adelanta a aclarar que no lo es, que no es el Mesías; él es tan sólo el Precursor, como ya dirá en unos momentos.
Sigamos viendo el texto del Evangelio:

“Entonces, ¿qué? ¿Eres tú Elías? Y dijo: No lo soy. ¿Eres tú el Profeta? Y respondió: No. Pues dinos quién eres, para que podamos dar respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo? Él dijo: Yo soy voz del que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo Isaías profeta”.

Aquí también podemos admirar la gran humildad de San Juan Bautista. En efecto, él era el Precursor del Señor, profeta y más que profeta, según las palabras de Nuestro Señor mismo, que también dijo de él: “entre los nacidos de mujer no se levantó mayor que Juan el Bautista”2.

San Juan fue el más grande Santo del Antiguo Testamento y, sin embargo, a la hora de dar razón de sí mismo, se rebaja, se humilla: “Soy voz del que clama en el desierto”, ésa fue su respuesta. Podría haberles respondido: no soy Cristo, pero sí soy su Precursor, aquél de quien está escrito, “he aquí que envío mi ángel ante tu faz, que aparejará tu camino delante de ti”3; pero no, él no venía a ensalzarse a sí mismo, sino que estaba bien fundado en humildad.
Asimismo, San Juan demuestra una gran humildad en las siguientes palabras que dijo a los judíos; hablando de Dios Nuestro Señor Jesucristo, el Cristo o Mesías, dijo: “a quien no soy digno de desatar la correa de su zapato”, que era oficio de los criados más bajos, según San Juan Crisóstomo4.

(Cuerpo 2: Virtud de la Humildad: su Excelencia)

Digamos ahora unas palabras sobre la virtud de la humildad como tal.
Comencemos diciendo y afirmando la gran importancia de la virtud de la humildad para alcanzar la perfección, la santidad. En efecto, podemos llamar a la humildad la llave que nos abre los tesoros de la gracia divina y también el fundamento de las demás virtudes.

1) Primeramente, la humildad nos acarrea la gracia de Dios, “humilibus autem dat gratiam”, porque Dios ve que el alma humilde no se atribuye nada a sí misma sino que devuelve toda la gloria a su Señor y Hacedor. El alma humilde ve que cuanto bueno hay en ella, le ha venido de Dios y, por tanto, lejos de ensoberbecerse, al contemplar su nada y bajeza, se humilla y reconoce indigna de los beneficios de Dios; lo cual agrada sumamente a Dios, el cual se ve entonces inclinado a colmarla a manos llenas de los tesoros de su gracia.
Por el contrario, cuando Dios ve un alma soberbia, que se gloría en sí misma y se atribuye a sí el bien que en ella hay, le cierra y niega sus gracias y se aparta de ella, “Deus superbis resistit”, “Dios resiste a los soberbios” (Sant. 4,6), siendo la caída de esa alma algo inminente.

2) En segundo lugar, la humildad es el fundamento de todas las virtudes porque sin ella no puede haber virtud sólida y con ella todas las virtudes arraigan en el alma y se hacen más perfectas. En efecto, consideremos la virtud de la Fe, por ejemplo. Alguien soberbio halla gran dificultad en someter su entendimiento a las verdades de la Fe y está más expuesto a caer en herejías; en cambio, el humilde fácilmente da su asentimiento a las verdades reveladas por Dios, aunque sobrepasen su capacidad intelectual. Asimismo, la virtud de la esperanza difícilmente se hallará en alguien soberbio que carece de humildad, el cual confía excesivamente en sus propias fuerzas —que son nulas—; en cambio, el humilde, sabiendo que de sí nada puede, pone toda su confianza en Dios y de allí saca las fuerzas para vencerse a sí mismo y seguir adelante. Por poner un ejemplo más, pensemos en la virtud de la prudencia. Ésta requiere humildad, pues sólo el humilde —que no se fía de su propio juicio— está dispuesto reflexionar y consultar a otras personas antes de actuar y tomar decisiones, mientras que el soberbio se precipita en sus resoluciones, sin hacer caso de lo que otras personas le puedan aconsejar. Y si pensamos en todas las demás virtudes, veremos cómo la humildad hace que radiquen y se vuelvan firmes y estables en el alma.

1 San Juan 1, 19-28.
2 San Mateo 11,11.
3 Ibídem, 11,10.
4 Hom. II in Matth., 4: PG 57,196.


(Cuerpo 3: Virtud de la Humildad: en qué consiste)

Ahora veamos en qué consiste la humildad.
San Bernardo define la humildad de la siguiente manera: “La virtud por la cual el hombre, por el conocimiento realmente veraz de sí, se desprecia a sí mismo” 5.
En esta pequeña y corta definición podemos distinguir dos elementos distintos: el propio conocimiento y, como consecuencia de él, el desprecio de sí propio. En efecto, estos dos elementos son el fundamento de la humildad, pues ésta, para que sea verdadera y no de labios afuera, se ha de fundar, por un lado, en la verdad, por la cual nos conocemos como somos, y, por otro, en la justicia, que nos mueve a tratarnos según ese conocimiento.
Y así, para que podamos obtener la humildad, hemos de iniciar trabajando por conseguir el propio conocimiento. Pedir a Dios no dé luz de conocernos como en verdad somos; suplicarle disipe las tinieblas y quite la ceguera que la soberbia ocasiona en nuestra alma para que podamos así saber qué somos de nosotros mismos.
Ahora bien, un medio aptísimo para alcanzar el conocimiento que decimos es la oración mental o meditación: aplicar la oración mental al propio conocimiento.

Y así debemos meditar y reflexionar en la oración que, cualquier cosa que veamos buena en nosotros, sea de orden natural (vida, salud) o sobrenatural (la Fe, la gracia), es de Dios, un don que nos viene de su misericordia, y que, por el contrario, cualquier cosa que veamos mala o defectuosa en nosotros, a nosotros pertenece, eso sí es nuestro, de nuestra cosecha.
Asimismo, a lo anterior debemos añadir reflexionar y meditar sobre nuestra condición de pecadores; esto es provechosísimo para alcanzar la humildad. Pensar y recordar que, en cierto sentido, de nosotros mismos no somos sino pecado. En efecto, fuimos concebidos en pecado, venimos al mundo con el pecado original y, además, ¿cuántos pecados actuales y personales no añadimos después nosotros mismos, una vez que tuvimos el uso de razón? Un solo pecado mortal que hayamos cometido basta para que merezcamos ser humillados durante toda nuestra vida. Entonces, ¿qué pensar, nosotros que hemos cometido tantos? Además, para humillarnos más aún, debemos recordar que conservamos dentro de nosotros mismos el fomes peccati, es decir, esas fuertes y malas inclinaciones al pecado que nos acompañan durante toda la vida hasta la hora de la muerte, y es tal nuestra flaqueza que, si no hemos cometido todos los pecados posibles, es por pura misericordia de Dios.

Pensar todas estas cosas, meditarlas en la oración, pidiendo a Dios luz para conocernos, es el primer paso para buscar alcanzar la humildad. Mas, no hemos de para allí, sino acompañar la meditación de obras que favorezcan la obtención de la humildad. Entre ellas:
1) Obediencia a nuestros superiores, a aquellos que Dios ha puesto sobre nosotros: al sacerdote o confesor, a los padres, padrinos, profesores, etc. Esto implica mortificar y negar nuestra voluntad propia, lo cual ayuda mucho a la humildad.
2) El silencio: no hablar si no es necesario, dejar que los demás hablen, no buscar ser el primero en tomar la palabra. Callar especialmente cuando somos reprendidos (sea con razón o sin ella) o cuando somos humillados.
3) Evitar singularidades, hacer cosas extraordinarias, en especial frente a los demás, pues es casi imposible que no se inmiscuya algo de vanidad y soberbia en ello.
4) Buscar guardar una cierta modestia exterior que respire toda ella humildad, en la forma como hablamos, en los gestos que usamos, el caminar, etc., etc.
5) Buscar hacer los oficios bajos y humildes que nadie quiere normalmente realizar.

5 De gradibus humilitatis, C. I, n. 2.

(Conclusión)

En definitiva, para concluir, simplemente deseamos recalcar que la humildad es indispensable para poder alcanzar la Santidad. Sin ella no hay verdadera obra buena ni virtud; pretender ejercitarse y crecer en la vida espiritual sin humildad es lo mismo que construir o edificar sobre arena: es trabajo inútil. Por tanto, busquemos, queridos fieles, adquirir esta importante y hermosa virtud.

Pidamos a María Santísima, dechado de humildad (“he aquí la esclava del Señor”), y a San Juan Bautista nos alcancen la gracia del Padre de las luces de conocernos verdaderamente a nosotros mismos y poder ser realmente humildes.

Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.