Asunción de María Santísima.
(Domingo 15 de agosto de 2021) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
Nos hallamos celebrando una Fiesta de gran importancia y de gran alegría y júbilo para toda la Santa Iglesia Católica, a saber, la Asunción de la Santísima Virgen María a los cielos. Esta verdad de Fe católica fue definida y declarada dogma por el Papa Pío XII, de feliz memoria, el 1 de noviembre de 1950, en su Constitución Apostólica Munificentíssimus Deus; éste fue, de hecho, el último dogma definido en la Santa Iglesia Católica.
Veamos, primeramente, las palabras de la definición de Pío XII, después diremos algo sobre por qué María fue asunta a los cielos y concluiremos haciendo alusión a la necesidad que tenemos de la intercesión de la Santísima Virgen María.
(Cuerpo 1: Definición de Pío XII)
Las palabras con las cuales Pío XII define del dogma de la Asunción son las siguientes:
“Después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces e invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para acreditar la gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”.
Estas solemnes y augustas palabras pronunciadas por el Vicario de Cristo, en presencia de nada menos que 36 cardenales, 555 patriarcas, arzobispos y obispos y de una multitud inmensa de personas que abarrotaba la plaza de San Pedro y que no bajaba del millón de personas, fueron seguidas de grandísimo entusiasmo y júbilo por todos; las campanas de todo el mundo católico, en señal de alegría, comenzaron a repiquetear, como no podía ser menos por algo tan grandioso, que redundaba en tanto honor y gloria de la augusta Madre de Dios, la Santísima y bendita Virgen María.
(Cuerpo 2: Por qué fue asunta)
Ahora digamos unas breves palabras sobre por qué fue María Santísima asunta a los cielos, es decir, sobre dónde está el origen de este privilegio singular de haber subido, apenas concluida su vida en esta tierra, con cuerpo y alma a la gloria celestial, a diferencia del resto de los santos y bienaventurados del cielo, los cuales deben esperar hasta el fin de los tiempos la general resurrección de los cuerpos, para que éstos puedan participar también de la gloria del alma.
El fundamento de este privilegio de María Santísima —así como, en realidad, de todos los demás que ha recibido— es su maternidad divina, es decir, ella fue asunta a los cielos por su excelsa dignidad de Madre de Dios. Por esto, de hecho, también fue Inmaculada desde el primer instante de su concepción y por eso jamás hubo en ella el menor pecado o imperfección. Pues la que había de llevar en su seno virginal al Verbo eterno hecho carne debía estar exenta de la culpa, del pecado; no podía ser una “cualquiera”, otra más tocada por Satanás; no, sino alguien que jamás hubiera estado bajo el dominio del demonio ni por un solo instante.
Por esta misma razón, María fue asunta en cuerpo y alma a los cielos, pues aquella que había llevado en su vientre a Dios hecho hombre, aquella que no había sido tocada por la corrupción del pecado, no podía menos de ser exenta de la corrupción del sepulcro —consecuencia y castigo del pecado—.
En efecto, en este orden de ideas, San Germán tiene unas palabras muy hermosas, que confirman lo dicho: “Era imposible —dice— que permaneciera cerrado en el sepulcro de la muerte aquel cuerpo virginal, vaso en que Dios mismo se encerró, templo vivo de la Santísima Divinidad del Unigénito. ¿Cómo podías disolverte en polvo, Tú, gracias a cuya carne, que el Hijo de Dios recibió de ti, libraste a los hombres de la corrupción del sepulcro?”1.
El mismo Pío XII, en su ya citada Constitución Apostólica, dice también al respecto: “Desde el momento en que Nuestro Redentor es hijo de María, ciertamente, como observador perfectísimo de la divina ley que era, no podría menos de honrar, además de al Eterno Padre, también a su amantísima Madre. Pudiendo, pues, dar a su Madre tanto honor al preservarla inmune de la corrupción del sepulcro, debe creerse que lo hizo realmente”2. Es decir, siendo Cristo Hijo de María Santísima, sin duda cumpliría a cabalidad el precepto del Cuarto Mandamiento que dice: “Honrarás a tu Padre y a tu Madre”; por lo cual, es de creer que, para honrar a su Santísima Madre, de la cual recibió su carne, la preservaría del común destino de todos los hijos de Adán, haciéndola pasar inmediatamente después de su muerte, sin ver la corrupción y descomposición de su cuerpo, a la gloria celeste.
1 Serm. 1 In dormit.: PG 98,345. Cita vista en Verbum Vitae La Palabra de Cristo, Tomo X, BAC, Madrid, España, 1959, p. 319.
2 La Virgen María, Antonio Royo Marín, O.P., BAC, Madrid, España, 1968, p. 212.
(Cuerpo 3: Necesidad de la Devoción a María)
Mas, pasemos ahora a decir unas palabras sobre la necesidad que tenemos de la intercesión de María Santísima, sobre la necesidad que tenemos de ser devotos de ella. Pues la devoción a María Santísima no es una “devoción más”, como la que podemos tener hacia cualquier otro santo o de la cual podamos prescindir. La devoción a María Santísima es “la devoción” que no puede faltar en nuestras vidas.
Sin embargo, es conveniente aclarar que dicha necesidad no es absoluta, es decir, que siga a la naturaleza de las cosas, sino hipotética, es decir, por haberlo así querido y dispuesto Dios. Él podría haber dispuesto, sin duda alguna, las cosas de forma distinta, mas habiendo querido que María Santísima fuese el medio —San Bernardo la llama canal— por el cual descendieran a nosotros todas las gracias, es necesaria su devoción, no sólo para la santificación y adelantamiento espiritual de nuestras almas, sino incluso para nuestra salvación.
Ésta es la enseñanza común de los Santos y teólogos. San Luis María Grignion de Montfort, que muy particularmente defiende y enseña esto, en su Tratado de la Verdadera Devoción3, nombra a los siguientes Santos que enseñan lo mismo: San Agustín, San Efrén, San Cirilo de Jerusalén, San Germán de Constantinopla, San Juan Damasceno, San Anselmo, San Bernardo, San Bernardino, Santo Tomás y San Buenaventura. A lo cuales hay que añadir a San Alfonso María de Ligorio, el cual, en su grandiosa obra, Las Glorias de María, dice: “La intercesión de María es también necesaria para nuestra salvación… esta necesidad nace de la misma voluntad de Dios, el cual quiere que todas las gracias que nos dispensa pasen por mano de María, según la sentencia de San Bernardo…”4.
Por tanto, si queremos ser salvos, si queremos llegar a la gloria celestial y evitar caer en las llamas infernales, seamos devotos, devotísimos de María Santísima, pues es imposible que un verdadero hijo y devoto de María perezca eternamente; es imposible, ella jamás lo permitiría ni lo sufriría.
En este sentido, hagamos la resolución de rezar todos los días, sin falta, el Santo Rosario, que es la expresión más perfecta de la devoción a María Santísima y lleva consigo una promesa de salvación.
(Conclusión)
Para concluir, deseamos compartirles unas palabras de San Agustín, bastante hermosas, en loa de la Santísima Virgen María. Dice el Santo:
“Digamos algo en alabanza de la Sacratísima Virgen… Es más alta que el cielo aquella de quien hablamos, y más bajos que el abismo los que intentamos alabarla… ¡Oh dichosa María y dignísima de toda alabanza! ¡Oh Madre gloriosa! ¡Oh Madre en cuyas entrañas se aloja el Creador de cielo y tierra!… ¿Qué puedo yo decir, cuando todo lo que dijese de ti sería alabanza menguada, siendo tan alta tu dignidad? ¿Te llamaré cielo? Eres tú más elevada que el cielo. ¿Te llamará madre de las gentes? Es poco. ¿Figura de Dios? Lo eres muy digna… ¿Qué diré, pues, digno de ti; qué referiré, siendo la lengua humana incapaz de narrar tus virtudes?…”5.
Busquemos, pues, hoy aumentar nuestra devoción y amor a María Santísima, sabiendo que ella nunca abandona a sus devotos, sino que les alcanza la gracia de la salvación.
Pidámosle a ella misma nos otorgue la gracia, aunque no la merecemos en modo alguno, de hallarnos entre sus verdaderos hijos y devotos.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.
3 Obras de San Luis María G. de Montfort, BAC, Madrid, España, 1954, Tratado de la Verdadera devoción, n. 40, pp. 458-459.
4 Las Glorias de María, San Alfonso María de Ligorio, EB, Bélgica, 1881, p. 149.
5 Verbum Vitae, Op. Cit., pp. 320-321