12° Domingo después de Pentecostés 2020

El Buen Samaritano.

(Domingo 23 de agosto de 2020) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

Queridos fieles:

En la Misa del día de hoy, Domingo Duodécimo después de Pentecostés, tenemos la famosa y conocida parábola del Buen Samaritano, una de las más hermosas que Dios Nuestro Señor Jesucristo dijera en el Evangelio, ya que en ella enseña la universalidad de la Caridad, del amor al prójimo: todos los hombres son nuestro prójimo, a todos debemos amar por Dios y en Dios, y debemos estar prontos y dispuestos para ayudar a cualquiera, sea quien fuere, que se halle en necesidad.

(Cuerpo: La Parábola)

Veamos, pues, la dicha parábola. El Evangelio de la Misa está tomado de San Lucas1 y allí leemos:

“Y he aquí que cierto doctor de la ley [“legisperítus”] se levantó y le dijo [a Jesús] por tentarle: Maestro, ¿qué haré para poseer la vida eterna? [Quid faciendo vitam eternam possidebo?]”

El doctor de la Ley o legisperito pregunta, dice el texto, por tentar a Nuestro Señor; es decir, su intención no era recta, pues su pregunta no surge del deseo de aprender sino de buscar tenderle un lazo, una trampa. Como conocía muy bien la Ley —pues era legisperito—, creía saber más que Jesús, el Hijo del carpintero, que no había cursado estudios, y que, por tanto, Éste respondería mal, por lo cual tendría de dónde acusarlo como contrario a la Ley de Moisés o como desconocedor de la misma, desacreditándolo así ante el pueblo. Nótese su refinada hipocresía, pues le llama Maestro.

Mas Nuestro Señor, conociendo su mala intención, sin responderle propiamente, le pregunta a su vez:

“¿En la ley qué está escrito?, ¿cómo lees?”

Como si le dijera: tú, que eres el doctor de la ley y, por tanto, la conoces a fondo, dinos: ¿qué dicen las Escrituras al respecto?, ¿qué nos enseñan para alcanzar la vida eterna?

A lo cual respondió el doctor de la ley:

“Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo. Y le dijo [Jesús]: Bien has respondido. Haz eso y vivirás”.

En efecto, el doctor de la ley respondió2 muy acertadamente, como nota Nuestro Señor, pues de los dos preceptos de amor a Dios y de amor al prójimo penden toda la ley y los profetas3, como Él mismo dice en otra parte. Cumplir cabalmente con ellos es cumplir toda la ley y, por ende, alcanzar la vida eterna: la salvación. Y así Nuestro Señor, con bien pocas palabras, desbarató la artimaña y dejó confundido al que le ponía la asechanza.

Mas éste, humillado por su fracaso, añade inmediatamente la siguiente pregunta, “queriéndose justificar a sí mismo”, según dice el texto evangélico:

“¿Y quién es mi prójimo?

Esta tan sencilla pregunta, que hoy día cualquier niño de catecismo puede responder fácilmente, era, en aquella época, una cuestión ampliamente debatida por los rabinos, los cuales solían dividirse en dos escuelas distintas. La de los que veían únicamente como prójimo a los judíos todos, y la de los que no consideraban prójimo a todos los judíos, sino sólo a algunos de ellos, a los parientes y amigos más cercanos. En todo caso, ambas escuelas estaban de acuerdo en excluir del concepto de prójimo a todos los que no fueren judíos, es decir, a todas las demás naciones, los “goyim”.

Por tanto, la respuesta que diera Nuestro Señor era importantísima, y era una muy buena oportunidad para deshacer esa falsa idea que se habían forjado del prójimo los judíos. Para lo cual, respondió de una manera indirecta, por medio de una parábola, diciendo:

“Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, los cuales le despojaron y, después de herirle, se fueron, dejándolo medio muerto”.

Este hombre que viajaba desde Jerusalén hacia Jericó era judío, lo cual intencionalmente fue elegido por Nuestro Señor, como ya explicaremos. Se dice que “bajaba” a Jericó —que se halla al noreste de Jerusalén— porque hay una diferencia de altitud de unos 970 metros entre una ciudad y otra, si bien la distancia entre ellas es de tan sólo unos 27 km aproximadamente. Como por el descenso del camino hay varios barrancos, es dicho camino una zona propicia para ser guarida de salteadores. Por lo cual, el viajero de la parábola fue asaltado y, después de haberlo dejado malherido los ladrones, lo abandonaron tendido en el suelo a la espera de la muerte…

1 Cap. 10, vv. 23-37.

2 Las palabras “amarás al Señor tu Dios…” están tomadas del Libro del Deuteronomio, cap. 6, v. 5 y, las palabras “y a tu prójimo como a ti mismo” del Levítico, cap. 15, v. 18.

3 San Mateo 22,40.

Mas, entonces:

“Sucedió que un sacerdote bajaba por el mismo camino; y, aunque lo vio, pasó de largo. Asimismo, un levita, cuando estuvo cerca de aquel lugar, y lo vio, pasó también de largo”.

Es decir, aquellos que debieran haberlo auxiliado por lo sagrado y piadoso de su oficio, el sacerdote y levita —que se dedicaban a las labores del Templo—, lejos de haberlo socorrido, siguieron de largo, dejando a su compatriota y prójimo en esa extrema necesidad, abandonándolo a una muerte segura. Por lo cual, podemos apreciar —si se nos permite expresarnos así— lo “audaz” de Nuestro Señor, pues sin duda habría varios sacerdotes y levitas allí presentes, escuchándolo referir esto, a los cuales lo dicho no les habrá causado la menor gracia. En efecto, los ponía como “los malos de la película”. Y menos les habrá gustado lo que siguió, a saber:

“Mas un samaritano que iba de camino llegó cerca de él, y viéndolo, se compadeció de él”.

El samaritano, en aquella época, era una especie de hereje, pues mezclaba la Religión verdadera con el paganismo y la idolatría —lo que hoy llamaríamos un protestante—; razón por la cual, los samaritanos eran despreciados por los judíos. Para éstos un samaritano era alguien abominable y detestable, digno de menosprecio; su solo nombre era ya un insulto —“eres un samaritano!”, dijeron los fariseos a Nuestro Señor, en otra parte del Evangelio, a manera de ofensa—.

Por lo cual, vamos apreciando la fuerza de la parábola de Nuestro Señor y, como decíamos, lo “audaz”: ¡el abominable y despreciable samaritano tuvo compasión del judío herido!, ¡y no el sacerdote ni el levita del pueblo elegido! Si Nuestro Señor hubiera dicho esta parábola hoy día, el herido hubiera sido un católico, el sacerdote un Padre —como es evidente—, el levita, un hermano religioso y, el samaritano, un hereje protestante, de los cuales éste último es el que obra bien. Vemos, entonces, la fuerza de lo dicho.

Y después de narrar los cuidados4 del samaritano dispensados al herido, terminada la parábola, pregunta Nuestro Señor al doctor de la ley:

“¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones? Respondió el doctor: El que usó con él de misericordia. Le dijo Jesús: Vete y haz tú lo mismo”.

Notemos el ingenio de Nuestro Señor —como que es Dios—, ya que, para hacer que el mismo doctor de la ley confiese, por su propia boca, que el samaritano es su prójimo, hizo que el herido de la parábola fuese un judío, pues de haber sido el herido un samaritano, a la audiencia le hubiera parecido lo más normal y lógico “del mundo” que se siguieran de largo el sacerdote y levita, ya que el samaritano no era —ni nadie que no fuera judío— un prójimo para ellos, como dijimos antes.

Y así Nuestro Señor logró, como decimos, que el doctor de la ley confesara, por su propia boca, que el samaritano, tan despreciado por él, es también su prójimo. Y es de notar que no respondió a la pregunta diciendo: “el samaritano”, sino “el que usó con él de misericordia”, como no queriendo ni siquiera nombrarlo, si bien forzado a reconocer la verdad. Y Nuestro Señor para concluir, con fina ironía, le dice: “vete y haz tú lo mismo”, es decir, a aquellos que tú tenías por despreciables ayúdalos en sus necesidades, si quieres alcanzar la vida eterna.

(Conclusión: Amor a Dios y al Prójimo)

Por tanto, la enseñanza primordial de la parábola nos parece es a todas luces clara: todo hombre es nuestro prójimo y, por tanto, debemos ayudar a cualquiera que se halle en necesidad, sin importar si es judío, musulmán o mormón; si es amigo, desconocido o enemigo. Debe bastar que esté necesitado y nosotros podamos ayudarlo en su apuro. Obrar contrariamente, esto es, no ayudar a nuestro prójimo constituido en extrema o grave necesidad pudiéndolo hacer, es un pecado grave contra la Caridad.

Y esto que decimos es, en verdad, importante. Pues todo se resume en el amor a Dios y en el amor al prójimo: “de estos dos mandamientos penden toda la ley y los profetas”, como dice Nuestro Señor mismo. En efecto, uno y otro mandato “van de la mano”, esto es, es imposible que crezca uno sin que el otro aumente, así como no es posible que uno disminuya sin que el otro mengüe.

Sin embargo, es de notar que la primacía lo tiene el amor a Dios y allí está el fundamento del amor al prójimo y de allí ha de sacar su fuerza. Si no hay verdadero amor a Dios —que implica el estado de gracia—, no habrá verdadero amor al prójimo, sino una pura filantropía en el mejor de los casos, que no vale ni sirve para la vida eterna. Por tanto, el verdadero amor al prójimo debe ser en Dios y por Dios, esto es, debemos amarlo porque Dios nos lo manda y querer su mayor bien, que es la salvación de su alma. Y así, el verdadero amor al prójimo busca primordialmente conducir las almas de los otros a Dios, a la salvación.

Dicho esto, no obstante, es cierto —y lo hacen notar los santos y autores espirituales— que el amor al prójimo, asimismo, refleja el amor a Dios, es decir, si en verdad lo hay. Pues, “El que, —dice San Juan—, tuviere bienes de este mundo y viere a su hermano padecer necesidad y le cerrare sus entrañas, ¿cómo está en él la Caridad de Dios?” y el mismo Apóstol también dice: “Quien no ama a su hermano a quien ve, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve?”5. Por lo cual, vemos que es un indicio de si nuestro amor a Dios es verdadero, o si es grande o pequeño o nulo, el amor o caridad hacia el prójimo, si le ayudamos en sus necesidades espirituales y materiales.

En conclusión, mientras más amor tengamos a Dios, más amaremos al prójimo. Para comprobarlo basta mirar a los santos, los cuales ardían en el fuego del amor divino, ¡qué obras más heroicas de Caridad hacia el prójimo vemos en sus vidas! San Paulino de Nola, por ejemplo, cedió su libertad, haciéndose esclavo, para rescatar el hijo único de una viuda. San Francisco Javier abandonó su patria y partió para las lejanas tierras de la India para llevar la luz del Evangelio a esas regiones. San Camilo de Lelis pasó cerca de la mitad de su vida, 30 años aproximadamente, sirviendo y cuidando a los enfermos y moribundos, día y noche, sin excluir a los que eran víctimas de la peste, a pesar del riesgo de su vida. Y la lista de ejemplos sería interminable, mas dejemos allí.

Pidamos, pues, a María Santísima, que ardía en amor a Dios, nos dé la gracia de ser consumidos por el fuego del divino amor, para que podamos amar verdadera y sinceramente a nuestro prójimo y dar la vida incluso por él, si fuere necesario: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”6.

Ave María Purísima.

Padre Pío Vázquez.

4 “Y, acercándose le vendó las heridas, y echó en ellas aceite y vino; y montándole en su jumento, lo llevó a una venta y lo cuidó. Y al día siguiente sacó dos denarios y se los dio al posadero, diciéndole: Cuídamelo, y cuanto gastares de más, te lo abonaré cuando vuelva”.

5 Epístola 1ra, cap. 3, v. 17; cap. 4, v. 20.

6 S. Juan 15,13.