Fiesta de San Joaquín, Grandeza y Devoción a María.
(Domingo 16 de agosto de 2020) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
El día de hoy nos hallamos en la Fiesta de San Joaquín, Padre de la Santísima Virgen María y, por tanto, abuelo de Dios Nuestro Señor Jesucristo, títulos sin duda envidiables: ¡Ser papá de la Santísima Virgen! ¡Ser abuelo del Verbo encarnado, de Dios Nuestro Señor Jesucristo! ¡Qué honor!
Sin embargo, a pesar de ser la Fiesta de San Joaquín, deseamos hablar hoy sobre su hija bendita, la Santísima Virgen María, lo cual creemos no molestará ni disgustará, en absoluto, a San Joaquín. Quiera Dios que nuestras palabras puedan redundar en mayor honor y gloria de María Santísima, cuya gloriosa Asunción ayer celebramos.
Dividiremos esta prédica en dos puntos: 1° La excelente grandeza de la Santísima Virgen. 2° La necesidad que tenemos de recurrir a ella para salvarnos.
(Cuerpo 1: Grandeza de María)
Comencemos, pues, tratando de la grandeza de María.
Es ella, en realidad, la obra maestra salida de las manos del Altísimo: en toda la creación nada hay comparable a la Santísima Virgen en hermosura, en excelsitud, en esplendor; pareciera que Dios no ha hallado otro modo de complacerse que en llenar a María de los tesoros y riquezas de su gracia. En efecto, el único Dios verdadero, la Santísima Trinidad, ha mostrado para María la predilección más evidente:
María Santísima es la hija predilecta del Padre celestial. A ella sola eligió de entre todas las hijas de Adán para concebir, llevar en su seno y dar a luz a su Hijo Unigénito hecho hombre.
María fue tan amada del Verbo eterno, que quiso ella fuera su Madre, estar escondido en su seno virginal durante nueve meses, ser llevado en brazos y amamantado por ella, vivir con ella, en Nazaret, por espacio de 30 años, estándole sujeto.
María fue especialmente amada del Espíritu Santo que la tomó por esposa predilecta, haciéndola concebir, milagrosamente sin daño de su integridad virginal, al Verbo de Dios.
Toda la Santísima Trinidad se ha complacido en derramar a manos llenas sus gracias en María, por haber sido ella elegida para Madre de Dios. En efecto, su maternidad divina es el fundamento por el cual la Santísima Virgen ha sido repleta de dones, gracias y privilegios.
En virtud de ella, fue María Inmaculada desde su misma concepción, siendo, no sólo exenta del pecado —jamás hubo en ella la menor sombra de pecado, ni siquiera venial—, sino que fue también plena de gracia, es decir, la Virgen Santísima desde el primer instante de su concepción ha tenido toda la gracia que ha podido albergar en su alma santísima y, por lo mismo, ha poseído todas las virtudes en grado máximo. María es, en efecto, dechado de la santidad más perfecta; su santidad la coloca por encima de todos los coros de los ángeles y santos en el cielo, pues la sola santidad de María supera a la de los ángeles y santos todos del cielo juntos.
Por su maternidad divina, María no tuvo que esperar con el resto de los mortales la Resurrección Universal para poder ingresar cuerpo y alma al cielo, sino que, apenas terminado el curso de su vida mortal en este valle de lágrimas, fue recibida en cuerpo y alma en los cielos el día de su gloriosa Asunción, con gran júbilo de toda la corte celestial.
Por ser la Madre de Dios, en los cielos ha sido coronada como Reina y Señora de todo lo creado, del universo mundo entero. Asimismo, su Hijo la ha hecho la dispensadora de todas las gracias que nos conquistó con su Pasión y Muerte. María es la mediadora de todas las gracias, por voluntad de Dios, por haberlo así querido Dios. No hay gracia alguna que nos llegue, que no pase antes por las manos de María.
Mucho más podría decirse, sin duda, sobre la grandeza de María y lo dicho queda corto para lo que merece de alabanza la Virgen Santísima; tan sublime es que nunca podremos alabarla como merece. Mas podemos decir que toda la gloria y grandeza de María se resume en ser la Madre de Dios, de allí derivan todas sus gracias.
(Cuerpo 2: Necesidad de la Devoción a María)
Pasemos, ahora, al segundo punto de la prédica, que es importantísimo, a saber: la necesidad de María para alcanzar la salvación.
Es una verdad que, durante varios siglos, ha sido predicada por multitud de santos, de teólogos, de doctores; que está, asimismo, corroborada por el común sentir del pueblo cristiano, que tiene una honda convicción de que no puede perecer quien se confía a María; ratificada también por la liturgia misma de la Iglesia que aplica a María las siguientes palabras de la Sagrada Escritura: “El que me encontrare, hallará la vida, y alcanzará la salvación del Señor”; “los que me den a conocer, obtendrán la vida eterna”1. Sin embargo, téngase en cuenta
que dicha necesidad de María no es absoluta, es decir, que proceda de la naturaleza misma de las cosas, sino hipotética, es decir, porque así lo ha querido y dispuesto Dios2. Él ha querido que por medio de María nos llegasen todas las gracias, incluida la de la salvación.
1 Proverbios 8,35 y Eclesiástico 24,31.
2 Siendo Dios todopoderoso y no teniendo necesidad de nadie, claro está que por sí solo nos puede comunicar su gracia y hacer alcanzar salvación, sin ser preciso, en absoluto, la intervención de nadie, ni de María Santísima siquiera; bastan y sobran su poder y los méritos infinitos de Dios Nuestro Señor Jesucristo. Sin embargo, a pesar de lo dicho, ha querido Dios comunicarnos todos los frutos de esos méritos por medio de María, haciendo de ella el canal por donde fluyen los manantiales de la divina gracia hacia nosotros. En efecto, así como Dios quiso entregarnos a nosotros a su Hijo, por medio de María, así también quiere que nosotros nos entreguemos y lleguemos a Él por medio de María Santísima. Y así como María concibió y dio a luz corporalmente al Verbo eterno, también quiere Dios que ella conciba y dé a luz a su Hijo espiritualmente en las almas de sus elegidos.
Como decíamos, la devoción a María como necesaria para la salvación, ha sido enseñado por un sinfín de santos. San Luis María Grignion de Montfort, en su Tratado de la Verdadera Devoción3, nombra, entre otros a: San Agustín, San Efrén, San Cirilo de Jerusalén, San Germán de Constantinopla, San Juan Damasceno, San Anselmo, San Bernardo, San Bernardino, Santo Tomás y San Buenaventura. A los cuales podemos y debemos añadir a San Alfonso María de Ligorio, que en su hermosa obra Las Glorias de María, sostiene lo mismo.
Asimismo, se suele enseñar, y lo sostiene San Luis María Grignion de Montfort con energía, que la devoción a María —entiéndase la verdadera y real (no de labios afuera)— es un signo de predestinación. Y, por el contrario, despreciar o ser indiferente respecto a la Santísima Virgen es señal de reprobación. Escuchemos las palabras mismas de San Luis María: “Es una señal infalible de reprobación… el no tener estima y amor a la Santísima Virgen: así como, por el contrario, es un signo infalible de predestinación el entregársele y serle devoto
entera y verdaderamente”4.
En efecto, es moralmente imposible que un verdadero hijo y devoto de María perezca eternamente; la Santísima Virgen jamás lo permitiría. Por lo cual, ¿queremos asegurar nuestra salvación eterna; evitar caer en las llamas infernales y eternas? Hagámonos verdaderos hijos y devotos de María; entreguémonos totalmente a ella sin reservas por lo que nos reste de vida.
(Conclusión: Ser Verdaderos Devotos: el Rosario)
Pero, ¿cómo hacer para ser verdadero devoto de María?, ¿cómo granjearnos su especial protección para esta vida y, más importantemente, para la hora de la muerte? Respondemos:
1) Primeramente, llevando una vida digna de un hijo de María, es decir, apartándonos del pecado e imitando las virtudes de tan gran Señora, particularmente su pureza y amor a Dios; pretender permanecer u obstinarse en los pecados y ser verdadero devoto de María es una mentira injuriosa a la Santísima Virgen. Para ser verdaderamente sus devotos debemos romper con el pecado o tener, por lo menos, el sincero y firme propósito de hacerlo con su ayuda.
2) En segundo lugar, hay un elemento importantísimo, que no puede faltar en un verdadero devoto de María: el Santo Rosario. Pretender ser devoto de María Santísima y no rezar el Santo Rosario es tan falso como que el fuego enfría o el hielo calienta. La verdadera devoción a María implica el rezo diario del Santo Rosario.
En efecto, el Santo Rosario es, a la vez, una alabanza y súplica a María, lo cual no puede faltar en quien en verdad la ama y se le encomienda. Por un lado, la alabamos cuando le decimos: “bendita tú eres entre todas las mujeres” y, por otro, imploramos su auxilio para poder santificarnos y alcanzar la salvación, cuando le decimos: “ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Y nosotros preguntamos: ¿será posible que aquel que 50 veces al día así alaba a la Santísima Virgen y le pide le ayude se pierda por toda la eternidad? ¿Y si lo hace, no sólo 50, sino hasta 100 ó 150 veces al día, en caso de rezar la corona entera, los 15 misterios del Rosario? Por donde vemos lo verdadero de aquello que se suele decir: que rezar el Santo Rosario diariamente equivale a la salvación.
3) Asimismo, será utilísimo y convenientísimo, para entregarnos del todo a María Santísima, consagrarnos enteramente a ella; para lo cual recomendamos vivamente el método propuesto por San Luis María Grignion de Montfort, en su Tratado de la Verdadera Devoción. Y así, si habiéndonos consagrado a María Santísima, vivimos apartados del pecado, rezando el Santo Rosario todos los días, estaremos entre el número de los verdaderos hijos y devotos de María; lo cual significa que nuestra salvación es moralmente segura.
Finalizaremos con un hermoso texto de un sermón de San Bernardo, cantor eximio de las glorias y alabanzas de María. Nos dice él:
“Oh tú, cualquiera que seas que te sientes llevado por la corriente de este siglo, y más te parece fluctuar entre tempestades que andar por la tierra firme, no apartes los ojos del resplandor de esta estrella [esto es, de María], si no quieres verte arrastrado por la borrasca. Si se levantaren los vientos de las tentaciones, si tropezares en los escollos de las tribulaciones, mira a la estrella, invoca a María. Si te sintieres agitado de las ondas de la soberbia, de la detracción, de la ambición o de la envidia, mira a la estrella, invoca a María. Si la ira, o la avaricia, o la concupiscencia de la carne impelieren violentamente la navecilla de tu alma, vuelve tus ojos a María. Si turbado ante la memoria de la enormidad de tus crímenes, confuso ante la fealdad de tu conciencia, aterrado ante el pensamiento del tremendo juicio, comienzas a sentirte sumido en el abismo sin fondo de la tristeza o en la sima de la desesperación, piensa en María.
En los peligros, en las congojas, en las dudas, piensa en María, invoca a María. No se aparte nunca su nombre de tu boca, no se aparte jamás de tu corazón (…) No te descaminarás si la sigues; no desesperarás si la ruegas; no te perderás, si en ella piensas. Si ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer. No te fatigarás, si ella es tu guía; llegarás felizmente a puerto, si ella te ampara”5.
Lo cual quiera Dios concedernos.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.
3 Obras de San Luis María G. de Montfort, BAC, Madrid, España, 1954, Tratado de la Verdadera devoción, n. 40, pp. 458-459.
4 Ibídem, p.459.
5 Breviario Romano, 2da y 3ra lección del segundo nocturno de Maitines, para la Fiesta del Santo Nombre de María, 12 de sept.