Caridad de Nuestro Señor, Padre perdónalos, porque no saben lo que hacen.
(Viernes 19 de abril de 2019) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
Nos hallamos hoy en el segundo día del Triduo Sacro, día de Viernes Santo, uno de los días más solemnes del año, pues hoy conmemoramos la Pasión y Muerte de Dios Nuestro Señor Jesucristo y, por tanto, la Redención del género humano prometida desde la caída de nuestros primeros padres, Adán y Eva.
Suele ser costumbre predicar sobre las Siete Palabras que Dios Nuestro Señor dijo desde el patíbulo de la Cruz. Nosotros deseamos hoy tratar sobre la primera de todas: “Pater, dimitte illis: non enim sciunt quid faciunt”, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”1.
(Cuerpo 1: Caridad de Nuestro Señor)
En primer lugar, pongámonos en contexto respecto a cuándo dice esas palabras:
Nuestro Señor está siendo injustamente muerto por sus enemigos y le están dando la peor muerte habida en esa época, la más dolorosa e ignominiosa; se halla en medio de los peores y más dolorosos tormentos; yace en alto ignominiosamente, en medio de dos ladrones, casi desnudo —¡Él la pureza y modestia misma!— a la vista del pueblo que junto con los escribas y fariseos lo ultrajan, mofándose de Él: “¡Tú que destruyes el templo de Dios y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz!”. “A otros salvó y no puede salvarse a sí mismo. Si es el rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en Él”2. Y Nuestro Señor, en medio de todo esto, de esos atroces sufrimientos y de esas insolentes burlas, ¿qué hace? Ruega por ellos, diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Es decir, ruega por sus enemigos en el momento mismo en que le infligían el peor mal temporal posible: la muerte.
Y, reflexionando sobre esto, podemos sacar varios frutos para nuestra alma. Primeramente, admiremos la gran Caridad de Dios Nuestro Señor Jesucristo manifestada en estas palabras, Caridad inmensa, que nos sobrepasa, nos supera. Para ello, pensemos cómo solemos obrar nosotros cuando, por ejemplo, nos duele la cabeza, o una muela, o alguna otra parte del cuerpo o estamos enfermos, entonces, ya no tenemos deseos de recibir ni a nuestros amigos, no queremos ver a nadie, ni tenemos ánimo para realizar obra alguna; solamente logramos concentrar nuestros pensamientos sobre nosotros mismos en esos momentos. Mas, por el contrario, Nuestro Señor, teniendo clavos que le perforaban manos y pies, fijándolo en la Cruz, con una corona de espinas atravesando sus sienes, sintiendo el dolor de las llagas producidas por la flagelación, es decir, en medio de tormentos que nos son imposibles imaginar siquiera, en vez de pensar en sí mismo, piensa primero en los demás, y —oh abismo de Caridad— su primer pensamiento va hacia sus enemigos, hacia los que le estaban acabando la vida. Insistimos: en medio de sufrimientos inenarrables Nuestro Señor primero piensa en sus enemigos… ¿para pedir acaso a su Padre los castigue y consuma por cometer el pecado más grande que ha habido en la historia, cual es el Deicidio? No, sino para rogar por ellos, para que la ira y furor de Dios no descargue sobre ellos; y, en verdad, la oración fue escuchada cuanto al castigo por el pecado, porque semejante crimen debería haber hecho llover fuego del cielo o que la tierra se abriese y tragara a tales personajes… mas no ocurrió nada de ello, sino que Nuestro Señor quedó totalmente a merced de ellos…
1 S. Lucas, 23,34.
2 S. Mateo, 27, 40-42.
(Cuerpo 2: Perdón de los Enemigos)
Y de esto que decimos podemos —y debemos— sacar una importante lección para nuestra alma, que en realidad es esencial al Catolicismo, sin la cual es imposible ser buenos católicos o hijos de Dios, a saber: El perdón a los enemigos, el cual Nuestro Señor no sólo lo predicó en el Sermón de la Montaña con la palabra, sino que también lo enseñó por las obras, poniéndolo por práctica desde la Cruz, como podemos apreciar: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Habiéndonos, pues, dado tan grande ejemplo, ¿cómo no perdonaremos nosotros a quienes nos hayan hecho algún daño?, ¿cómo podremos, entonces, guardar rencor u odio hacia nuestros enemigos? A la vista de esto, ¿cómo puede ser que por apenas una palabra algo desabrida, —y a veces por cosas menores—, nos damos por ofendidos, no queriendo ni cruzarnos a la persona que nos “ofendió”, huyéndole y hasta negándole el saludo y otras cosas más, lo cual no puede sino ser un signo de enemistad?
Asimismo, otra reflexión será muy provechosa para nuestras almas, a saber, quiénes están incluidos en el pedido de Cristo. Pues, este ruego no fue solamente por los verdugos romanos que le daban materialmente la muerte en ese momento, o por los escribas y fariseos que junto con el pueblo fueron la causa de ello, o por Pilatos que semejante sentencia injusta dictó, sino que Nuestro Señor al hacer su ruego “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, tenía ante su mirada, no sólo a ellos, sino también a todos los hombres, porque todos pecaron y Él murió por causa de los pecados de todos, “fue herido por nuestras iniquidades, fue consumido por nuestros delitos”3, dice Isaías.
Por tanto, Nuestro Señor allí, en el patíbulo de la Cruz, nos veía a cada uno de nosotros, nos veía pecando, ofendiéndolo… veía nuestras innumerables faltas y pecados, nuestras recaídas, nuestra tibieza y relajamiento, nuestro desprecio a su Sacrificio Redentor, a su Sangre preciosa derramada, veía todas las veces que los pospondríamos a la creatura… y, sin embargo, como Isaías profetiza de Él: “rogó por los transgresores”4, ¡no habíamos siquiera aún nacido y pedía a su Padre Eterno que nos tuviera misericordia y nos perdonara!
3 Isaías, 53,5.
4 Ibídem, v. 12.
(Conclusión)
Por tanto, queridos fieles, meditemos estas palabras de Dios Nuestro Señor Jesucristo y saquemos de ellas la fortaleza para saber no sólo perdonar a nuestros enemigos, sino también para pedir por ellos, para rogar por ellos, por la salvación de sus almas, que es el mayor bien que podemos desearles.
Meditemos, asimismo, la Pasión y Muerte de Nuestro Señor, muy especialmente en este día de Viernes Santo. Para lo cual, les leeremos parte del capítulo 53 del profeta Isaías, en el cual predice el profeta clarísimamente la Pasión de Dios Nuestro Señor, su Sacrificio Redentor, unos 800 años antes de que ocurriera; dice así:
“Pues creció delante de Él como un retoño, cual raíz en tierra árida; no tiene apariencia ni belleza para atraer nuestras miradas, ni aspecto para que nos agrade. Es despreciado, el desecho de los hombres, varón de dolores y que sabe lo que es padecer; como alguien de quien uno aparta su rostro, le deshonramos y desestimamos. Él, en verdad, ha tomado sobre sí nuestras dolencias, ha cargado con nuestros dolores, y nosotros le reputamos como castigado, como herido por Dios y humillado. Fue traspasado por nuestros pecados, quebrantado por nuestras culpas; el castigo, causa de nuestra paz, cayó sobre él, y a través de sus llagas hemos sido curados. Éramos todos como ovejas errantes, seguimos cada cual nuestro propio camino; y Yahvé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros. Fue maltratado y se humilló sin decir palabra, como cordero que es llevado al matadero; como oveja que calla ante sus esquiladores, así él no abre su boca. Fue arrebatado por un juicio injusto, sin que nadie pensara en su generación. Fue cortado de la tierra de los vivientes y herido por el crimen de mi pueblo”5.
Volvamos, pues, nuestra mirada a la Virgen María, a Nuestra Señora Dolorosa, y acompañémosla en su dolor, pues ella sufre, padece en silencio, y pidámosle nos haga ser partícipes del dolor que inundó su Inmaculado Corazón, no sólo cuando veía a su Hijo pendiente de la Cruz, sino también cuando tuvo su cuerpo, todo llagado y sin vida, entre brazos, “quebrantado”, como dice Isaías.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.
5 Ibídem, 2-8.