Domingo in Albis, Paz verdadera.
(Domingo 28 de abril de 2019) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
Nos hallamos en la octava de Pascua, conocida también como Domingo in Albis. El deseo de la Santa Madre Iglesia en este día es que renovemos la alegría de hace ocho días, que una vez más festejemos y nos gocemos en la gloriosa Resurrección de Dios Nuestro Señor Jesucristo.
Nuestro deseo es decir algunas palabras sobre la “Paz” y sobre la incredulidad del Apóstol Tomás.
(Cuerpo 1: Paz Verdadera)
En primer lugar, volvamos nuestra atención a las primeras palabras que Dios Nuestro Señor dirigió a sus discípulos después de su Resurrección; en efecto, leemos en el Evangelio1 que estando los discípulos reunidos, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos: “vino Jesús, y puesto en medio de ellos, les dijo: Paz a vosotros”.
Las primeras palabras de Nuestro Señor a sus discípulos fueron, pues, “Paz a vosotros”, “Pax vobis”, las cuales palabras fueron bastante acertadas —como que fueron dichas por Dios mismo—, pues los discípulos debido a los acontecimientos recientes, esto es, a la Pasión y Muerte de Nuestro Señor, al miedo a los judíos —de que les fueran a quitar la vida también—, debido a los avisos de las diversas mujeres que los ayudaban, entre ellas Santa María Magdalena, de que, habiendo ido al sepulcro, no encontraron al Señor, sino que unos ángeles les habían dicho que el Señor había resucitado… Todo esto operaba, como podemos imaginar, en el ánimo de los Apóstoles y discípulos, llenándolos de turbación, preocupación, intranquilidad, miedo, ansiedad, incertidumbre… y en medio de ello, de todos esos sentimientos, de todas esas pasiones del alma, Nuestro Señor, manifestándoseles, les dice “Pax vobis” y, debido a su omnipotencia, al decir esas palabras producía lo que ellas significaban, esto es, infundía paz en los corazones de los discípulos, pues dice el Evangelio: “Se llenaron de gozo los discípulos al ver al Señor”, y les dice una segunda vez esas palabras, “Paz a vosotros”, para que quedasen como confirmados en esa paz que Él les da.
Y estas primeras palabras de Dios Nuestro Señor nos ofrecen un muy buen tema para hacer oración, para meditar, a saber, que la Paz —la Paz verdadera— solamente la puede dar Dios Nuestro Señor Jesucristo, y esto vale tanto para los individuos como para las naciones.
a) En efecto, la “paz” del mundo, la “paz” según las normas de la concupiscencia, esto es, del pecado, es una falsa paz, una paz aparente, puramente exterior, mientras que por dentro todo es turbación e intranquilidad en la conciencia del alma que no tiene a Dios, que vive apartada del Señor: “no hay paz para los impíos”2, nos dice Dios por boca del Profeta Isaías. Es imposible que un alma apartada de Dios goce del inefable don de la Paz, por mucho que parezca reír, sonreír, etc.
b) Asimismo, jamás habrá paz verdadera y perdurable entre las naciones, mientras ellas no se sometan al suave yugo de Dios Nuestro Señor Jesucristo, poniendo por base de toda su legislación y orden social el Catolicismo, su única Religión verdadera, y cumpliendo con ella a cabalidad, esto es, “buscando el Reino de Dios y su justicia”3, antes que ninguna otra cosa. Por tanto, esa “paz” que pretenden hoy día instaurar en el mundo entero con prescindencia de Dios Nuestro Señor Jesucristo —y muchas veces yendo directamente contra Él a través de “leyes” inicuas— es una quimera, es una impostura que terminará mal; recordemos las palabras San Pablo a los Tesalonicenses: “cuando digan ‘paz y seguridad’, entonces vendrá sobre ellos de repente la destrucción (…); y no escaparán” 4. Verdadera Paz mundial entre las naciones, entonces, solamente puede haber en y por Dios Nuestro Señor Jesucristo.
1 S. Juan 20, 19-31.
2 Isaías 57,21.
3 S. Mateo 6,33.
4 1 Tes. 5,3. “Intéritus”, dice la Vulgata, que puede traducirse por destrucción. Straubinger, traduciendo del griego, pone “ruina”.
(Cuerpo 2: Incredulidad de Tomás)
Pasemos ahora nuestra atención a otro tema, que nos servirá mucho asimismo para hacer oración, a saber, la incredulidad del Apóstol Tomás; de ella podemos sacar reflexiones muy provechosas para nuestras almas.
Primeramente, esta incredulidad del Apóstol debe sernos un fuerte llamado para la práctica de la humildad. Pues esta caída que sufrió el Apóstol se debe, muy probablemente, a cierta presunción que tuvo. Pues cuando Nuestro Señor decidió ir a la Judea a resucitar a Lázaro, los discípulos le reconvinieron que recién lo habían querido lapidar allí los judíos, que cómo volvía, etc. Y Tomás les dice: “vayamos también nosotros a morir con Él”5. Algo bastante parecido a la caída de San Pedro.
Por tanto, la meditación de esta caída del Apóstol Tomás en la incredulidad —él que conoció a Nuestro Señor en persona, que escuchó tantas veces su celestial doctrina, que le vio obrar tantos milagros—, debe llevarnos a una total desconfianza de nosotros mismos o, lo que es lo mismo, a estar siempre bien cimentados y fundamentados en la humildad. Es menester que desconfiemos siempre de nosotros mismos, nunca debemos creernos seguros sino, por el contrario, capaces de cometer los peores crímenes y pecados, si la gracia de Dios no nos asiste, la cual Dios niega a los soberbios, a los que se creen algo por sus propias fuerzas. Por tanto, humildad: si no queremos nosotros asimismo ser incrédulos o negar a Nuestro Señor cuando llegue el tiempo de la prueba —que seguro vendrá—, es preciso ser humildes.
5 S. Juan 11,16.
Asimismo, vemos brillar en este pasaje evangélico, por un lado, la gran humildad de Dios Nuestro Señor Jesucristo, y por otro, su gran bondad y misericordia. Pues, Tomás dice “no creo si no veo ni toco sus llagas”, y Nuestro Señor, ¿qué hace?, ¿castigarlo por semejante falta de Fe, no sólo en Él —en todo lo que había dicho y hecho— sino también por no creer a los demás diez Apóstoles, todos los cuales le afirmaban que habían visto al Señor? ¿No sería semejante incredulidad digna de castigo? ¿Acaso Zacarías, padre de San Juan Bautista, no quedó mudo en castigo por dudar en las palabras del ángel que le anunciaba el futuro nacimiento del Precursor? Y, sin embargo, Nuestro Señor no solamente no lo castiga, sino que, como obedeciendo a su irracional reclamo, se le aparece y mostrándole sus llagas y costado herido, lo invita a que palpe la realidad de su Cuerpo resucitado, tal como él había demandado; utiliza incluso las mismas palabras que usó el Apóstol Tomás, para que le quedara claro que, mientras las profería, Nuestro Señor lo veía y oía: “Mete aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano, métela en mi costado; y no seas incrédulo sino fiel”. ¡Y cuántas veces a nosotros también, no sólo no nos ha castigado por nuestros irracionales reclamos o querellas contra Él, sino que incluso, a final de cuentas, nos ha dado lo que pedíamos o queríamos!
Tan grande es la misericordia de Dios Nuestro Señor que al aparecerse estando Tomás presente, vuelve a decir, “Paz a vosotros”. Y podemos pensar que dirigiría muy especialmente esas palabras a Tomás, el cual, sin duda, al verlo se habría llenado de turbación y confusión. Imaginemos haber estado en su lugar, haber dudado de Nuestro Señor y ¡he aquí que está en frente mío! ¿Qué pensamientos no cruzarían por su cabeza?, ¿quién no se vería tentado a desesperar ante semejante situación? Mas, Nuestro Señor corta rápido esos pensamientos, diciendo: “Paz a vosotros”, “paz a ti, Tomás”, y estas palabras, junto con el manso semblante de Nuestro Señor, lo llenarían de confianza y ánimo.
Y Tomás, reparando su incredulidad, le dice: “Señor mío y Dios mío”. Nuestro Señor le responde: “Porque me has visto, Tomás, has creído”. Y aquí surge una pregunta interesante: ¿Por qué le dice Nuestro Señor “porque me has visto, has creído”, si solamente puede creerse en lo que no se ve? La Fe es de non visis, como dice San Pablo. La respuesta —bastante sencilla, de hecho—, es: le dijo esas palabras porque, lo único que veía y podía ver el Apóstol era la humanidad de Dios Nuestro Señor, mas, sin embargo, viendo al Hombre, confesó a Dios, esto es, creyó en su divinidad, creyó que era Dios, y por esto le dijo: “Señor mío y Dios mío”.
(Conclusión: Bienaventuranza para nosotros)
Para concluir volvamos nuestra mirada a estas palabras de Nuestro Señor: “Bienaventurados los que no vieron y creyeron”. Estas palabras contienen una bienaventuranza que recae sobre nosotros y que debe sernos de mucha consolación, pues quién hay entre nosotros que alguna vez no haya dicho o pensado —o tal vez actualmente lo diga o piense—: “¡Oh!, si hubiera vivido en tiempos de Nuestro Señor, si hubiera podido conocerlo y oírlo, si hubiera podido verlo realizar sus grandiosos milagros, cómo sería más firme mi Fe entonces, cuánto mayor amor tendría a Nuestro Señor, más fácil me sería desligarme de mis vicios y pecados…”. Nuestro Señor responde a esto: “Bienaventurados los que no vieron y creyeron”.
Por tanto, queridos fieles, alegrémonos en este día y reafirmemos nuestra Fe en el misterio hoy contemplado, en la Resurrección de Nuestro Señor.
Pidamos, asimismo, a la Bienaventurada Virgen María nos alcance la gracia de gozar de esa inefable paz que solamente Dios puede dar.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.