El Perdón de los enemigos
(Domingo 17 de octubre de 2021) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
Hoy la Santa Madre Iglesia, por medio del Evangelio, quiere inculcarnos un tema de suma importancia para nuestra vida espiritual, para nuestra santificación y, en última instancia, para nuestra salvación: el perdón de los enemigos; perdonar a todos aquellos que nos hayan podido haber hecho o inferido algún daño o mal.
En efecto, la parábola que escuchamos hoy, del siervo sin entrañas1, apunta a esto, como queda claro por las palabras finales de Nuestro Señor y también por los dos versículos inmediatamente anteriores a la parábola. En efecto, en San Mateo, capítulo 18, versículo 21, vemos que San Pedro pregunta a Dios Nuestro Señor Jesucristo: “Señor, ¿cuántas veces pecará mi hermano contra mí y le perdonaré? ¿Hasta siete veces?” A lo que respondió: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”, comenzando inmediatamente la parábola, diciendo: “Por eso el reino de los cielos es semejante…”.
(Cuerpo)
Sin embargo, volvamos nuestra atención sobre esta parábola e intentemos sacar de ella fruto para nuestras almas.
Dicha parábola trata de un siervo que debía diez mil talentos a su Señor, el Rey. Este Rey representa a Dios y ese siervo, deudor de tan grande suma, nos representa a todos nosotros. Para que veamos esto claro, debemos tener presente que el total de diez mil talentos era, para aquella época, una cantidad exorbitante, absolutamente imposible de pagar para el siervo, como si hoy habláramos de cientos de millones de pesos.
Ahora bien, nosotros, por nuestros innumerables pecados, tenemos una deuda contraída con Dios, una deuda que debemos saldar por medio de la oración y penitencia; somos deudores para con Dios, ya que le debemos “diez mil talentos” y, en realidad, muchísimo más que eso. Por lo cual, si no es por la misericordia de Dios, dado que por nuestras fuerzas somos incapaces de nada si no nos auxilia con su gracia, no podemos hacernos cargo de esa enorme deuda que tenemos; necesitamos de los méritos de Cristo; y, para ello, es preciso humillarnos como hizo el siervo de la parábola y rogar a Dios: “ten paciencia conmigo y todo te lo pagaré”, haciendo así, obtendremos la condonación de la deuda, esto es, el perdón de los pecados.
En aquel otro siervo que tan sólo debía cien denarios al que debía diez mil talentos, están representados todos aquellos que nos han hecho alguna vez alguna afrenta o injuria o daño o injusticia, por lo cual están en deuda con nosotros, pues nos deben la reparación del mal cometido. Debemos tener en cuenta que la cifra de cien denarios es supremamente inferior a la de diez mil talentos, como si dijéramos que le debía algo así como unos $ 20,000 pesos; esto es, nada, comparado a lo que el primer siervo debía a su Señor, el Rey.
Pues bien, siempre lo que nos deben los hombres, esto es, aquellos que nos han ofendido, es sumamente inferior a lo que nosotros debemos a Dios, porque, por más injurias que hayamos podido recibir de ellos, jamás se compararán a las que nosotros hemos hecho al Altísimo con nuestros pecados. Y es muy importante que no perdamos esto nunca de vista, especialmente cuando seamos por alguien ofendidos: que nosotros antes, y mucho más, hemos ofendido a Dios, pues hemos pecado contra Él. No debemos olvidar jamás que con nuestros pecados hemos causado la Muerte del Hijo de Dios hecho hombre, de Dios Nuestro Señor Jesucristo.
Y, sin embargo, —por desgracia— solemos ser como el primer siervo de la parábola, pues si bien Dios nos perdona nuestras enormes deudas porque se lo pedimos, después nosotros nos rehusamos a perdonar a nuestro prójimo que tiene una ínfima deuda con nosotros, comparada con la que tenemos para con Dios. Y así, nos negamos a perdonar o a hacer las paces muchas veces y hacemos como el siervo de la parábola, “mas él no quiso esperar, sino que se fue e hizo encarcelarle hasta que pagase lo que debía”.
Y el problema es lo que sigue, pues, enterándose de ello el Rey —esto es, Dios—, lo castiga terriblemente: “y enojado su Señor, hizo que lo entregaran a los verdugos hasta que pagase toda la deuda”. Y nos dice expresamente Nuestro Señor: “Así hará también con vosotros mi Padre celestial, si no perdonareis de corazón cada uno a vuestro hermano”. Es decir, Dios no nos perdonará nuestros grandes pecados —los diez mil talentos—, si nosotros no perdonamos a nuestro prójimo las pequeñas ofensas —los cien denarios— que nos haya hecho.
En definitiva, Nuestro Señor busca inculcarnos por medio de esta parábola lo que decimos a Dios en la quinta petición del Padrenuestro: “perdónanos nuestras deudas —los “diez mil talentos” que te debemos— así como nosotros perdonamos a nuestros deudores —a los que nos deben “cien denarios”—. Lo que Nuestro Señor busca es que, viendo cómo Dios nos perdona nuestras inmensas deudas, nosotros también perdonemos a nuestro prójimo.
Y noten cómo Nuestro Señor dice: “si no perdonareis de corazón…” (“de córdibus vestris”). Pues el perdón tiene que ser de corazón, es decir, hemos de deponer toda ira, malevolencia u odio internos; no contentarnos con abstenernos de la venganza o de hacer daño de vuelta —devolver mal por mal—, sino que incluso hemos de reprimir todos los malos sentimientos o movimientos internos que pudiéramos tener o sentir contra nuestro prójimo e ir mucho más adelante, devolviendo bien por mal, como nos enseña Nuestro Señor: “Amad a vuestros
enemigos, haced bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen; rogad por los que os calumnian” (San Lucas 6, 27-28).
1 San Mateo 18, 23-35.
(Conclusión)
Por tanto, meditemos y reflexionemos mucho esta parábola, pues, como decíamos al inicio, nuestra salvación depende, en última instancia, de si perdonamos a nuestros enemigos o no, “perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”.
No lo olvidemos nunca: si yo perdono, seré perdonado; si me lleno de soberbia y me niego a perdonar, no seré perdonado por Dios, sino condenado al infierno.
Meditemos, pues, como decimos, estas cosas y pensemos sobre nuestras diferentes relaciones con nuestro prójimo, particularmente con los más cercanos a nosotros: nuestros padres, hermanos, hijos, etc. Veamos si “estamos bien con ellos” o si no. En cuyo caso, analicemos bien si tal vez no sea por nuestra culpa; y, aunque el otro tuviere la culpa y nosotros no —aunque casi siempre va de parte y parte—, busquemos la reconciliación, tomemos la iniciativa para arreglar el problema, teniendo bien presentes aquellas otras palabras de nuestro Señor: “Si, pues, estás presentando tu ofrenda sobre el altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda” (San Mateo 5, 23-24) .
Pidamos, pues, a María Santísima nos alcance la gracia de la humildad, para que podamos perdonar de corazón a todo el que nos haya ofendido.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.