17° Domingo después de Pentecostés 2021

Cómo sé si amo a Dios.

(Domingo 19 de septiembre de 2021) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todo tu entendimiento. Éste es el mayor y primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la ley y los profetas”.

Con estas palabras, queridos fieles, respondió Dios Nuestro Señor Jesucristo la pregunta del doctor de la ley que leemos en el Evangelio de hoy1, sobre cuál era el mandamiento más grande de la ley, enseñándonos que todo se resume en la Caridad, en el amor a Dios y en su correlativo amor al prójimo, pues el verdadero amor al prójimo ha de ser una especie de derivación del amor de Dios: porque amo a Dios verdaderamente sobre todas las cosas, amo a mi prójimo.
Por eso, vemos en los santos, que ardían y se consumían en el amor divino, tan grandes ejemplos de caridad y amor hacia el prójimo; como, por ejemplo, un San Pedro Claver, Patrono de Colombia, cuya Fiesta fue hace poco, que tuvo una caridad verdaderamente heroica respecto a las personas esclavas de raza negra; admirable todo lo que hizo por ellos, los grandes sacrificios para poder ayudarlos y atenderlos de tantas y varias maneras, proveyendo no sólo a su auxilio espiritual sino también a su ayuda corporal y material.

Y así, el verdadero amor al prójimo nace del amor a Dios. Debemos amar a nuestro prójimo porque vemos en él a alguien hecho a imagen y semejanza del Altísimo, redimido por la sangre de Cristo y, por tanto, llamado a gozar, como nosotros, de la Gloria celestial, por medio del arrepentimiento y perdón de los pecados. Y esto es muy importante tenerlo en cuenta, para que no caigamos en una pura filantropía, esto es, hacer bien al hombre por el hombre; no, sino que, para que sea verdadera Caridad sobrenatural, tiene que ser por Dios: tengo que amar a mi prójimo en Dios, por Dios y para Dios.

(Cuerpo 1: ¿Cómo sé si amo a Dios?)

Entonces, todo se cifra en el amor a Dios, en amar a Dios sobre todas la cosas, con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente; todo está implícito en cumplir con ese primer mandamiento. Todo lo demás después fluirá desde allí. Por eso, es que San Agustín dice: “Ama y haz lo que quieras”, pues si yo verdaderamente amo a Dios, entonces no haré nada que le desagrade.
Ahora bien, puede —y debe— surgir la siguiente pregunta: ¿En qué consiste el verdadero amor a Dios?, ¿cómo sé si amo verdaderamente a Dios?
La respuesta es, en realidad, bien sencilla y nos la da, asimismo, Nuestro Señor en el Evangelio según San Juan2. Él allí nos dice: “Quien me ama, guardará mis palabras”, es decir, cumplirá lo que digo. Por tanto, veremos si tenemos amor a Dios, si guardamos los mandamientos, si vivimos habitualmente en estado de gracia. Ésa es la piedra de toque del verdadero amor a Dios: vivir en su gracia, cumpliendo los mandamientos, y no en pecado. De hecho, Nuestro Señor dice también, en el mismo lugar mencionado, que “el que no me ama, no guarda mis palabras”. Y así, es señal de no amar a Dios el vivir en pecado mortal.
Por tanto, de nada sirve que yo diga con mis labios que amo a Dios, que lo amo muchísimo, que Dios está conmigo, etc., si no vivo en gracia, si me hallo en pecado mortal, sin confesarme, viviendo en unión libre, haciendo planificación/anticoncepción en el Matrimonio, llevando una vida sumamente mundana y de pecado, o con tal o cual pecado, del cual no me corrijo ni cambio. El que así vive, y dice que ama a Dios, está profiriendo una burda y vil mentira.
Entonces, el primer paso, para poder amar a Dios verdaderamente, es cortar/romper con el pecado mortal: Hacer una buena confesión y dejar de pecar mortalmente. Si no empiezo por aquí, no amo a Dios, no estoy cumpliendo con el primer y más grande mandamiento de amarlo sobre todas las cosas en modo alguno, sino que mi pretendido amor a Dios es una mentira, una falsedad.

1 San Mateo 22, 34-46.
2 Cap. 14, v. 23.

(Cuerpo 2: Grados de amor a Dios)

Y claro está que mi amor a Dios será mucho mayor y más perfecto mientras más me apartare del pecado.
Como decíamos recién, tengo que empezar dejando el pecado mortal; pero si quiero crecer en el amor a Dios, que éste se arraigue más y más en mí, debo ir más adelante aún: debo evitar, no sólo el pecado mortal, sino huir con todas mis fuerzas de todo pecado venial deliberado, es decir, de las faltas leves cometidas a conciencia y a sangre fría. Pues, si tengo la mala costumbre de cometer algún pecado venial de manera deliberada —por ejemplo, decir malas palabras—, evidentemente que mi amor a Dios es muy tenue y corre peligro de
perderse, pues, como siempre se enseña, el que comete pecados veniales deliberados tarde que temprano caerá en pecado grave, en pecado mortal. Por lo cual, para que podamos adelantar en el amor a Dios, debemos buscar ser como los santos, los cuales preferían morir antes que ofender a Dios, cometiendo un solo pecado venial.

Pero podemos ir más adelante aún en el amor a Dios. Nuestro amor por Él será mucho más perfecto, si intentamos evitar al máximo, según cabe a la debilidad humana, incluso los pecados veniales no deliberados, es decir, aquellos que proceden de nuestra flaqueza, de nuestra naturaleza caída. Verdad es que, aunque no lo queramos, se nos filtrarán este tipo de pecados, pero el punto aquí es que no queramos cometerlos y que estemos pendientes y vigilantes para disminuir al máximo su número.
Asimismo, ayudará muchísimo a que podamos tener y crecer en el amor a Dios el apartamiento del mundo y de las cosas mundanas que tanto nos exponen al peligro de pecar: música, series, películas, videos, redes sociales y un largo e interminable etcétera de cosas que nos absorben e impiden que amemos a Dios con todo el corazón, toda el alma y toda la mente.

No olvidemos que Dios nos pide el corazón entero, no sólo una parte. Por tanto, cortemos con tanta cosa y —perdonen la palabra— “bobada” mundana y démonos del todo a Dios, que allí se cifra y está la verdadera felicidad: en amar y servir a Dios. El mundo da fugaces placeres que presto pasan y dejan un tremendo vacío, mientras que Dios con su amor llena y da paz al alma, esa bendita paz que el mundo no puede dar.
Y a lo hasta ahora dicho simplemente queremos añadir que, evidentemente a todo ese huir y apartarnos del pecado de que hemos hablado —del pecado mortal, venial deliberado, etc.—, hay que unir la práctica de la virtud, pues nuestra Santa Religión Católica no consiste en un serie de prohibiciones —“eso no se puede”, “esto está prohibido”, “esotro es pecado”—, sino en practicar el bien, realizar buenas obras.
Por lo cual, para amar mucho a Dios hemos de llevar a cabo buenas acciones, especialmente de misericordia para con nuestro prójimo, pues, como decíamos al inicio, si amo a Dios, amaré a mi prójimo, y, en este sentido, el amor al prójimo se convierte también en un indicativo de si tengo amor a Dios, o como dice San Juan Apóstol: “Quien no ama a su prójimo a quien ve, ¿cómo amará a Dios a quien no ve?3. Por tanto, como podemos apreciar, es muy importante nos ejercitemos en la caridad hacia nuestro prójimo, no sólo material —con limosnas, por ejemplo—, sino muy principalmente con la espiritual, esto es, practicando las obras de misericordia espirituales.

3 1 Juan 4,20

(Conclusión)

En todo caso, ya concluyendo, queridos fieles, meditemos asiduamente el día de hoy las palabras “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu entendimiento” y miremos nuestra vida y preguntémonos si el amor de Dios está en verdad en nosotros; analicémonos y veamos si habitualmente vivimos en estado de gracia o, por el contrario, si habitualmente nos hallamos en pecado mortal; veamos, asimismo, que empeño ponemos en evitar los pecados veniales deliberados y cuánto nos esforzamos por no cometer siquiera faltas que proceden de nuestra flaqueza; si nos dejamos absorber por las cosas mundanas y practicamos o no la caridad para con nuestro prójimo necesitado.
Mirémonos, pues, a nosotros mismos y pidamos a Dios nos dé la gracia de poder discernir qué amor le tenemos, si es poco o mucho, o ninguno.

Pidamos, asimismo, a María Santísima nos alcance la gracia de poder amar verdaderamente a Dios sobre todas las cosas y que podamos perseverar en ese santo amor hasta la muerte.

Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.