17° Domingo después de Pentecostés 2019

Caridad hacia los enemigos.

(Domingo 6 de octubre de 2019) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

Queridos fieles:

El Evangelio del día de hoy nos narra una respuesta que Dios Nuestro Señor Jesucristo dio a los fariseos. Éstos, en efecto, se habían congregado y habían encargado a uno de ellos, doctor de la ley, que armara un lazo a Nuestro Señor con una pregunta para ellos difícil. La pregunta era: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley?”. A lo que Nuestro Señor respondió:

“Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la ley y los profetas”.

Debido a que Nuestro Señor en estas palabras hace clara referencia a la virtud de la Caridad, por la cual amamos a Dios y al prójimo por amor de Dios, nuestro deseo es desarrollar un aspecto muy importante de esta excelsa virtud, a saber, la Caridad hacia los enemigos. Pues fallamos mucho en ello, y muchas veces por ignorancia respecto a lo que implica este amor a los enemigos.
Por lo cual, veremos primero que el amor a los enemigos no es un simple consejo sino un precepto, cómo debemos comportarnos en el trato con respecto a nuestros enemigos y la obligación de procurar la reconciliación.

(Cuerpo 1: Amor a los Enemigos: Precepto, no consejo)

Antes de entrar en el tema propiamente, veamos qué entendemos por “enemigos”. Bajo este nombre están comprendidos: a) Todos aquellos que nos hicieron una verdadera injuria y no la han reparado todavía; b) los que nos odian; c) y los que son dignos de justa antipatía por motivo racional (por ejemplo, los que pervierten a los niños y jóvenes a través de las leyes modernas de “educación sexual”).

En primer lugar, hay que asentar que el amor a los enemigos no es un mero consejo dado por Dios Nuestro Señor sino un verdadero precepto, y que es de tal gravedad e importancia que su incumplimiento podría comprometer seriamente la salvación de nuestras almas.
Respecto a esto, ya en el Antiguo Testamento, hallamos hermosos pasajes donde se nos habla de hacer el bien —lo cual es Caridad— a nuestros enemigos, entre otros: “Si encuentras el buey o el asno de tu enemigo perdidos, llévaselos; si encuentras el asno de tu enemigo caído bajo la carga, no pases de largo, ayúdale a levantarlo”1. “Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer, y si tiene sed, dale de beber”2.

Mas, en el Evangelio es donde hallamos claramente expresado este precepto del amor a los enemigos. En efecto, Dios Nuestro Señor Jesucristo nos dice: “Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero Yo os digo: Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian y orad por los que os persiguen y calumnian…”3. Y como Nuestro Señor enseñaba, no sólo de palabra sino también de obra, nos dio ejemplo sublime de este amor a los enemigos cuando desde lo alto de la Cruz dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

Ahora bien, es necesario hacer un par de aclaraciones: (a) No se nos manda amar a los enemigos porque sean enemigos, sino a pesar de serlo, como tampoco debemos amar los vicios y defectos del prójimo, sino que es preciso “odiar el pecado y amar al pecador”, en cuanto éste es capaz de arrepentirse y de salvarse. (b) Asimismo, no se nos exige amar a los enemigos con afecto sensible, como amamos a los que nos son más cercanos y queridos, pues el amor a los enemigos es estrictamente sobrenatural, por lo cual no es necesario sentirlo en la parte sensitiva y pasional. Basta que se manifieste exteriormente en la forma conveniente.

(Cuerpo 2: Cómo Habernos con Nuestros Enemigos)

Ahora veamos a qué nos obliga la Caridad hacia los enemigos:
(1) En primer lugar, como es evidente, la Caridad hacia los enemigos nos obliga a perdonar siempre, por amor a Dios en lo interior de nuestra alma, cualquier ofensa o injuria que podamos o hayamos podido recibir, lo cual debe realizarse inmediatamente apenas recibida la misma, pues no es lícito abrigar en el corazón, ni por un instante, odio o rencor al prójimo, aunque nos haya hecho mucho daño.

(2) Por lo mismo, la Caridad hacia los enemigos nos obliga a deponer lo que se llama en teología odio de enemistad —el cual desea el mal a una persona por considerarla mala en sí misma, (lo cual es totalmente opuesto a la Caridad)—, así como a deponer todo deseo de venganza. Pues desear o querer el mal del prójimo, por supuesto, envuelve en sí un grave desorden contra la Caridad, lo cual constituye pecado grave. Y así comenten pecado grave quienes desean al enemigo males, como la muerte o graves enfermedades o desgracias, en cuanto que son males y peor aun si desearan que incurriera en algún mal espiritual, como el pecado o la condenación de su alma (peor mal posible para cualquiera). Por la misma razón que no se les puede desear el mal, tampoco se puede maldecir a los enemigos; pues maldecirlos de suyo es un pecado grave por oponerse directamente a la Caridad.
Sin embargo, una aclaración se vuelve precisa: Es lícito iniciar un juicio contra alguien, siempre que se haga sin ninguna especie de odio, ni interior ni exterior, buscando o teniendo en todo momento la intención del bien del culpable (para que se enmiende) o de que sean reparados los legítimos derechos conculcados; e incluso puede pedirse a la autoridad pública, deponiendo como decimos todo odio, el justo castigo del malhechor, con la intención de que sirva para escarmiento de los demás, para poder así reprimir el mal y frenar el crimen; pues si los malhechores nunca fueran justamente castigados, aumentarían impunemente sus fechorías.

1 Éxodo 23, 4-5.
2 Proverbios 25,21.
3 San Mateo 5, 43-44.

(3) Asimismo, la Caridad hacia los enemigos nos obliga a otorgarles ordinariamente los signos comunes de amistad y afecto; y en ciertas circunstancias, los signos especiales de amistad. Nos explicamos. Los signos comunes de amistad y afecto son aquellos que se ofrecen normalmente entre vecinos, conocidos o cualquier persona: el saludo, responder a sus preguntas, tener buen semblante, en general todo lo que una persona educada haría con cualquier prójimo. En cambio, los signos especiales de amistad son aquellos que no se otorgan a todo mundo sino que se reservan únicamente para las personas más cercanas y amadas, como suelen ser los familiares y amigos: conversar familiarmente, visitarse, escribirse, en general las cosas que suelen darse entre quienes son muy cercanos.
Ahora bien, los signos comunes de amistad y afecto no pueden negarse al enemigo, porque ello constituiría una manifestación de odio y enemistad, además del grave escándalo que se daría a los demás. Por lo cual se peca gravemente contra la Caridad si no se responde al saludo del enemigo o si, ignorándolo, no se le responde a sus preguntas. En cambio, los signos especiales de amistad que se reservan para los familiares y amigos no es necesario ofrecerlos al enemigo, porque no es obligatorio usar de ellos con todo el mundo. Sin embargo, en determinadas circunstancias (si el enemigo está en necesidad y no puede salir de ella sin nuestra especial ayuda), los signos especiales serían obligatorios, porque en tales circunstancias es obligatorio usar de esas muestras especiales con cualquier prójimo, sea amigo, enemigo o un desconocido.

(Cuerpo 3: La Reconciliación)

Ahora tratemos el importante tema de la reconciliación.
La Caridad hacia los enemigos nos obliga a procurar la reconciliación lo más pronto posible. Ahora bien, para tener mayor luz en este punto, debe distinguirse entre la reconciliación interior y la exterior. La reconciliación interior debe siempre producirse inmediatamente apenas recibimos la ofensa, porque no es lícito guardar en el alma rencor u odio ni un solo instante al ofensor, como ya dijimos. Sin embargo, la reconciliación exterior (pedir disculpas) no siempre puede ser hecha inmediatamente, ya que a veces ello podría ser hasta contraproducente, (por ejemplo, si los ánimos están todavía muy alterados por lo ocurrido); por lo cual para la reconciliación exterior ha de aguardarse a que se den las circunstancias y momento oportunos.

Respecto a quién debe dar el primer paso para la reconciliación exterior, evidentemente que debe ser el que ofendió. Mas, si se ofendieron mutuamente —como suele ocurrir en el 90% de los casos—, deberá iniciar la reconciliación el que ofendió primero, o el que ofendió más gravemente, o el que sea de menor dignidad, si son de desigual condición (como la hay entre padre e hijo, por ejemplo). Para la reconciliación no es preciso pedir expresamente perdón (aunque sería lo mejor, pues ayuda a la humildad), sino que basta lograr que se restablezca la antigua armonía y amistad como si nada hubiera pasado. Si la reconciliación resulta infructuosa por no querer perdonar el que fue ofendido, no es necesario reiterar continuamente la petición de perdón. Basta que uno dé a entender que de su parte no hay problema para restablecer la antigua amistad.

Como es evidente, hay siempre obligación grave, esto es, bajo pecado mortal, de perdonar al ofensor si éste pide perdón por su ofensa, ya sea que lo haga de manera directa o indirecta. No olvidemos el Padrenuestro: “Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”; si rezamos esta oración y nos negamos a perdonar a nuestros enemigos, nos condenamos nosotros mismos por nuestra propia boca.

Antes de pasar a la conclusión, es preciso hacer una pequeña aclaración más. A veces, a pesar de darse la reconciliación interna e incluso la externa, puede haber casos, principalmente de orden público, en los cuales las circunstancias permitan —e incluso exijan— que se aplique de igual manera el justo castigo al transgresor; por ejemplo, la pena de muerte, impartida con las debidas condiciones, etc. O, dentro de la esfera doméstica incluso, un padre de familia, supuesta una falta u ofensa muy grave de su hijo, podría, habiendo perdonado a su hijo interiormente —y tal vez exteriormente también—, sin embargo, aplicarle el justo castigo, depuesto, claro está, todo odio o rencor, para así expiar y reparar la ofensa.

(Conclusión)

Para concluir, queridos fieles, simplemente deseamos invitarlos a que meditemos todas estas cosas y nos las apliquemos, pues, como decíamos al inicio, tendemos a fallar mucho en el cumplimiento de este precepto del amor a los enemigos. Reflexionemos, pues, y apliquemos los oportunos remedios que hagan falta para corregir aquello en lo que andemos flacos respecto a todo esto.
Quiera Dios Nuestro Señor Jesucristo otorgarnos la gracia de saber perdonar a nuestros enemigos, como Él lo hizo desde lo alto de la Cruz y pidamos a la Santísima Virgen, que nos perdonó el haber dado muerte a su Hijo por nuestros pecados, que nos alcance esa gracia.

Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.