Nadie puede servir a dos señores, Confianza en la Divina Providencia.
(Domingo 26 de agosto de 2018) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
Hoy la Santa Madre Iglesia coloca unos textos bastante hermosos en la Epístola1
y Evangelio2 del día, aptísimos para ser comentados, para decir algo sobre ellos.
Del Evangelio de hoy se pueden, de hecho, sacar dos ideas o enseñanzas distintas: La primera, la oposición radical que hay entre Dios y el mundo, lo cual también es enseñado por San Pablo en la Epístola de hoy, usando los términos de espíritu y carne, mas siendo la idea la misma. Y la segunda idea que encontramos es la de la confianza en la divina providencia.
Nuestro deseo hoy es comentar el Evangelio y decir algunas palabras sobre esas ideas o enseñanzas que decimos.
(Cuerpo 1: Los dos señores)
Comienza el Evangelio de hoy, diciendo:
“Dijo Jesús a sus discípulos: Nadie puede servir a dos señores, porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o sufrirá al uno y al otro despreciará. No podéis servir a Dios y a las riquezas”.
(1) Primeramente, hay que preguntarse quiénes son los dos señores y qué entiende o a qué se refiere Nuestro Señor cuando dice el uno y el otro: ¿quién es el uno que es aborrecido y el otro que es amado, o el uno que es sufrido y el otro que es despreciado?
Quiénes sean los dos señores nos lo dice Nuestro Señor mismo: Dios y las riquezas. Y quién sea el uno y quién el otro, nos lo enseña San Agustín3 , diciéndonos que el uno indica las riquezas —y en definitiva al diablo, como él mismo dice—, y el otro, a Dios, de manera que podríamos decir: Nadie puede servir a dos señores, a Dios y a las riquezas, porque o aborrecerá las riquezas (o al diablo) y amará a Dios, o sufrirá las riquezas (o al diablo) y a Dios despreciará.
La enseñanza es muy clara y sencilla, y fácil de comprender si la meditamos. Pues la persona que sirve a Dios, que se entrega totalmente a Él, para a Él solo agradar, que tiene su corazón puesto en Dios y lleno de Él, aborrece las riquezas, porque sabe que éstas pueden ocupar el lugar de Dios en su corazón; sabe que las riquezas pueden apartarla de su Dios.
Por el otro lado, el que sirve a las riquezas, el que se entrega totalmente a ellas, las sufre, porque ellas lo constituyen en deplorable esclavitud; las sufre, porque ellas solamente le llenan de inquietudes, de miedo, de afanes: tener más y más y más, la ambición; que no se las vayan a robar, que no las vaya a perder en un mala inversión, en un mal negocio; ese mirar constantemente qué no tiene, qué le falta y no lo que sí tiene. Y como efecto inevitable despreciará a Dios, porque para él serán de mayor valor, de mayor precio las riquezas suyas y por eso las preferirá a Dios, a quien comienza a mirar como algo que se opone a su “felicidad”, a sus riquezas.
(2) Asimismo, aquí nos está recordando Nuestro Señor que, en definitiva, sólo existen dos bandos: el de Dios y el del mundo. Dos nomás, no hay término medio. Y esto ya lo había dicho en otra parte del Evangelio: “Quien no está conmino, está contra mí”4.
Además, deja muy en claro la absoluta oposición e irreconciabilidad que hay entre Él y el mundo. Si lo servimos a Él, lo amaremos y aborreceremos al mundo, al diablo: todo lo malo, en definitiva. Si servimos al mundo, lo despreciaremos a Él. Así de sencillo, como de terrible: ¡Despreciar a Dios!… ¡llegar a despreciar a Dios!… verdaderamente lo que somos, de lo que somos capaces…
1 San Pablo a los Gálatas, 5, 16-24.
2 San Mateo, 6, 24-33.
3 Catena Áurea, Tomo I, Santo Tomás de Aquino, Cursos de Cultura Católica, 1948, Buenos Aires, Argentina, p. 192.
4 San Mateo, 12,30.
(Cuerpo 2: Confianza en la Divina Providencia)
Y continúa Nuestro Señor diciendo:
“Por consiguiente, os digo: No os inquietéis por vuestra alma, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No es más el alma que la comida, y el cuerpo más que el vestido?»
(3) Estas palabras son una consecuencia de lo dicho anteriormente. Puesto que no hemos de servir a las riquezas, hemos, entonces, de poner nuestra confianza en Dios.
En estas palabras y en las que seguirán Nuestro Señor intentará animar, avivar nuestra confianza en Dios, en la divina providencia, porque, debido a nuestra naturaleza caída, tendemos a desconfiar, a preocuparnos en demasía; llegamos incluso a pensar que Dios no nos escucha… que no se preocupa por nosotros… Todo esto ocurre muchas veces por nuestra flaqueza, por lo cual hemos de luchar contra ello meditando estas palabras de Nuestro Señor.
Y es de notar que Nuestro Señor no pone como ejemplo cosas superfluas. No nos dice que no nos preocupemos sobre a dónde iremos de vacaciones, o si tendremos coche, o si viviremos en éste o aquel barrio… no. Nos dice que no nos preocupemos por lo que hemos de comer y con lo que nos hemos de vestir; más esencial imposible. Por lo cual, se ve que la divina providencia abarca y llega a esas cosas tan esenciales.
Sin embargo, es importante aclarar exactamente a qué se refiere Nuestro Señor cuando nos dice esto de no preocuparnos. Pues inmediatamente viene la objeción: “Pero, ¿cómo no nos vamos a preocupar u ocuparnos de la comida y del vestido? Tengo hijos, mujer, debo darles de comer, debo darles con qué se cubran, ¿cómo no voy a pensar en ello?”
La respuesta es, de hecho, bastante sencilla. Nuestro Señor se refiere a la solicitud o inquietud excesiva, desordenada, como si no hubiera un Dios todo bueno y bondad que nos cuidara, que velara sobre nosotros; como si todo dependiera de nosotros, de nuestro esfuerzo, de nuestra industria.
(4) Y para inspirarnos confianza para que no nos inquietemos, nos dice: “¿No es más el alma que la comida, y el cuerpo más que el vestido?”. Como si dijera, si Dios te dio lo más, pues el alma vale más que la comida y el cuerpo más que el vestido, ¿cómo no te va a dar lo menos? Y agrega reforzando la idea:
“Mirad las aves del cielo cómo no siembran, ni siegan, ni tienen graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. Pues, ¿no valéis mucho más que ellas? ¿Quién de vosotros, a fuerza de discurrir, puede añadir un codo a su estatura?»
Ahora nos da un argumento a partir de las creaturas de naturaleza inferior a la nuestra. Si Dios a las aves del cielo, que son mucho menos que nosotros, las alimenta todos los días, sin que ellas se afanen ni hagan nada al respecto, ¿cómo no nos va a alimentar a nosotros, dándonos lo que necesitamos?
Y da otro argumento bastante verdadero, al decir: “¿Quién de vosotros, a fuerza de discurrir, puede añadir un codo a su estatura?”. Como si dijera: ¿de qué os sirve afanaros, inquietaros?, ¿de esa manera obtenéis aquello por lo cual os inquietáis? Es peor porque la angustia, la inquietud ordinariamente no nos deja razonar, pensar bien, y nos hace muchas veces agrandar el problema en nuestra mente, en la imaginación.
Y hablando sobre el vestido usa Dios Nuestro Señor Jesucristo el mismo argumento de las aves: si sois más que ellas, y a ellas Dios cuida, ¡cuánto más a vosotros! En efecto, dice:
“Y, ¿por qué inquietaros por el vestido? Observad cómo crecen los lirios del campo; no trabajan, ni hilan. Y, sin embargo, yo os digo que ni Salomón en toda su gloria llegó a vestirse como uno de estos lirios. Pues si al heno del campo, que hoy es y mañana se echa al fuego, Dios así viste, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe?”
Como decíamos, es el mismo argumento de las aves. Si a las flores Dios así viste, así hace de hermosas, a pesar de que sólo durará un poco tiempo esa hermosura, ¿cuánto más no nos ayudará a nosotros, que hemos de vivir varios años —si Él nos lo concede—, y que estamos destinados a vivir en la eternidad? Y Nuestro Señor prosigue con la conclusión lógica de todo lo que ha venido diciendo:
“No os preocupéis, pues, diciendo: ¿qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos? Por estas cosas se afanan los paganos. Mas sabe vuestro Padre celestial que las necesitáis”.
Es decir, tenemos que obrar con coherencia respecto a nuestra Fe. No puede ser que digamos creer en un Dios de bondad infinita que nos ama, etc., y después ante cualquier problema —por pequeño o grande que sea— reaccionar, como si ese Dios en que decimos creer, no existiera.
(Conclusión)
Y concluye con una frase magnífica, que sintetiza todo lo que enseñó en este discurso:
“Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”.
Preocupaos, ocupaos primeramente de lo esencial, de lo verdaderamente importante: de vuestra salvación. Eso debe de ser lo principal. Las cosas de esta tierra están en segundo lugar y siempre están subordinadas a lo principal, que es nuestra salvación.
Querido fieles, eso es lo importante. Busquemos eso: nuestra salvación, nuestra santificación. ¿Puede ser que si verdaderamente nos ocupamos en ella, Dios nos abandone a morir miserablemente por no tener lo que necesitamos para el cuerpo? Confiemos en Él. Sin duda que muchas veces permite Él que padezcamos premuras, dificultades, tal vez temporales, económicas, respecto a la comida incluso… pero Él siempre verá que tengamos lo esencial, lo indispensable.
Confiemos, por tanto, en Dios. La Sagrada Escritura está llena de promesas de su parte para los que en Él confían. Basta dar una leída a los salmos.
Pidamos, pues, a la Santísima Virgen nos ayude en esto de tener mayor confianza.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.