13° Domingo después de Pentecostés 2018

Los diez Leprosos

(Domingo 19 de agosto) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

Queridos fieles:

La Santa Madre Iglesia, hoy Domingo Decimotercero después de Pentecostés, pone ante nuestra consideración un pasaje bastante conocido del Evangelio: el de los diez leprosos1.
Muchas enseñanzas pueden sacarse o extraerse de este Evangelio —como de cualquier otro—, pero sin duda salta a la vista inmediatamente la del agradecimiento, de la acción de gracias. ¡Cuán prontos somos para pedir, pedir y pedir!, y cuán tardos para dar gracias por los favores recibidos… si es que siquiera nos acordamos de dar gracias por los favores recibidos. Nuestro deseo hoy es comentar este Evangelio.

(Cuerpo 1: Quiénes son los leprosos)

Primeramente, leemos en él:

“Mientras iba Jesús hacia Jerusalén, pasaba por medio de Samaría y de Galilea”.

Galilea se halla al norte de Palestina, Samaría en el centro y Jerusalén al sur. Es decir, Nuestro Señor iba de norte a sur, camino a Jerusalén, y cuando estaba entre Galilea y Samaría le salen al encuentro diez leprosos:

“Y al entrar en una aldea, vinieron a su encuentro diez hombres leprosos, los cuales se pararon lejos”.

En estos diez leprosos están representados, según se suele enseñar, todos aquellos que se hallan en pecado, porque el pecado es como una lepra del alma, una lepra espiritual. Pues como la lepra vuelve o convierte a alguien en espanto y horror para todos los que lo miran, por los efectos devastadores que realiza esta enfermedad en su cuerpo, en su piel, a causa de las úlceras, de las llagas, etc., así el alma que está privada de la divina gracia, que está en pecado, se vuelve espantosa y horrorosa a los ojos de Dios, porque su pecado o pecados son como úlceras del alma que la afean y hacen abominable ante Dios. Si pudiésemos mirar un alma en pecado mortal —así tuviera un solo pecado—, moriríamos de espanto.

Y nos dice el Evangelio que los leprosos estaban parados a lo lejos, a distancia. Porque los leprosos, como es sabido, eran apartados de la sociedad por el peligro de contagio. Por esto dice el Evangelio que vinieron a su encuentro cuando Nuestro Señor entraba en la aldea, es decir, antes de que, de hecho, entrara en ella, pues ellos no podían ingresar; lo cual implica también que ellos, por supuesto, no estaban dentro de la aldea sino por fuera.

Y en esto de estar a distancia tenemos asimismo otra enseñanza respecto al alma que se halla en pecado. Porque como el leproso está cortado, separado de la sociedad, también lo está el alma en pecado. No en cuanto a lo exterior ciertamente: puede ir a Misa, hacer alguna oración junto con otras personas, estar rodeado de almas que se hallan en estado de gracia, etc. No es una separación exterior; es una separación espiritual, porque el alma en pecado mortal está cortada de la Comunión de los Santos, de esa interacción espiritual que hay entre todos los miembros vivos de la Iglesia, tanto Militante, Purgante, como Triunfante. No participa de esos bienes espirituales. Por tanto, es como si estuviera, espiritualmente, parada a lo lejos.

1 San Lucas 17, 11-19.

(Cuerpo 2: Qué piden)

Y nos dice el Evangelio de esos leprosos que:

“alzaron la voz, diciendo: Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros”.

Ellos piden por sí mismos a Nuestro Señor la curación, a diferencia del sordomudo de hace dos domingos que no podía pedir por sí, sino que necesitaba de los demás. Por donde vemos que la situación de estos leprosos, de las almas representadas por ellos, no es tan grave como la de aquel sordomudo. Porque éste está en un estado de ceguera que no ve su propio mal, de allí el peligro. Pero aquéllos sí ven su mal, ven su lepra, y por esto piden salud.

Y la plegaria que formulan es hermosa, y mucho más en el texto latino: “Iesu praeceptor, miserére nostri”. Tan corta como hermosa: “Iesu praeceptor, miserére nostri”. Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros.
Una plegaria muy sencilla y simple: ten misericordia de nosotros. No dicen: “¡eh, cúranos!”, “¡quítanos la lepra!”, sino simplemente “ten misericordia de nosotros”. Imitémoslos. Cuando tengamos problemas, cruces, necesidades, podemos simplemente decir a Nuestro Señor “ten misericordia de mí”, y eso bastará, Él sabrá a qué nos referimos, qué necesitamos.

Asimismo, si vemos que nos hallamos en estado de lepra espiritual, es decir, si tenemos ciertos pecados o vicios que nos vencen, que nos dominan, pidámosle tenga misericordia de nosotros; pero no para seguir pecando “tranquilamente” y pretender con todo salvarnos, sino para cambiar de vida, para romper definitivamente con el pecado, con las ocasiones de pecado. Gritémosle como hicieron esos leprosos, para poder ser curados también.

(Cuerpo 3: Curación e Ingratitud)

Y Nuestro Señor entendiendo lo que le pedían les responde:

“Id y mostraos a los sacerdotes”.

Al darles esa orden, ya estaba dando a entender que les concedía la curación, porque la Ley preceptuaba que los sacerdotes eran los encargados de verificar si el leproso se había curado o no y, en caso de haberse curado, de integrarlo de nuevo a lo sociedad, ofreciendo algún sacrificio. Y de hecho:

“aconteció que mientras iban, quedaron sanos”.

En el camino, se dan cuenta de que están limpios, de que han desaparecido sus llagas… Imaginen lo que sería eso. Estamos tan acostumbrados a oírlo, año tras año, a escucharlo, que muchas veces no reparamos en lo grandioso del milagro.
Todas sus úlceras, todas sus llagas, todo el dolor que sentían, la debilidad producida por la misma enfermedad, todo, todo ello, de repente, mientras iban a los sacerdotes desaparece, se “esfuma”: están curados, están limpios. ¡Qué alegría no sentirían! Imagínenlo. Qué alegría no sentiríamos nosotros si estuviésemos gravemente enfermos y, de repente, nos curásemos. Forjémonos, por tanto, una idea de esa felicidad.
¿Y qué pasa entonces? Están todos llenos de alborozo, como decimos. ¿Qué ocurre? ¿Qué hacen?:

“Y uno de ellos, cuando vio que había quedado limpio, volvió glorificando a Dios a grandes voces, y se postró en tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era samaritano. Dijo entonces Jesús: ¿no fueron diez los curados?, ¿y los otros nueve dónde están? No ha habido quien volviese a dar gloria a Dios, sino este extranjero. Y le dijo: Levántate, vete porque tu fe te ha salvado”.

Uno solo vuelve a dar gracias a Nuestro Señor… uno solo. Fueron diez los curados, ¡diez!; no es que haya curado dos, y uno fue agradecido y el otro ingrato, no: nueve fueron ingratos, desagradecidos… por cumplir con su legalismo formulista. ¿No era de mayor importancia volver y dar gracias a Dios hecho hombre, al Verbo encarnado, que ir a cumplir lo que materialmente obligaba la ley?
Y el único que volvió a dar gracias, a dar gloria a Dios —pues toda la gloria debe ser de Él—, fue un extranjero —y no cualquier extranjero sino un samaritano—, uno de aquellos que tanto eran despreciados por los judíos; el cual creyó en la divinidad de Nuestro Señor: por esto se postró en tierra ante Él y por eso Nuestro Señor le dijo: vete, tu fe te ha salvado.

(Conclusión)

Queremos, para concluir, insistir en dos puntos de este Evangelio.
En primer lugar, exhortar y animar a aquellos que tienen lepra espiritual, es decir, que tienen vicios, que tienen pecados que no logran vencer, de los cuales no logran salir, que mediten este Evangelio, lo reflexionen e imiten a los leprosos. Como ellos, desde lo más íntimo del alma, alcen su voz, pidiendo a Nuestro Señor misericordia, que les conceda ser librados de la terrible enfermedad y esclavitud del pecado.
En segundo lugar, invitar a todos a hacer un buen examen de conciencia sobre todos los beneficios que hemos recibido de Dios Nuestro Señor Jesucristo, ya sean temporales o espirituales, y que den gracias y gloria a Dios por todo ello. No seamos ingratos como esos nueve leprosos del Evangelio, porque la ingratitud cierra la fuente de la gracia, mientras que la gratitud hace que siga manando.

Pidamos a la Santísima Virgen nos ayude a ser bien agradecidos.

Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.