10° Domingo después de Pentecostés 2021

La Humildad..

(Domingo 1 de agosto de 2021) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

Queridos fieles:
El día de hoy la Santa Madre Iglesia propone a nuestra consideración la muy hermosa y conocida parábola del Fariseo y el Publicano, que en su gran sencillez contiene una enseñanza que es sumamente fundamental para nuestra vida espiritual, a saber, la humildad.
En efecto, la humildad es una virtud sin la cual no podremos llegar a la salvación, a la gloria, pues “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes”1; gracia que es indispensable para poder ser salvos.
Vemos, por tanto, la importancia del tema. Digamos, pues, algunas palabras sobre la humildad y sobre cómo nuestra oración, para ser escuchada de Dios, ha de ser humilde.

(Cuerpo 1: La Humildad)

La humildad es virtud importantísima que no puede ni debe faltar en nuestras vidas; ella es el cimiento o fundamento de todas las demás virtudes, pues, sin humildad, es imposible erigir el edificio de la vida espiritual; sin humildad, estamos edificando sobre arena, es decir, trabajando en balde. Pues, la humildad ha de ser la que dé firmeza a la vida sobrenatural, haciendo que las virtudes se afiancen y arraiguen realmente en el alma.
Asimismo, podemos colegir la gran importancia de esta virtud del hecho de que Dios Nuestro Señor Jesucristo nos hace un llamado especial a practicarla al decir: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.
Ahora bien, ¿qué es la humildad? Todos conocemos la palabra, la decimos tal vez a menudo, pero muy pocos son los que saben, en realidad, qué es y, menos aun, los que la practican.

La humildad consiste principalmente en un conocimiento que ha se versar sobre nosotros mismos: conocernos en verdad tal cual somos. El propio conocimiento es, pues, el principio y fundamento de la humildad; sin éste, no es posible que podamos ser humildes, pues nuestra soberbia suele cegarnos y no dejarnos ver cómo somos realmente. Pero no queda allí la humildad; no es sólo conocernos a nosotros mismos, sino también sentir de nosotros mismos y tratarnos según merecemos basados en ese conocimiento. San Bernardo, de hecho, la define así a la humildad: “La virtud por la cual el hombre, por el conocimiento sumamente veraz de sí, se desprecia a sí mismo”.

Por tanto, según lo que hemos dicho, se ve que para poder adquirir esta virtud hemos de buscar primeramente el propio conocimiento, ¿y cómo lograrlo? El medio más eficaz para ello es la oración, meditar sobre nosotros mismos y pedir a Dios, en la oración, nos dé ese conocimiento tan necesario e importante. Por lo cual, debemos meditar asiduamente sobre las siguientes cosas:

1) En primer lugar, sobre nuestra nada. Debemos recordar frecuentemente que, si Dios no nos hubiera creado sacándonos del abismo de la nada, no seríamos, no existiríamos, es decir, seríamos nada. Y, además, tampoco debemos olvidar que, una vez constituidos en el ser, Dios tiene que mantenernos continuamente en el ser, para que no volvamos a la nada, según enseña la sana filosofía.

2) En segundo lugar, debemos considerar con frecuencia que absolutamente todo lo bueno que haya o pueda haber en nosotros es de Dios, de Él procede, que todo ello ha sido un don gratuito de Él, a pesar de nuestros deméritos y, por el contrario, debemos tener bien presente que todo lo malo, todo lo defectuoso, todo lo reprensible que en nosotros veamos o hallemos, es fruto de nuestra cosecha, procede de nosotros.

3) En tercer lugar, debemos traer a la memoria nuestra condición de pecadores. Recordar lo mucho que hemos ofendido a la Divina Majestad con nuestros pecados, negligencias y resistencias a su divina gracia. Asimismo, hemos de considerar las perversas inclinaciones de nuestro corazón, las terribles tentaciones que nos asaltan de continuo —algunas tal vez innombrables—, y tener bien presente que, si Dios nos abandonara a nosotros mismos, no tendría fondo el abismo de perversión y pecado en que podríamos caer. Además, hay que meditar mucho que sin el divino auxilio, esto es, sin la gracia de Dios, no podemos siquiera tener un buen pensamiento. Somos incapaces para el bien en lo que a nosotros respecta.
Todas estas cosas hemos de meditarlas a menudo para poder anonadarnos y así abatir la soberbia que tan duro nos da y que Dios tanto abomina. Por tanto, busquemos grabar en nuestros corazones lo siguiente: que no somos nada, sino pecado; y pidamos a Dios, con insistencia en la oración, nos otorgue la gracia del propio conocimiento y de ser verdaderamente humildes.

(Cuerpo 2: La Oración ha de ser Humilde)

Y la virtud de la humildad, de que estamos hablando, también ha de reflejarse en la oración que hagamos a Dios, es decir, nuestras oraciones han de ser hechas con humildad y no con soberbia o presunción, como nos puede, de hecho, acontecer. Para esto, es excelente que veamos y meditemos la parábola de hoy, que veamos cómo oraba el fariseo y cómo lo hacía el publicano, y veamos, asimismo, el efecto distinto de la oración de cada uno. Pues mientras el publicano volvió justificado a su casa, es decir, habiendo obtenido el perdón de sus pecados, el fariseo no volvió justificado, sino cargado con más culpa y pecado que antes, por su terrible soberbia.

1 I San Pedro 5,5.

¿Y cómo oraba el publicano, que agradó tanto a Dios? Dice el Evangelio que estando a lo lejos, sin atreverse siquiera a elevar la mirada al cielo —pues se creía hasta indigno de ello—, se daba golpes de pecho, diciendo: “Señor, ten misericordia de mí, que soy pecador”. Así de sencilla fue su oración y movió el corazón de Dios hacia él.
Por tanto, al hacer nuestra oración, imitemos al publicano, reconozcámonos como pecadores, indignos de mirar a lo alto, indignos de ser escuchados, indignos de recibir las gracias que pedimos y solicitamos; al orar humillémonos, para que Dios nos exalte con su gracia bendita.
Si no recibimos lo que pedimos, reconozcamos que Dios con justicia no nos lo otorga porque no lo merecemos; si nos castiga y azota, aceptémoslo, pues lo merecemos por nuestros pecados; si somos combatidos por muchas y terribles tentaciones, confesemos que ellas provienen de la perversión de nuestro corazón y sólo Dios puede librarnos de ellas. Y en todas nuestras oraciones, siempre que elevemos el alma a Dios, digámosle, como el publicano: “Señor, ten misericordia de mí, que soy pecador”. Hagamos así y Dios nos será propicio.

(Conclusión)

Concluyendo ya, queridos fieles, meditemos el día de hoy todas estas cosas, y busquemos huir con todas nuestras fuerzas de la soberbia y adquirir la humildad. Meditemos frecuentemente aquellas palabras de la Sagrada Escritura: “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes”, y pidámosle a Dios nos dé la gracia de imitarle, a Él que es “manso y humilde de corazón”.

Quiera María Santísima rogar por nosotros para que así sea.

Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.