Tercera Palabra dicha por Dios Nuestro Señor Jesucristo desde la Cruz.
(Viernes 10 de abril de 2020) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
Hoy, Viernes Santo, segundo día del Triduo Sacro, es muy oportuno para reflexionar y hacer oración, por la variedad de temas que este día nos ofrece para meditar, entre otros: la Pasión y Muerte de Dios Nuestro Señor Jesucristo, sus Siete Palabras, la Soledad y dolor de la Santísima Virgen María o el gran amor de Nuestro Señor por nosotros, etc., etc.; son muchas las cosas que podemos meditar hoy.
Y una primera consideración o punto a meditar que se nos presenta hoy es el siguiente: Dios Nuestro Señor durante toda su vida terrenal, desde su nacimiento hasta su Muerte, nos instruyó y enseñó el camino de la salvación, bien con palabras, bien con obras, es decir, con el ejemplo. En efecto, primeramente, nos enseñó la virtud con su pobre y humilde nacimiento en Belén, luego con su vida oculta —¡30 años escondido en Nazaret, en compañía de María y José! ¡Él, Dios!—; después durante su vida pública, además del ejemplo y obrar, nos instruyó con sus palabras —las parábolas—, predicando por las sinagogas, plazas, casas, campos, —desde una barca incluso—, y no contento con hacer esto durante tres años y medio, aun en su Pasión y Muerte, cuando consumaba la Redención del Género Humano, nos instruyó no sólo con su ejemplo —su admirable paciencia en medio del sufrimiento y su obediencia al Padre— sino también con su palabra, predicándonos desde el Patíbulo de la Cruz sus Siete últimas Palabras, que son siete breves frases, muy profundas en sí y llenas de enseñanzas.
(Cuerpo: Tercera Palabra, Sufrimientos Cristo)
Nuestro deseo hoy es hablar y comentar la tercera de esas Siete Palabras y extraer de ella diferentes consideraciones y enseñanzas.
Vayamos, pues, al Evangelio para ver a qué palabra nos referimos. En San Juan1 leemos lo siguiente: “Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre, y la hermana de su Madre, María mujer de Cleofás, y María Magdalena. Cuando vio Jesús a su Madre y junto a ella al discípulo que amaba, dice a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dice al discípulo: He ahí a tu Madre”. Y así la Tercera Palabra dicha por Nuestro Señor desde la Cruz es: Mujer, he ahí a tu hijo… he ahí a tu Madre.
Veamos ahora qué consideraciones o reflexiones podemos sacar de estas cortas palabras.
Una primera consideración que se presenta es que Dios Nuestro Señor, en su Pasión y Muerte, se entregó totalmente por nosotros, no escatimando en nada los sufrimientos sino, por el contrario, queriendo padecer hasta el extremo, pues a todos los padecimientos que sobrellevaba, tanto externos como internos, quiso añadir otro terribilísimo: ver a su Madre al pie de la Cruz transida del más profundo dolor, contemplar su alma traspasada por la espada de dolor que le había predicho el santo anciano Simeón. Sin duda que la vista de su Madre dolorosísima y de lo mucho que sufría y padecía, sería motivo de nuevos sufrimientos para Nuestro Señor.
Y, en verdad, si nosotros teniendo un amor tan imperfecto, tan mezclado de amor propio e intereses, nos dolemos cuando vemos sufrir a aquellos que amamos, ¿cuán grande no sería entonces el dolor de Cristo, cuyo amor por su Santísima Madre era puro, inmenso, inconmensurable, al verla en tan terrible sufrimiento? Y, como decíamos, aun esto quiso padecer Nuestro Señor, pues podría haber dispuesto las cosas de otra manera, que su Madre no estuviera presente, pero no: no le bastaron los insultos, las blasfemias, los escupitajos, las bofetadas, los golpes; no satisfizo su deseo de padecer la cruel maceración de su cuerpo en la flagelación, ni la dolorosa corona de espinas que atravesó sus sienes, ni tampoco los puntiagudos clavos que perforaron sus manos y pies; no, sino que a todo esto quiso añadir un sufrimiento mucho peor: contemplar a su Madre al pie de la Cruz sumida en el dolor más horrible: ver a su Hijo amadísimo, que había llevado en su seno, a quien había amamantado, abrazado, llenado de caricias y besos en otro tiempo; verlo ahora, frente a sus ojos, clavado en una Cruz, desfigurado, vuelto todo una llaga… Y Nuestro Señor veía este dolor de su Madre que aumentaba el suyo propio; ¡cómo sufriría al ver las lágrimas correr por las mejillas de su Madre Santísima; cuánto más le dolería que la sangre que manaba de sus propias llagas!
Esta sola consideración da para que podamos meditar y orar durante horas…
1 Cap. 19, vv. 25-27.
(Cuarto Mandamiento)
Mas, ahora pasemos a una segunda consideración que podemos sacar de esta Tercera Palabra, a saber, el ejemplo que nos dio Nuestro Señor respecto al Cuarto Mandamiento: “Honrarás a tu Padre y a tu Madre”.
Nuestro Señor, como era evidentemente el mejor Hijo que ha habitado nunca sobre la tierra, no podía menos de cumplir este Mandamiento de la Ley de Dios, que obliga, entre otras cosas, a socorrer a los propios padres, particularmente en su vejez, si no pueden valerse sin nosotros. Y ésta es una obligación grave, de manera que cometería un pecado grave —mortal si es con plena advertencia y consentimiento— quien no ayudara a sus padres, pudiéndolo hacer, si éstos se hallaren en grave necesidad.
Ahora bien, la Santísima Virgen con la Muerte de Nuestro Señor quedaba, no sólo viuda —ya había muerto San José hace tiempo—, sino también sin su único Hijo, es decir, quedaba totalmente desamparada, pues en circunstancias normales su Hijo hubiera sido su único sostén y amparo. Pero Nuestro Señor no podía dejarla así, por lo cual proveyó a su porvenir encomendándola al discípulo amado —a San Juan—, por medio de las palabras, “he ahí a tu Madre”, para que tuviera cuidado de Ella como si fuera su propia Madre —¡qué envidia!—, cumpliendo así el Cuarto Mandamiento e intimándonos la importancia de ver por los propios padres2 y ayudarlos en sus necesidades.
Asimismo, el momento mismo en que Dios Nuestro Señor encarga el cuidado de su Madre Santísima a San Juan, es motivo de más meditación y admiración: Nuestro Señor confía su Madre al Apóstol en plena crucifixión, es decir, en medio de los acerbísimos dolores que padecía pendiendo de la Cruz; lo cual nos muestra la grandísima Caridad de Dios Nuestro Señor, que en vez de pensar en sí mismo, en sus propios sufrimientos y padecimientos —que eran enormes—, piensa en su Madre y se preocupa de ver por su porvenir, a diferencia de nosotros que, cuando somos aquejados por algún mal, no sufrimos ni la presencia de los demás… nos ponemos irascibles, ásperos, ofensivos a veces… sólo pensando en nosotros mismos.
Y así Nuestro Señor con esto nos enseñó y dio ejemplo, para que nosotros también, en medio de nuestros propios padecimientos y sufrimientos, de nuestras cruces y tribulaciones —que suelen absorbernos por completo, como decimos—, pensemos en los demás y sepamos compadecerlos y ayudarlos en los sufrimientos y necesidades que los apremian, lo cual es un acto excelentísimo de Caridad. Lo cual puede practicarse sabiendo dar una buena palabra o consejo, o simplemente escuchando y consolando con paciencia a nuestro prójimo atribulado.
2 La importancia de dicha obligación puede apreciarse en las siguientes palabras de San Pablo: “Si alguien no tiene cuidado de los suyos, y mayormente de los de su casa, ha
negado la Fe y es peor que un infiel” (1 Timoteo 5,8)
(Por qué S. Juan elegido para cuidar a la Virgen)
Mas pasando a otro tema, un punto digno de ser considerado es por qué Nuestro Señor eligió a San Juan para que hiciera las veces de hijo respecto a la Santísima Virgen María, por qué lo escogió a él entre tantos Apóstoles y discípulos para cargo tan importantísimo (no encomendaría a cualquiera a su Santísima Madre, como es evidente). La Tradición de la Iglesia siempre ha enseñado que la razón de ello fue porque San Juan era Virgen; en realidad, ésta es la razón también por la cual él era el discípulo amado. Los demás Apóstoles eran hombres casados que dejaron a sus mujeres, etc., para seguir a Dios Nuestro Señor, mas San Juan nunca conoció mujer sino que fue virgen, totalmente casto durante toda su vida, y por esto fue más especialmente amado por Cristo Nuestro Señor, por su virginidad.
¡Bendita virtud de la castidad que habéis merecido a San Juan la enorme dicha de habitar y vivir con la Santísima Virgen María, con la obra maestra salida de las manos del Altísimo! ¿Qué compañía más dulce, más agradable que la de la Santísima Virgen? ¿Qué cosa más grandiosa que poder servir y proveer a las necesidades de tan gran Señora, cuyo seno portó durante nueve meses y vivió durante treinta años en compañía del Verbo Encarnado? Pues esto mereció a San Juan la castidad, la virginidad, virtud angelical que eleva al hombre y le asemeja a los ángeles. Por lo cual vemos la gran importancia de la castidad, de la pureza, pues hizo a San Juan tan bienaventurado y dichoso: por ella fue el discípulo amado y el encargado de María Santísima. Por tanto, apreciemos y amemos esta hermosa virtud angelical y, por el contrario, odiemos y detestemos con todas nuestras fuerzas el abominable y sucio pecado de la impureza que degrada al hombre a condición peor que el de las bestias. Pidamos a María Santísima esa gracia.
(María Madre Nuestra)
Mas pasemos ahora a otro punto. Otra cosa a considerar es que Nuestro Señor —podríamos decir— nos ha dado absolutamente todo lo que podía darnos en esta tercera palabra:
Nos dio su vida arrostrando la muerte más terrible y derramando toda su sangre para redimirnos y librarnos de la potestad del demonio y así de la muerte eterna; nos dio su Cuerpo y Sangre preciosísimos en la Santa Eucaristía para que fuesen alimento de nuestras almas; y ahora, en medio de sus terribles padecimientos, nos da lo único que le quedaba, su Santísima Madre, “he ahí a tu Madre”, dice a San Juan y, en él, a todos nosotros. ¡Qué Caridad!, pues no desdeñó de compartir con nosotros a su Madre, entregándonosla para que fuese también verdaderamente Madre nuestra.
Y, si bien María es Madre de todos, sin embargo podemos lograr tener respecto a ella una relación filial mucho más especial e íntima como San Juan Apóstol, que tuvo la dicha de escuchar las palabras “he ahí a tu Madre” de parte de Nuestro Señor. Nosotros podemos, asimismo, alcanzar de Nuestro Señor que nos diga de la Virgen las mismas palabras “he ahí a tu Madre”, y a su Madre Santísima respecto a nosotros “he ahí a tu hijo”, por medio de nuestras oraciones, las cuales a tal fin han de ser insistentes y llenas de confianza; así alcanzaremos
estar especialmente bajo su protección y amparo, lo cual es de trascendental importancia, pues un verdadero devoto e hijo de María no puede perecer eternamente, tal Madre y protectora no lo permitirá jamás.
Pero, ¿cómo hacer para alcanzar esto? Tener devoción particular y especial por la Santísima Virgen, la cual debe ser manifestada por las obras, es decir, no ser de labios para fuera —ello es fácil y cualquiera puede repetir fórmulas vacías—, sino una devoción sólida fundada en un obrar en consonancia con el amor que se profesa a la Virgen. Particularmente se nos ocurren dos cosas para alcanzar esta gracia, esta especial unión y protección de la Santísima Virgen, a saber, la consagración a Ella, según el método de San Luis María Grignion de Montfort,
entregándonos así totalmente a su cuidado y patrocinio, y el rezo del Santo Rosario todos los días. Si nos consagramos a Ella —o renovamos frecuentemente dicha consagración y la vivimos en verdad— y rezamos a diario el Santo Rosario, sin duda seremos acogidos especialmente por María, lo cual significa, en última instancia, la salvación, pues —lo repetimos y diremos siempre— un verdadero devoto e hijo de María no puede perecer eternamente, es imposible que se pierda quien se confió y entregó totalmente a María. Por tanto, pongamos manos a la obra para hallarnos bajo la protección de tan Augusta Señora, máxime en estos difíciles tiempos que nos han tocado vivir.
(Conclusión)
Concluyendo, pueden apreciar la variedad de pensamientos o consideraciones que se siguen de una sola palabra de Dios Nuestro Señor — ¡y eso que son siete en total!—, la cantidad de enseñanzas allí contenidas, si uno la medita y aplica su espíritu a escudriñarla; y podría haberse dicho mucho más de lo que hemos comentado al respecto, mas, por no alargarnos más, dejamos allí; sin embargo, los invitamos a que mediten lo dicho y saquen cuanto “jugo” puedan de esta Palabra de Nuestro Señor.
La Semana Santa que estamos cursando sin duda alguna es atípica —¡quién lo hubiera imaginado!—, todos desde casa siguiendo las ceremonias por transmisiones en vivo; y, sin embargo, nada escapa a Dios y sabe Él sacar bienes de males. Por lo cual, aprovechemos la situación, de hallarnos encerrados en casa sin poder salir, para estar más recogidos en estos días del Triduo Sacro y así hacer más oración, y buscar estar más unidos a Dios Nuestro Señor; tomar este encerramiento y aprovecharlo para hacer una especie de semi-retiro, rezando más de lo habitual, leyendo la Sagrada Escritura, leyendo buenos libros, escuchando sermones, etc., tantas cosas buenas que podemos hacer si aprovechamos bien el tiempo, y, por el contrario, tener cuidado de no ir a desperdiciar tal oportunidad en películas, series, etc., cosas mundanas en fin.
Y, antes de concluir, queríamos insistir de nuevo sobre la Devoción a la Santísima Virgen y el Santo Rosario.
Estamos viviendo tiempos muy anormales, difíciles —lo que recién decíamos, Coronavirus, pandemia, aislamiento obligatorio, Apostasía en el mundo y en la Iglesia, etc.—; tiempos que irán empeorando, pues, debido a la cuarentena obligatoria impuesta en tantos países, las consecuencias a nivel mundial financieras, económicas, sociales, etc., etc., que de ello se siguen, serán desastrosas. Hay, pues, que estar muy atentos, ya que es posible que por aquí intenten, los que manejan los hilos del mundo, establecer o imponer el Gobierno Mundial: un solo sistema financiero, una moneda global, una sola Religión Mundial… la cual está en las profecías ¡Estemos atentos!
¿Qué hacer entonces? Más que nunca asirnos a María Santísima; más que nunca rezar el Santo Rosario. No olvidemos lo que decíamos antes: un verdadero devoto e hijo de María no puede perecer eternamente. Por tanto, aferrémonos al Santo Rosario. Si uno no tiene la costumbre de rezarlo todos los días, pues a rezarlo todos los días. Si ya lo rezaba a diario, agregar uno más y rezar dos, o rezar incluso hasta tres Rosarios, esto es, la Corona Entera, los 15 misterios todos. Así estaremos protegidos especialmente por María Santísima, la cual no nos desamparará en los acontecimientos que pudieran sobrevenirse.
Terminamos pidiendo a la Santísima Virgen nos dé la gracia, si bien no lo merecemos, de hallarnos entre sus verdaderos hijos y devotos.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.