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16° Domingo después de Pentecostés 2021

La Práctica de la Humildad.

(Domingo12 de septiembre de 2021) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

Queridos fieles:

El día de hoy, Domingo Decimosexto después de Pentecostés, la Santa Madre Iglesia vuelve una vez más a hacernos un llamado, en el Evangelio1, a la práctica de la humildad, virtud que es importantísima. En efecto, las palabras de Dios Nuestro Señor Jesucristo, con las cuales concluye el Evangelio de hoy, “porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”, constituyen, para nosotros, un imperioso llamamiento a ser humildes, para que podamos, algún día, ser ensalzados a la Gloria eterna del Paraíso.
Por tanto, como ya hemos hecho en otras ocasiones, queremos decir unas palabras sobre la virtud de la humildad.

(Cuerpo 1: Humildad)

Ante todo, recordemos qué es la humildad. Según San Bernardo, es “la virtud por la cual el hombre, por el conocimiento sumamente veraz de sí, se desprecia a sí mismo; o, como dice más sencillamente Santa Teresa: “La humildad es verdad”. Porque la humildad se fundamenta, ante todo, en la verdad de lo que en realidad somos: nada. Por lo cual, sin un profundo conocimiento propio, no puede haber verdadera humildad. Y así, hemos de buscar adquirir este conocimiento, principalmente en la oración —pidiéndolo a Dios—, meditando y reflexionando con frecuencia que somos nada de nosotros mismos; que, en cuanto depende de nosotros, no podemos sino hacer pecados; que somos incapaces de practicar la más mínima obra buena; que, sin la ayuda de Dios, no podemos salir del cieno de pecado ni mucho menos perseverar en la gracia hasta la muerte, etc., etc.
Y la humildad es de suma importancia para el progreso espiritual, porque ella es el cimiento o fundamento de todas las demás virtudes, en cuanto que sin ella no puede haber virtud verdadera y duradera, ya que las supuestas “virtudes”, sin humildad, son pura y llana hipocresía, una mera apariencia, una falsedad.

(Cuerpo 2: Obras para tener Humildad)

Por tanto, hemos de esforzarnos por conseguir esta virtud, ya que —podríamos decir— nos va en ello la salvación de nuestra alma. Y así, además de meditar sobre lo dicho y pedirla en la oración, hemos de “poner manos a la obra”, realizando ciertas cosas que ayudarán mucho a que adquiramos esta virtud.
Sin pretender ser exhaustivos, nombremos algunas de esas obras:

1) El silencio. Éste es muy importante, tratándose de la humildad. Saber callar y no hablar es cosa que se nos suele dificultar bastante, pero es necesario; pues, ordinariamente, el hablar mucho, el querer acaparar la conversación o que se hable de lo que uno quiere o a uno le gusta, procede de la soberbia, del amor propio. Y, por tanto, debemos buscar formarnos la costumbre de no hablar si no somos preguntados o si no hay en ello ninguna necesidad.
Asimismo, hace mucho a la humildad el callar y no excusarnos cuando caemos en alguna falta. El querer siempre dar explicaciones, excusas, razones sobre nuestros yerros, para disminuir la mala impresión que dan, es pura y llana soberbia, ya que nuestro amor propio que no soporta se piense mal de nosotros.
Igualmente, es excelentísimo y hace crecer muchísimo en humildad callar y no defendernos cuando nos acusan, aun si somos inocentes; salvo que la gloria de Dios y mayor bien de las almas exijan lo contrario; pero, de ordinario, especialmente si se trata de cosas pequeñas o “bobas”, es mejor dejar así y no excusarnos ni defendernos.
Tampoco debemos insistir mucho en nuestras opiniones o en que la cosa se haga “sí o sí” como nosotros queremos. Y obviamente que jamás debemos alabarnos a nosotros mismos, hablar sobre nuestros logros, nuestros talentos etc., ni tampoco andar haciéndonos los humildes, hablando mal de nosotros a todo mundo.

2) Evitar la singularidad. Si queremos tener humildad debemos huir de hacer cosas singulares, extravagantes, sino contentarnos con lo que comúnmente suelen hacer los demás y con lo que constituyen las costumbres legítimas. Hacer cosas fuera de lo común, en presencia de otros, es vanidad y soberbia. Y así, no debemos postrarnos rostro en tierra, besar el piso, poner los brazos en cruz, hacer suspiros o gemidos afectados, darnos durísimos golpes de pecho que se oyen a kilómetros de distancia, etc., etc., porque por allí se nos filtra amor propio y vanidad. Muchas de esas cosas las podemos realizar, pero en nuestra habitación, con la puerta cerrada, sin que nadie nos mire ni pueda mirarnos, sino solo Dios que ve en lo secreto, y así Él nos lo premiará.

3) La obediencia. Ésta va de la mano con la humildad: no puede haber verdadera humildad sin obediencia ni verdadera obediencia sin humildad. No obedecer a los legítimos superiores es gran señal de soberbia. Y así, si queremos ser humildes: los hijos han de obedecer siempre, prontamente, a sus padres; las esposas a sus esposos —siempre llevarles la contraria, contradecirles, no hacer caso en lo que legítimamente pueden decidir o disponer es pecado contrario a la humildad—; los alumnos han de obedecer a sus profesores y maestros; las fieles a sus sacerdotes; los penitentes a sus confesores.

1 San Lucas 14, 1-11.

Sobra decir que, junto con la obediencia, debe ir un gran respeto a los superiores; lo contrario, ser irrespetuosos con los padres, el esposo, los profesores, el sacerdote o confesor o cualquiera que Dios nos haya puesto por superior es soberbia supina, así como un mal, tristemente, muy difundido en nuestro tiempo. El respeto prácticamente se ha extinguido hoy día, lo cual significa que hay mucha soberbia por doquier.

4) Sufrir pacientemente las injurias. Esto es medio excelentísimo para adquirir y crecer en la humildad, que, cuando seamos ofendidos, no devolvamos mal por mal —como solemos hacer—, sino que pacientemente suframos el menosprecio y mal trato, a ejemplo de Nuestro Señor, que, callaba cuando era injuriado, calumniado y herido sin razón ni justicia. ¿Qué haremos, entonces, nosotros que por nuestros pecados no merecemos sino desprecios y atropellos? Y así, vemos que esa propensión a pelear, a devolver los insultos o injurias, procede de la soberbia y amor propio.

5) No juzgar a nuestro prójimo. El juicio con que tan comúnmente condenamos a nuestro prójimo suele también proceder de la soberbia, pues ésta nos hace sentirnos o creernos mejor que él y, por tanto, aptos para emitir sobre él algún dictamen. Para combatir este tan horrible y deleznable pecado, debemos poner los ojos, antes que nada, sobre nosotros mismos, sobre nuestros propios defectos y pecados, ver la viga que tenemos en nuestro ojo y no la paja que hay en el de nuestro prójimo, como dice Nuestro Señor.
Y si nuestro prójimo ha caído en algún pecado grave real, no por eso hemos de apresurarnos a juzgarlo, sino buscar excusarlo cuanto nos sea posible, y considerar que, si no hemos caído en lo mismo, es por pura gracia de Dios y de que, de haber estado nosotros en la misma situación, seguramente hubiéramos caído mucho peor y más bajo que él. Haciendo así, evitaremos caer en juicios temerarios y nos mantendremos, por tanto, en humildad.

(Conclusión)

Concluyendo, digamos simplemente que mucho nos va en conseguir ser humildes, pues en ello nos va la salvación, como ya dijimos antes.
Sí, porque, como dice la Sagrada Escritura, “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes”. Si no somos humildes sino soberbios, Dios nos resistirá y no nos dará su gracia, y sin ésta es absolutamente imposible alcanzar la salvación.
Por tanto, si queremos salvarnos, hagámonos pequeños por la humildad, para que podamos entrar por la puerta angosta2 que lleva a la vida eterna. Pidámosle mucho a Dios e insistamos asiduamente, hasta ser inoportunos, en poder obtener esta gracia; meditemos mucho sobre nosotros mismos para alcanzarla.
Asimismo, contemplemos los sublimes ejemplos de humildad que Dios Nuestro Señor Jesucristo nos dio; pareciera se hizo hombre solamente para enseñarnos la humildad. En efecto, ¿podremos encontrar mayor ejemplo de humildad que el que vemos en Él? Siendo Dios Omnipotente, se encarnó e hizo hombre, sin dejar de ser Dios, en el seno virginal de María Santísima, para habitar allí sin que nadie supiera durante 9 meses; quiso nacer pobre y desconocido de todos en un establo y ser colocado en un pesebre; vivir escondido y oculto de todos durante 30 años, en Nazaret, con María y José; sufrir toda clase de persecuciones y afrentas durante su vida pública y predicación; y, como si todo lo anterior hubiera sido poco, padecer su atrocísima Pasión y Muerte, sufriendo en ellas incontables escarnios, ultrajes, ofensas, burlas, lesiones, heridas, hasta culminarlo todo con su muerte en el ignominioso e infamante patíbulo de la Cruz, muerte reservada a los peores malhechores y esclavos.
Meditemos, pues, en estos grandes ejemplos que nos dio, pues no en vano dijo: “aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.
Meditemos mucho en ello y pidámosle nos dé la gracia de imitarle.
Nos ayude María Santísima para que así sea.

Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.

2 San Mateo 7, 13-14.