La Mansedumbre y la Ira.
(Domingo 21 de marzo de 2021) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
Nos hallamos ya en el Primer Domingo de Pasión, a una semana de iniciar la Semana Santa; en ocho días será Domingo de Ramos. El día de hoy tenemos en el texto del Evangelio un pasaje de San Juan1 en el cual Dios Nuestro Señor Jesucristo tiene un diálogo con los judíos — entiéndase con los escribas y fariseos—. Dicho diálogo es mucho más largo que el texto que aparece en la Misa —en ésta aparece la parte final tan sólo—, pues abarca la casi totalidad del Capítulo 8 del Evangelio de San Juan.
El mencionado diálogo es de suma importancia, pues allí Nuestro Señor afirma hacia el final claramente su divinidad a los judíos, que Él es Dios, cuando les dijo: “En verdad, en verdad os digo, antes de que Abraham fuera creado, Yo soy”. De hecho, tan bien lo entendieron los escribas y fariseos que “tomaron entonces piedras para lanzárselas”, pero Nuestro Señor se ocultó, pues aún no había llegado su hora.
Sin embargo, quisiéramos hoy volver nuestra atención sobre el insulto que los escribas y fariseos infirieron a Nuestro Señor, al decirle:
“¿No decimos bien que eres un samaritano y que estás endemoniado?”, y sobre su paciente y mansa respuesta: “Yo no estoy poseído del demonio, sino que honro a mi Padre; y vosotros me habéis deshonrado a mí”, para tomar pie y hablar sobre la ira y su virtud opuesta, la mansedumbre.
(Cuerpo 1: La Mansedumbre)
Comencemos hablando sobre ésta, sobre la mansedumbre.
Primeramente, demos una definición de ella: es una virtud especial que tiene por objeto moderar la ira según la recta razón2. La importancia de esta virtud la podemos colegir por la especial invitación que Nuestro Señor nos hace a practicarla: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. Esta virtud se ejercita, no sólo con nuestro prójimo, sino también con nosotros mismos, con los animales y con los objetos inanimados.
Uno de los frutos de la mansedumbre, en quien la practica, es la paz interior que hace reinar en el alma: paz con Dios, paz con el prójimo y paz con nosotros mismos.
1) En efecto, nos hace tener paz con Dios porque la mansedumbre nos ayuda recibir con buen ánimo y paciencia todos los acontecimientos, por adversos y contrarios que nos sean, haciendo que veamos en ellos la voluntad de Dios, que quiere, por medio de esas cosas, nuestra santificación.
2) Contribuye a la paz con nuestro prójimo, porque nos ayuda a tener paciencia con sus defectos, previniendo y controlando los movimientos de la ira ante sus flaquezas, y nos ayuda igualmente a no turbarnos internamente cuando los demás se molestan o enojan contra nosotros, es decir, a conservar la calma interior.
3) Asimismo, nos ayuda a tener paciencia con nosotros mismos, evitando que caigamos en irritarnos excesivamente en contra nuestra cuando caemos en alguna falta o cometemos algún error. Esto es importante, pues debemos ser pacientes con nosotros mismos, para que no nos ocurra lo mismo que a algunos, que, según dice San Francisco de Sales: “en viéndose encolerizados, se impacientan de su impaciencia misma, y se enfadan de su mismo enfado”3. La perfección o Santidad no es cosa de un día, sino de mucho trabajo y esfuerzo; por tanto, hay que llevarlo con paciencia y calma, sin desanimarnos ni impacientarnos ante nuestras imperfecciones.
1 Cap. 8, vv. 46-59.
2 Teología Moral para Seglares, Royo Marín, Tomo I, segunda edición, BAC, 1961, Madrid, España, p. 373.
3 Introducción a la Vida Devota, P. III, Cap. 9.
Ahora bien, ¿cómo adquirir esta importante virtud de la mansedumbre?
Primeramente, hemos de comenzar reprimiendo todos los movimientos de ira y los deseos de venganza que ella suele engendrar en el alma.
Después hemos de buscar imitar a Dios Nuestro Señor Jesucristo, el cual fue sumamente manso y nos dio gran ejemplo de esta virtud durante su vida terrenal. En efecto, tuvo gran paciencia con sus discípulos; con las multitudes que se amontonaban y aglomeraban a su alrededor —muchas veces “estrechándolo”— para que los instruyese y sanase, sin darle un momento de descanso; con los pecadores, hacia los cuales se mostró sumamente bondadoso y misericordioso (pensar en la mujer pecadora que ungía y besaba sus pies; en Zaqueo, el publicano; en la mujer sorprendida en adulterio), pues no había venido a llamar justos sino pecadores.
Para practicar y adquirir la mansedumbre, asimismo, buscaremos evitar al máximo las disputas o discusiones, las voces malhumoradas o irritadas, las palabras u obras bruscas, ásperas. Jamás debemos devolver mal por mal (ello sería venganza), ni romper o dañar las cosas en medio de movimientos de ira, —lanzando o tirando objetos—, ni golpear objetos inanimados (la pared, por ejemplo), ni tampoco —y esto es importantísimo— hablar cuando estamos airados o enojados; siempre en esos momentos lo mejor es callar, no hablar.
Por el contrario, hemos de buscar tener siempre buenas maneras con todos los que hablen con nosotros; tener para todo mundo un sonrisa y rostro afables, aun si nos están importunando; tener especial bondad y benevolencia para con los pobres, afligidos, enfermos, pecadores; y si nos viéramos obligados a realizar alguna reprensión, suavizarla siempre con algunas palabras bondadosas.
(Cuerpo 2: La Ira)
Ahora hablemos sobre el pecado que se opone a la mansedumbre, tan común a la humana flaqueza: la ira.
Es la ira un pasión del alma y, en cuanto tal, es indiferente; es decir, en sí misma, la ira no es ni buena ni mala sino que esto depende de si está o no ordenada según la recta razón. Si notaron bien, la definición de la mansedumbre que dimos antes decía que es una virtud que modera la ira según la recta razón. Pues puede haber una ira buena, incluso santa, como la que tuvo Dios Nuestro Señor Jesucristo cuando lanzó y echó fuera del Templo a los vendedores, o como cuando recriminaba con dureza a los escribas y fariseos su ceguera voluntaria — “hipócritas”, llegó a llamarlos—.
Para que la ira sea según la recta razón, esto es, legítima, debe reunir tres condiciones: 1) Que sea justa en su objeto, no atendiendo sino a castigar a quien lo merezca y en la medida que lo merezca. 2) Moderada en su ejercicio, no pasándose de lo que pide la ofensa cometida y siguiendo el orden que exige la justicia (no haciéndola por propia mano). 3) Caritativa en la intención —muy importante—, no haciéndolo por odio (lo cual sería un pecado), sino buscando que se restablezca el orden y el bien del culpable: su enmienda.
Cuando falta alguna de estas tres condiciones, hay desorden en la pasión de la ira y, por ende, pecado.
Lo que solemos entender por pecado o vicio capital de la ira es un deseo violento e inmoderado de castigar al prójimo sin tener en cuenta las tres condiciones antedichas. Dicha ira suele ir muchas veces acompañada de odio que, a su vez, engendra en el alma deseos de venganza4.
Los efectos terribles y devastadores de la ira en quien se deja habitualmente dominar de este vicio son notorios: turba la paz en las familias y crea división en ellas; engendra horribles enemistades; suscita rencores y odios en el alma; es causa de multitud de riñas, peleas, insultos e incluso homicidios, así como de una gran infinidad de males (como guerras, por ejemplo), si bien lo ponderamos.
En el orden espiritual también causa estragos, pues es un gran obstáculo para la perfección o adelantamiento espiritual, pues, si la ira nos domina, nos hace perder: 1) la prudencia, pues, en vez de reflexionar, obramos en base al acaloramiento de la pasión, del momento de la ira; 2) la amabilidad, importantísima para el trato con nuestro prójimo, al cual tratamos entonces con aspereza; 3) el espíritu de justicia, pues la pasión de la ira nos ciega y no nos deja ver las derechos de nuestro prójimo; y 4) finalmente nos hacer perder el recogimiento interior, tan necesario para nuestra unión con Dios y para la paz del alma, pues uno está todo el tiempo turbado y sin paz por andar pensando en lo que me hicieron o no hicieron, lo que me dijeron o no dijeron, etc., y eso impide la calma interior.
Digamos ahora sobre algunos remedios o medios para no dejarnos llevar del detestable vicio de la ira.
1) Es importante hacernos la costumbre de no obrar movidos por la pasión, sino de deliberar y reflexionar antes de obrar y tomar decisiones; debemos buscar tener el hábito de no dejar que se adueñen de nosotros los primeros malos movimientos de la pasión, sino de pararlos antes de que entren, por expresarme así, en nosotros.
2) Mas si la pasión comienza a apoderarse de nosotros, si comenzamos a sentir sus efectos en nosotros, hemos de rechazarla inmediatamente, mas con serenidad y calma, pues si la dejamos que entre, así sea un poco, pronto tomará total dominio sobre nosotros y nos llevará tras de sí.
3) Para poder reprimir estos malos movimientos es fundamental apartar el pensamiento de todo lo que pueda hacerlos crecer, es decir, no pensar en aquello que nos ha molestado; en particular, debemos alejar el recuerdo de las ofensas o injurias recibidas, no darles vueltas en la cabeza; asimismo, debemos cortar los pensamientos de sospechas: “si lo habrá dicho por esto o lo otro, si lo dijo con tal o cual intención”, etc., pues la pasión nos llevará a afirmar lo que no sabemos y a hacer juicios temerarios.
4) Y evidentemente que cuando estemos en esta tentación, debemos recurrir al auxilio divino, pedir a Dios nos ayude con su gracia. Cuando sintamos que nos “hierve o quiere hervir la sangre”, debemos rezar, acudir a Nuestro Señor, diciendo, por ejemplo: “Dios mío, da calma a mi alma”, “aparta, Señor, de mi estos sentimientos y pensamientos”, u otras oraciones por el estilo.
5) Algo que ayudará también a combatir mucho esta tentación, será rezar por la persona contra la cual nos sentimos molestos o airados, encomendarla a Dios; y mientras más intensa fuere la tentación contra ella, mucho más debemos rogar a Dios por ella, para que la bendiga espiritual y temporalmente, le dé las gracias que más necesita, para que le otorgue, en última instancia, la salvación.
4 “La ira tiene sus grados: a) al principio no es más que un movimiento de impaciencia: mostramos mal humor a la primera contrariedad, al primer fracaso; b) viene después el arrebato, que hace nos irritemos desmedidamente, y manifestemos nuestro descontento con gestos desordenados; c) a veces llega a la violencia, y rompe, no sólo en palabras, sino también en golpes; d) puede llegar hasta el furor, que es una especie de locura pasajera; no es dueño de sí el iracundo, y prorrumpe en palabras y gestos tan desordenados, que diríamos está verdaderamente loco; e) por último, degenera en un odio implacable que no respira sino venganza y llega hasta desear la muerte del adversario”. (Compendio de Teología Ascética y Mística, Tanquerey, Desclée de Brouwer, 1944, Buenos Aires, Argentina, p. 558).
(Conclusión)
Concluyendo, simplemente deseamos exhortarlos a que hagamos todos un esfuerzo por buscar tener la virtud de la mansedumbre.
Muchas veces por el trajín de la vida moderna, los problemas, las angustias, los estreses, las preocupaciones, etc., que ella supone, fallamos mucho —demasiado— en la mansedumbre, en el trato afable y amable que debemos tener con nuestro prójimo, dejándonos llevar de la impaciencia y de la ira con nuestros prójimos: con nuestros padres, hijos, esposo o esposa, hermanos, amigos, etc…
Busquemos, asimismo, la humildad para ser mansos, pues estas dos virtudes van de la mano. En realidad, la ira, impaciencia con nuestro prójimo, etc., suele nacer de la soberbia, pues si fuéramos verdaderamente humildes, no calaría tan hondo en nosotros lo que los demás nos hicieran o dijeran de nosotros.
Quiera, en todo caso, María Santísima ayudarnos a adquirir estas virtudes.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.