Etiqueta: Pasión y Muerte de Jesucristo

Viernes Santo 2018

Pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo.

(Viernes 30 de marzo de 2018) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

Queridos fieles:

Hoy, día de Viernes Santo, conmemoramos la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Hoy es día a la vez de tristeza y de gozo. De tristeza, por la consideración de los sufrimientos inenarrables y abismales que padeció Nuestro Señor Jesucristo, tanto en su cuerpo como en su alma. De gozo, pues por esos mismos sufrimientos y, por su muerte, nos redimió, expió nuestros pecados, saldó la deuda que teníamos con Dios, y nos dio, por si lo anterior fuera poco, la más grande muestra de su amor por nosotros.

(Cuerpo)

Como recién decíamos, Nuestro Señor Jesucristo padeció sufrimientos inenarrables, que nos escapan… si alguno de nosotros pudiera sufrir todos los padecimientos que son posibles en esta tierra, no estaría ni siquiera cerca a lo que padeció Nuestro Señor…
verdaderamente lo que Él sufrió nos escapa… no podemos penetrarlo. No hay palabras que puedan expresar el abismo de dolor sufrió en su Pasión. Y su sufrimiento fue, no solamente exterior, sino también interior, siendo por supuesto éste peor.

Pero cabe preguntarse: ¿por qué tanto sufrimiento?, ¿era acaso necesario? No, no era necesario. Nuestro Señor Jesucristo con una sola gota de su sangre, una sola gota, podría haber redimido mil mundos… Entonces, volvemos a preguntar, ¿por qué tanto sufrimiento, tanto dolor? Para poder responder a esta pregunta es preciso considerar dos aspectos de la Pasión: el de la justicia y el del amor. Pues la obra de la Redención fue una obra de justicia y de misericordia, las cuales se conjugan y complementan entre sí. Pues el amor de Dios, su misericordia lo movieron a expiar nuestros pecados; sí, no lo olvidemos, Nuestro Señor expió nuestros pecados, reparó la injuria inferida a Dios por los mismos. Nuestro Señor, repetimos, reparó la injuria inferida a la divina majestad, pagó la deuda debida en justicia por nuestros pecados.

Pues todo pecado es una ofensa a Dios y, como tal, una injuria a su divina majestad, de la que se sigue una deuda que en justica debe pagarse. Por tanto, la ofensa inferida a Dios por los pecados de todos los hombres debía ser reparada, debía ser expiada, pues esto era reclamado por la justicia divina. Y esto es lo que vino a hacer Nuestro Señor, vino a satisfacer nuestros pecados, a pagar la deuda que debíamos en justicia; cosa que a nosotros era imposible, porque el pecado es —volvemos a decirlo— una ofensa a Dios. El pecado es, antes que nada, una ofensa a Dios; y como la gravedad de la ofensa se mide por la dignidad de la persona ofendida, puesto que Dios tiene una dignidad infinita, el pecado adquiere una malicia en cierto modo infinita. Y como nosotros somos finitos, limitados, nos era imposible expiar semejante culpa. Por el contrario, Nuestro Señor Jesucristo, por ser verdadero Dios y verdadero hombre, era el único que podía expiar semejante culpa, pues, como Dios infinito que era, sus obras todas adquirían un valor infinito, y, como hombre que era, podía padecer, podía sufrir. Y así solamente Él podía redimirnos, o, en otras palabras, si Nuestro Señor no hubiera expiado nuestros pecados, si no hubiera pagado la deuda debida en justicia, muriendo por nosotros en la Cruz, estaríamos perdidos… sin posibilidad alguna de salvación. Todo esto, que acabamos de decir, es el aspecto de justicia de la Pasión, pues Nuestro Señor pagó la deuda que debíamos en justicia.

Y, como decíamos, está también el segundo aspecto de la Pasión: el amor. Pues, como recién decíamos, el amor que nos tiene lo movió a expiar nuestros pecados. Pues nosotros no podemos agregarle nada a Dios, que es perfectísimo, por muy santos que seamos, ni tampoco le quitamos nada por mucho que pequemos; en otras palabras, no es más Dios, si obramos bien, ni menos Dios, si obramos mal. Entonces, ¿por qué nos redimió, si no nos necesita? Por amor, para que, pagando Él nuestra deuda, pudiésemos nosotros salvar nuestras almas por la penitencia, y así llegar al cielo para formar parte de los que aman a Dios por toda la eternidad; para que llegásemos, en definitiva, a la felicidad plena y perfecta: a la visión beatífica, a la visión de la esencia de Dios en el cielo, si por su gracia —quiera Él— nos salvamos. Murió, en definitiva, para que pudiéramos salvarnos, para que no pereciésemos todos eternamente en el infierno. Pero, si bastaba una sola gota de sangre, como antes dijimos, ¿por qué tantos sufrimientos? ¿Por qué derramar toda su sangre? ¿Por qué padecer sufrimientos tan inauditos? Pues quiso sufrir tanto para mostrarnos su amor, para que no pudiésemos, por tanto, dudar de ese amor, y desesperar del perdón; también para que no pudiéramos dudar de la eficacia de su Pasión e infundirnos un enorme horror al pecado, que fue la causa de la muerte de todo un Dios.

Y queremos hacer una aclaración sobre estos dos aspectos de justicia y amor. Pues hoy en día el modernismo triunfante (herejía condenada por S. Pío X), nos puede hacer desviar o equivocarnos en esto. Porque el modernismo, al tratar de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, únicamente se enfoca en uno de esos dos aspectos, ignorando completamente el otro. Se enfoca exclusivamente en el aspecto del amor, e ignora, si no es que niega, el aspecto de la justicia. Los modernistas buscan negar la Cruz, el infierno, el pecado, digamos lo “negativo”; mientras que sólo se enfocan en lo “positivo”: resurrección, cielo, gloria, amor, etc. Ellos, en efecto, niegan lo que decíamos arriba, de que el pecado es, antes que nada, una ofensa a Dios; para ellos el pecado es simplemente algo contra el hombre mismo, ya contra sí mismo o contra su prójimo, pero algo contra Dios, no. Y así anulan el aspecto de justicia de la Pasión de Nuestro Señor, es decir, anulan esa deuda que debíamos los hombres en justicia, pues niegan que hubiera algo que reparar (ya que el pecado no es ofensa a Dios), sino que simplemente murió por amor, nada más. La muerte en la Cruz, dicen, fue por puro amor; nada de justicia, expiación, satisfacción, nada de eso. Esto es el llamado Misterio Pascual, el cual pone todo el enfoque, como decíamos, en lo “positivo”: en la resurrección, el cielo, el amor, ignorando por completo o minimizando lo otro: la Pasión, la Cruz, la justicia, la deuda, la reparación. Pero contra esto tenemos la Doctrina Católica que nos enseña los dos aspectos, dentro de la Pasión, de justicia y amor, perfectamente conjugados y complementados. Pues es el amor lo que mueve a Nuestro Señor a reparar la deuda debida en justicia por nuestros pecados, y, en la ejecución de esta obra reparadora de justicia, se manifiesta inefablemente el misterio del amor de Dios por nosotros.

¡Qué misterio, Dios mío! ¡Qué misterio el que améis de tal manera a los hijos de los hombres! Y nosotros, ¿qué hacemos al respecto?, ¿siquiera intentamos corresponder a tanto amor? Tristísimamente, no, no. Pues no cesamos de ofenderlo… ni le dedicamos el tiempo que se merece.

(Conclusión)

Para concluir queríamos entonces exhortarlos, queridos fieles, a meditar estas cosas, a meditar estos dos aspectos de justica y de amor. Meditar, por un lado, la deuda debida en justicia y pagada por Nuestro Señor, para que veamos la Santidad de Dios, que reclama que todo pecado sea expiado, para que esto nos mueva a hacer penitencia y a aborrecer todo pecado; y meditar también, por otra parte, el amor con que nos redimió, para penetrar, en la medida de lo posible, en el misterio del amor divino: ¿Cómo puede ser que Dios, que es todo, que es perfecto, que es infinitamente feliz en sí mismo, nos haya amado hasta el extremo de darnos a su Hijo Unigénito para que muriera por nosotros? ¿Cómo es posible que este mismo Hijo, que es Dios de Dios, igual en naturaleza, en perfección, en felicidad al Padre, nos haya amado tanto, que se haya encarnado para morir por nosotros derramando toda su sangre, para sufrir como nunca jamás nadie sufrió ni sufrirá? Y, lo peor de todo, ¿cómo es posible que sabiendo nosotros estas cosas, no nos entreguemos de lleno a Dios y nos convirtamos de todo corazón a Él? Meditemos, pues, estas cosas pidiéndole a la Santísima Virgen que nos ayude a comprenderlas.

Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.