La Tribulación.
(Domingo 30 de enero de 2022) P. Pio Vazquez.
Queridos fieles:
Nos hallamos hoy en el Cuarto Domingo después de Epifanía y tenemos en el Evangelio un milagro importante de Dios Nuestro Señor Jesucristo. En efecto, este milagro de calmar la tempestad es una prueba de su divinidad, de que es Dios, y que, por tanto, toda creatura, aun las inanimadas —como son el viento y el mar—, le obedecen y están sometidas a su imperio.
En este milagro tenemos, asimismo, significada la Iglesia —de la cual es figura la barca—, la cual desde su inicio hasta el día de hoy ha estado y está en un mar tempestuoso, en medio de una terrible tormenta de persecuciones y ataques de sus enemigos; en particular, el día de hoy en que vivimos la mayor Crisis que ha padecido la Iglesia: la Apostasía suscitada a partir y por medio del Concilio Vaticano II, que marcó el punto de inicio de una nueva religión, que no es la católica de todos los siglos, sino un catolicismo adulterado, falsificado, con falsas autoridades, falsos papas, que imponen esta nueva religión adulterada.
De igual manera, en este episodio y milagro de la vida de Nuestro Señor, está también representada el alma de cada uno. Pues nuestra alma es, podríamos decir, como una barquilla que se encuentra en el medio del mar del mundo, donde se suelen desatar terribles tormentas —tribulaciones, tentaciones y pruebas de todo género—, con gran peligro de anegar nuestra alma en el abismo del pecado, de la perdición.
Por tanto, quedándonos con esta segunda significación, nuestra intención hoy es hablar sobre las tribulaciones, sobre sus causas y frutos.
(Cuerpo 1: Causas de la Tribulación)
Antes que nada, dejemos claro que por tribulaciones entendemos los trabajos, las fatigas, el dolor, las enfermedades, las contrariedades, los disgustos, la adversa fortuna, las persecuciones, las tenciones, las sequedades y arideces en la oración y un largo etcétera; en definitiva, todo aquello que, de una u otra manera, atormenta nuestra alma.
Primeramente, veamos la causa de la tribulación.
Ésta es, en última instancia, el pecado.
a) En primer lugar, el pecado original. Pues no debemos olvidar que por él entró la muerte en el mundo (Rom. 5,12) y junto con ella todos los demás males: enfermedades, fatigas, trabajos, angustias, etc. ¿Qué son, si lo pensamos bien, las enfermedades sino un morir de a poco, un ir aproximándonos a la muerte?
b) En segundo lugar, los pecados actuales. En efecto, muchas veces o tal vez la mayoría de las veces, cuando sufrimos o padecemos algo, es por consecuencia de pecados que hemos cometido, como castigo de los mismos. Y, en verdad, si lo pensamos, cuántos males no se siguen de infringir las leyes divinas.
Pensémoslo un poco: Una gran parte de las enfermedades se siguen, por ejemplo, de la gula, de comer con exceso y también muchas otras de beber alcohol en demasía. Muchas otras enfermedades —y bastante desagradables, por cierto— se suelen seguir de caer en los desórdenes de la lujuria, en entregarse sin freno a los placeres de la carne. Consideremos también como el caer en los pecados de la ira, del rencor, del odio, llena a nuestras almas de desasosiego y falta de paz e intranquilidad. Hay muchos otros pecados que tienen como consecuencia caer en la infamia, terminar en la cárcel (un homicidio, por ejemplo); otros afectan incluso las capacidades intelectuales del alma, las drogas, por ejemplo. Muchas veces la pobreza no es sino efecto de pecados: de derroches del dinero en vicios, por ejemplo. Y así podríamos seguir con casi todos los pecados y viendo cómo muchas de nuestras cruces de hoy no son sino sus consecuencias.
c) En tercer lugar, los pecados ajenos. En efecto, hay ciertos pecados que se comenten en la sociedad por los cuales Dios castiga a la sociedad misma. No olvidemos que hay pecados que claman al cielo: matar al inocente, homosexualidad, defraudar el jornal al trabajador, entre otros. Evidentemente que los males que padecemos en nuestras naciones, y a nivel mundial, no son premios de Dios sino justos castigos a la apostasía reinante, a la impiedad en que está sumido el mundo de hoy.
(Cuerpo 2: Frutos de la Tribulación)
Sin embargo, la tribulación, cuando es aceptada y llevada con paciencia, trae consigo enormes bienes y frutos. Pues Dios por medio de la tribulación nos:
1) Corrige. En efecto, uno de los fines principales por los cuales Dios manda cruces y pruebas es para la conversión y enmienda del pecador; y, en este sentido, el mayor bien que —podríamos decir— Dios puede hacer a alguien que vive en pecado y apartado de Él es darle un buen palo, porque esto muchas veces mueve a la reflexión y por aquí muchas han comenzado y comienzan su conversión hacia Dios. Y, por el contrario, uno de los peores castigos que Dios puede hacer al pecador es no castigarlo, dejar que todo le salga bien, pues señal es de que está reservando el castigo para la otra vida.
2) Prueba. Efectivamente, el verdadero amor a Dios y fidelidad hacia Él se revela precisamente en el momento de la tribulación, en el momento de la tentación. Y por esto nos manda Dios las cruces también para poner a prueba nuestra fidelidad y amor hacia Él. De esto está llena la Sagrada Escritura: Abraham, ordenado a sacrificar a su hijo Isaac, ¡su propio hijo; el hijo de la promesa, de donde procedería toda su posteridad!; José, hijo de Jacob, varón santo y castísimo, vendido por envidia por sus hermanos como esclavo a los egipcios; Job, hombre de santidad sin igual, reducido a la más tremenda miseria por Satanás con la permisión divina; Tobías, lleno de buenas obras y caridades, probado con la ceguera, la pérdida de la vista. Y así podríamos seguir con los ejemplos de la Sagrada Escritura y las vidas de los Santos.
3) Alumbra nuestras almas: Con el conocimiento de nosotros mismos, pues en el momento de la tribulación, de la prueba, vemos nuestra nada, nuestra poquedad. En medio de la tentación vemos realmente de qué estamos hechos y a dónde iríamos a parar si no nos ayudara la misericordia del Señor. También nos alumbra con el conocimiento de Dios, pues la misma prueba nos hace —o fuerza— a recurrir a Dios, a pedir su auxilio, a invocarlo para pedir su amparo en medio de la adversidad.
4) Purifica. Dios a las almas santas, por medio de la tribulación y de las pruebas, las va purificando cada vez más y así haciéndolas crecer en santidad. Las poda para que den fruto cada vez más copioso y así acrisolar sus almas de las faltas y pecados veniales que todavía puedan tener o de la pena temporal que les haya podido quedar de pecados graves pasados.
5) Glorifica. Dios también por medio de las pruebas prepara a las almas que Él ha elegido un trono de gloria en el cielo. Y así, mientras más quiere glorificar un alma en la otra vida, tanto más la prueba en ésta. Pues a mayores cruces, mayor gloria en el cielo. Por esto María Santísima fue quien más sufrió en esta vida y después de ella San José y así con todos los grandes Santos. A quienes Dios ha elevado a mayor santidad, muchas más cruces les ha dado.
(Conclusión: Tribulación en los Buenos y en los Malos)
Esos son los frutos que la tribulación puede y debería sacar en nosotros; sin embargo, dichos frutos está supeditados a cómo recibimos las cruces, a cómo reaccionamos frente a la tribulación.
En efecto, si recibimos las cruces con paciencia, aceptándolas como justo castigo que merecemos por nuestros pecados, ofreciéndoselas a Dios y pidiendo su ayuda para sobrellevarlas, producirán en nuestras almas todos los frutos y efectos antedichos. Pero si, por el contrario, en vez de aceptar las tribulaciones como venidas de la mano de Dios, renegamos de ellas, nos quejamos y murmuramos y nos volvemos en contra del Creador por cuanto así nos atribula, no sólo no recibiremos ninguno de los frutos de que hemos hablado, sino que nos cargaremos con nuevos y más pecados.
Es tremendo, pues todos los seres humanos sufren, todos tienen cruces, todos padecen y, sin embargo, no en todos hay el mismo fin o efecto, sino que éste depende de las disposiciones del que padece. En efecto, dice San Agustín al respecto: “A pesar de que justos y malvados sufran un mismo tormento, con todo, no es una misma cosa la virtud y el vicio; porque así como con un mismo fuego resplandece el oro, descubriendo sus quilates, y la paja humea… así también una misma adversidad prueba, purifica y afina a los buenos, y a los malos los reprueba, destruye y aniquila; por consiguiente, en una misma calamidad, los pecadores abominan y blasfeman de Dios, y los justos le glorifican y piden misericordia…”1.
Por tanto, queridos fieles, ya que de fuerza, por razón de los pecados, hemos de sufrir y llevar nuestra cruz, llevémosla bien, con paciencia, para que sirva para nuestra salvación, para la vida eterna. Y, como esto no podemos hacerlo por nuestras propias fuerzas sino que necesitamos la gracia de Dios, hagamos como los discípulos y, en medio de la tempestad, en medio de nuestras tribulaciones y pruebas, clamemos a Jesús, Nuestro Salvador, diciéndole: “¡Señor, sálvanos, que perecemos!”, “¡Ayúdanos con tu gracia, que si no, naufragamos!”
Encomendémonos, asimismo, a María Santísima, la cual ha sido acertadamente llamada “estrella del mar”, “Stella maris”, para que ella, en medio de este mar tempestuoso en que vivimos, nos ayude guiándonos al puerto de la eterna salvación.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.
1 Cita vista en Verbum Vitae, La Palabra de Cristo, BAC, 2da Edición, Tomo II, Madrid, España, 1957, p. 558