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5° Domingo después de Pascua 2022

La Oración.

(Domingo 22 de mayo de 2022) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

Queridos fieles:

El día de hoy, Domingo Quinto después de Pascua, puesto que en el Evangelio tenemos las siguientes palabras de Dios Nuestro Señor Jesucristo: “En verdad, en verdad os digo: cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo concederá”, deseamos hablar sobre la oración, sobre la elevación del alma a Dios, diciendo unas palabras sobre su necesidad; las cualidades de que ha de estar revestida e insistir, finalmente, sobre el rezo del Santo Rosario.

(Cuerpo 1: Necesidad de la Oración)

Primeramente, digamos, pues, sobre la necesidad de la oración.
Ésta, en el estado actual de la economía de la salvación en que nos hallamos, es absolutamente indispensable si uno de veras desea salvar su alma; y esto debido al pecado original, el cual dejó nuestra naturaleza dañada, herida, de manera que, por un lado, hallamos en nosotros una gran dificultad para obrar el bien y practicar la virtud y, por otro, tenemos o sentimos dentro de nosotros, más o menos fuertemente, una serie de malas inclinaciones que nos llevan al mal, al pecado. Y es tal esta herida que llevamos que, dejados a nosotros mismos, esto es, si Dios no nos ampara y ayuda, estamos perdidos sin remedio; eso tengámoslo bien, pero bien, claro: Sin la ayuda de Dios, en el estado actual de cosas, no hay posibilidad de salvación para nadie.

Siendo esto así, Dios —que es la Bondad y Misericordia infinitas por naturaleza— nos ofrece su auxilio —lo que comúnmente llamamos con el nombre de gracia—, pero de ordinario con una condición: que le pidamos ese auxilio. Y esto se hace cabalmente por medio de la oración. Pues uno de los fines principales de ésta es precisamente pedir a Dios las gracias y auxilios que necesitamos. De donde podemos y debemos inferir que el que no eleva a Dios su alma por medio de la oración para pedirle esta ayuda, no la recibe; y no recibiéndola, sin duda sucumbirá y perecerá.

Por esto es que un alma que está totalmente apartada de la oración, que para nada o prácticamente nada reza a Dios, está llena de pecados graves y comete pecado tras pecado, empeorándose cada vez más su estado, porque carece del auxilio necesario.
Y, de hecho, esto que decimos, si cada uno lo examina bien, verá que es verdad y lo comprobamos con la experiencia, pues cuando andamos juiciosos con nuestras oraciones y devociones, con la oración de la mañana y de la noche, con el Santo Rosario diario, con la asistencia a Misa todos los domingos e inclusive algunos días entresemana, con la Confesión y Comunión frecuentes, solemos estar entonces llenos de vigor y bríos para todo lo bueno, repletos de buenos propósitos, mortificados, pacientes con el prójimo, luchando y venciéndonos incluso en los pecados veniales.

Y cuando, por el contrario, damos de mano a la oración, dejándola de lado y no rezando nada o prácticamente nada, vemos cómo nuestros pecados y faltas se multiplican a velocidades alarmantes, cómo nos llenamos de muchas y más tremendas tentaciones, cómo nos volvemos incapaces, no sólo de cumplir con la Caridad para con el prójimo, sino incluso con las normas más básicas de la educación. Y todo ello por no orar, por no elevar nuestras almas a Dios.
Por todo esto es que San Alfonso María de Ligorio llegó a decir —como ya se lo hemos dicho a ustedes en varias oportunidades— que “el que ora se salva y el que no ora se condena”. Así de sencillo; no hay vuelta de hoja. Si realmente llevo una vida de verdadera oración, salvaré mi alma; por el contrario, si mi vida brilla por la ausencia de oración, de manera que ésta sea nula o prácticamente nula, me condenaré.

(Cuerpo 2: Cualidades de la Oración)

Mas ahora pasemos a decir unas palabras sobre las cualidades que deben acompañar a la oración, para que ésta sea agradable a Dios y por tanto oída por Él. Pues muchas veces rezamos y no recibimos porque rezamos mal. Lo dice expresamente Santiago Apóstol en su Epístola; dice él literalmente: “Pedís y no recibís, porque pedís mal” 1.

Y así, nuestra oración ha de ser, entre otras cosas, humilde, llena de confianza y perseverante.

1) Humilde. La oración ante todo ha de estar revestida de humildad, pues de lo contrario no seremos oídos, según aquello de la Sagrada Escritura: “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes”. En efecto, no hay pecado o vicio que Dios deteste tanto como la soberbia, pues ella busca quitarle la Gloria que es para solo Él. Y así, la oración del soberbio —como la del Fariseo de la parábola—le es detestable y por tanto la rechaza.
Entonces, para que nuestras oraciones sean bien recibidas ante el acatamiento divino busquemos crecer en la humildad, y siempre que entremos en oración pensemos, por un lado, con quien hablamos y, por otro, quien es el que habla: esto es, la nada que se dirige a la Majestad Infinita; de modo que nos anonademos en la presencia divina y nos reconozcamos —pues en verdad lo somos— indignos de siquiera atrevernos a acercarnos a Él y mucho menos de recibir sus favores y gracias. Haciendo así, agradaremos inmensamente a Dios —como el publicano—, el cual se inclinará entonces a escucharnos y llenarnos de sus dones y bienes.
Y en este mismo sentido de ser humildes, si alguna vez no recibimos lo que pedimos —o en el modo que lo pedíamos o queríamos— no nos ensoberbezcamos, quejándonos contra Dios y reclamándole; no, sino ahondemos en la humildad, sabiendo, como decíamos hace un instante, que no merecemos recibir nada de Dios… sino castigos por nuestros pecados.

1 Santiago 4, 3.

2) Confianza. Asimismo, es muy importante que las oraciones que hacemos a Dios estén llenas de confianza, esto es, que las hagamos sabiendo que siempre seremos oídos y que recibiremos lo que pedimos o alguna otra gracia mejor y que nos es más conveniente.
Y aquí es preciso extendernos un poco más y dejar bien claro que cuando rezamos siempre es con fruto y provecho para nuestras almas; jamás es la oración infructuosa o inservible. Lo que pasa es que a veces (o muchas veces) aquello que pedimos no es lo mejor para nosotros ni lo que más nos conviene —aunque estemos convencidos de ello—, sino que incluso las más de las veces nos es hasta nocivo y dañino a nuestra salvación, y por eso Dios —que sabe más sin duda— no nos concede eso que pedimos, pero sí lo que Él ve que nos es conveniente; y por esto la oración no es sin fruto nunca.
Podemos poner una comparación que ilustra lo dicho: cuando pedimos a Dios algo que no nos conviene y que por tanto no nos lo otorga, es como si un niño pequeño de 5 años pidiera a sus padres que le dejen jugar con el cuchillo súper filoso de la cocina; los padres que saben que no le conviene, y que antes es peligroso y dañino al niño —pues se podría hasta matar—, no le dan cuchillo, por más que el niño llore, grite, patalee, convencido de que es lo que necesita… Y así obra Dios con nosotros… y nosotros con Él… somos como el niño de la comparación cuando Dios no nos da lo que Él ve que nos hará daño: nos quejamos, lloramos, pensamos que Él no se preocupa de nosotros… y es todo lo contrario.
Y así, como decimos, siempre que entremos en oración debemos saber que será con fruto para nuestras almas. “Pero, Padre, ¿y las personas por las que rezamos y que vemos que no cambian ni se convierten…?”. Allí sí es verdad que esa oración, respecto a ese prójimo por el cual rezamos, puede ser frustrada por éste, si él pone un óbice u obstáculo a la gracia de Dios, pero esa oración nos beneficia a nosotros por varios motivos —nos santifica, por ejemplo, por el acto de Religión y de Caridad— y además toda oración que hagamos por nosotros mismos siempre será eficaz, si está revestida de las condiciones apropiadas.

3) Perseverancia. Nuestras oraciones, asimismo, han de ser perseverantes, esto es, no hemos de contentarnos con pedir algo una o dos o tres veces, sino que hemos de porfiar e insistir en ello constantemente, indefinidas veces. Muchas veces difiere Dios lo que le pedimos para así probarnos y para que también después apreciemos mucho más lo que nos ha otorgado.
Y hemos de perseverar muy especialmente en nuestra petición cuando se trate de gracias espirituales, pidiéndolas todos los días, sin cesar, tales como el amor de Dios, crecer en la virtud, evitar el pecado, la perseverancia final. Ésta muy especialmente hemos de pedirla todos los días, pues no la podemos merecer con obra alguna; mas pidiéndola todos los días en la oración la podemos de algún modo merecer.

(Conclusión: El Santo Rosario)

Habiendo, pues, visto la gran necesidad de la oración y cómo ha de ser, digamos ahora brevemente algo sobre el Santo Rosario.
En efecto, es el Santo Rosario después de la Santa Misa la más poderosa de las oraciones que tenemos los católicos. Pues el Santo Rosario es una mezcla de oración vocal y mental. Vocal, pues está compuesto fundamentalmente de las oraciones vocales más perfectas y excelentes, cuales son el Padrenuestro —que nos enseñó Nuestro Señor mismo con sus propios labios— y el Avemaría —que fue pronunciado por el mismísimo Arcángel San Gabriel a María Santísima—. Mental, pues la recitación de los Padrenuestros y Avemarías va unida a la consideración de diversos misterios relativos a Dios Nuestro Señor Jesucristo y su Santísima Madre María Santísima.

Por esto el Rosario es una oración fundamental que no puede faltar en la vida de ningún católico serio. Si pretendo ser buen católico, crecer y llegar a la Santidad, pero sin rezar el Santo Rosario todos los días, es una farsa lo que estoy haciendo; el Rosario no puede faltar.
Además, el Santo Rosario diario es la salvación. No olvidemos lo que decíamos al comienzo: el que ora se salva, el que no ora se condena.
Siendo así, claro está que quien todos los días de su vida hasta su muerte rece el Santo Rosario alcanzará la salvación; imposible será que quien suplica todos los días María pidiéndole que ruegue por él en la hora de su muerte no sea asistido por ella en esos momentos.

Por tanto, analicémonos en nuestra vida de oración, pues de ella dependerá en última instancia nuestra salvación y si alguien todavía no reza todos los días el Santo Rosario, comience a hacerlo desde hoy.

Quiera María Santísima alcanzarnos la gracia de tener verdadero espíritu de oración.

Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.