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23° Domingo después de Pentecostés 2020

La Muerte.

(Domingo 8 de noviembre de 2020) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

Queridos fieles:
El día de hoy nos hallamos en el Domingo Vigesimotercero después de Pentecostés y, con motivo del fallecimiento de la niña que Nuestro Señor resucita en el Evangelio, quisiéramos hablar sobre la muerte que, junto con el juicio, el infierno y la gloria, es una de las cuatro postrimerías; ya que tratar y meditar sobre ellas es de mucho provecho: “acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás”, nos dice Dios en el libro del Eclesiástico1.
Vamos —con el favor de Dios— a desarrollar tres consideraciones sobre la muerte: 1) Todo acaba con la muerte, 2) certidumbre de la muerte e 3) incertidumbre de la misma.

1 Cap. 7, v. 40.

(Cuerpo 1: Todo acaba con la Muerte)

Y así, primeramente, hemos de considerar que todo se acaba con la muerte.
Todas las cosas de esta vida, todos los bienes de este mundo —que, en última instancia, se reducen a placeres, honras, riquezas—, todo ello, termina al llegar la muerte. Al venir ésta es preciso dejarlo y abandonarlo todo, incluso a los familiares y amigos más queridos del alma. Todo lo dejamos atrás; lo único que llevaremos al sepulcro será la pobre mortaja que cubrirá nuestro cuerpo sin vida que se convertirá en breve en pasto de gusanos…

Y así, todas aquellas cosas de este mundo o tierra por las cuales tanto nos afanamos y desgastamos, por las cuales nos angustiamos y estresamos en demasía, consumiendo así nuestras fuerzas y energías con menoscabo muchas veces de nuestra salud; todo ello, cuando llegue la muerte, vendrá a parar en nada… Esa casa que conseguí, el carro que compré, los ahorros que hice, tal diploma o doctorado o puesto importante de trabajo o de poder que, con tanto sudor y esfuerzo, adquirí… de todo ello me despojará la muerte inclemente: ¡Ni un solo peso, de todo lo que hayamos allegado, podremos llevar con nosotros al sepulcro! ¡Todo se lo llevará el viento y se desvanecerá en un momento!
Cuánto hayamos adquirido pasará a ser de otro… y, mientras tanto, nuestra alma irá a gozar durante toda la eternidad de Dios en la Gloria o a padecer tormentos horrendos e inimaginables por siempre jamás en el infierno… ¿a dónde irá, pues, nuestra alma?, ¿qué será de nosotros que solemos ocuparnos y trabajar solamente por las cosas de esta vil tierra…?

(Cuerpo 2: Certidumbre de la Muerte)

Y a esto hemos de añadir una segunda consideración: la certidumbre de la muerte.
En efecto, la única cosa cierta dentro de los bienes y males de esta vida es la muerte; sabemos por cierto que todos hemos de morir, que nadie puede escapar a esta fatal sentencia que pesa sobre todo el linaje de Adán. Cuando un niño ver por primera vez la luz, no sabemos si será afortunado en la vida: si será rico o pobre, de buena o mala salud, si le sonreirá el porvenir o no. Sin embargo, algo sabemos ya por cierto sobre ese niño que acaba de nacer: que día llegará en que habrá de morir.

Y así, aun si viviéramos cuántos años quisiéramos, será preciso que llegue un día, querámoslo o no, que será el último de nuestra vida… llegará un momento que lo será el postrer de nuestra existencia en esta tierra… Esto ha acontecido y acontecerá a todos los hombres. De todos los hombres que había sobre la tierra, cuando comenzó el pasado siglo, no queda ni uno solo… todos han pasado a la eternidad… y lo mismo acontecerá con todos los que vivimos ahora en el mundo entero: día llegará en que seremos arrebatados todos por la muerte; en que, ustedes que me escuchan y yo que les predico, no podrán escuchar ni yo predicar más…
En definitiva, es cosa certísima que, tarde o temprano, habremos de dejar esta tierra, que habremos de morir; que algún día nuestra alma se separará de nuestro cuerpo dejándolo sin vida; que día habrá que deberemos dejar placeres, riquezas, honores, amistades… en que pasaremos a gozar eternamente en la Gloria o sufrir sin fin en el infierno, sin que haya término medio…

(Cuerpo 3: Incertidumbre de la Muerte)

Finalmente, podemos añadir una tercera consideración a todo lo anterior: la incertidumbre de la muerte. En efecto, no hay cosa tan incierta como la muerte, pues ignoramos el tiempo, modo y circunstancias como se verificará la misma.
Sabemos por cierto, como hemos dicho, que hemos de morir, pero desconocemos cuándo: no tenemos idea si la muerte llegará en 70, 40, 20 ó 10 años… si nos arrebatará en la infancia, en plena flor de la edad, en la edad madura o en la vejez… o si llegará hoy mismo para arrancarnos de la tierra de los vivientes… Solemos imaginarnos la muerte como muy lejana, pero ella puede llegar en cualquier momento; en efecto, ¿cuántos el día de hoy, en el mundo entero, no han muerto ya, o morirán, sin haberlo esperado ni imaginado siquiera?
Además, no sabemos cómo sucederá o acontecerá nuestra muerte: ¿moriré de vejez, apaciblemente, o pasaré a la otra vida tras de una larga y dolorosa enfermedad?, ¿estaré rodeado y acompañado de mis seres queridos o moriré solo y abandonado de todos, como sucede muchas veces en los hospitales, en la UCI?, ¿podré confesarme y recibir los últimos sacramentos o pereceré, sin haberlo visto venir ni prepararme, en algún accidente o asalto a manos de malhechores, o será que me acuesto a dormir y no amanezco, como a acontecido a muchos…?, y si ello sucede, ¿qué será de mi alma en la eternidad?; si muero hoy, ¿qué será de mí?

(Conclusión)

“Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás”. Si los hombres pensasen y meditasen estas cosas, estas verdades —puesto que lo son—, ¿quién habría que pudiera vivir mal, en pecado mortal, con el gravísimo peligro de condenación para su alma? De donde vemos que, si la mayoría de los hombres viven mal, es por no considerar estas cosas, por no pensar ni reflexionar sobre esto; el profeta Jeremías dice: “desolada está la toda tierra, porque no hay quien medite en su corazón”2.

Por tanto, ¿queremos convertirnos de todo corazón a Dios, abandonar el pecado mortal?, ¿queremos dejar ya atrás nuestra tibieza, nuestra flojedad en el servicio de Dios y emprender en verdad el camino de la santidad? Meditemos; pensemos, particularmente, sobre la muerte. Pensemos siempre todos los días que ése podría ser nuestro último día; en todas nuestras obras, pensemos que podría ser la última que realicemos.
Si somos tentados a cometer pecado mortal, pensemos que podría ser nuestro último día, que podríamos morir a poco de cometer el pecado y condenarnos… Si sentimos pereza y tedio de rezar —el Santo Rosario, por ejemplo— pensemos que podría ser el último que recemos, y hagámoslo entonces con fervor y devoción. Si pudiera ir a Misa pero me da pereza hacerlo, reflexionemos que podría ser nuestra última oportunidad de asistir a una Santa Misa. Y así podemos discurrir en todas las cosas para sacar bríos y fuerzas para obrar con diligencia.

Pidamos a María Santísima nos dé la gracia de poder tener este pensamiento siempre presente en nuestro espíritu, para que todas nuestras obras sean realizadas siempre con la mirada puesta en la eternidad.

Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.

2 Cap. 12, v. 11.