Resurrección del joven de Naím.
(Domingo 2 de septiembre de 2018) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
Hoy, Decimoquinto domingo después de Pentecostés, la Santa Madre Iglesia propone a nuestra consideración un milagro de Dios Nuestro Señor Jesucristo; milagro en el que resucita el hijo único de una madre viuda1.
Muchas cosas pueden ser consideradas y meditadas en este milagro de Nuestro Señor. Por eso, nuestro deseo es poner ante vuestra consideración el significado o algunos de los significados que están escondidos detrás de estos hechos históricos: el llamado sentido alegórico.
(Cuerpo 1: Quién es el difunto y quién la viuda)
Primeramente, leemos en el Evangelio:
“Iba Jesús a una ciudad llamada Naím, e iban con Él sus discípulos y una gran muchedumbre. Al acercarse a la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda, e iba con ella gran acompañamiento de gente de la ciudad”.
(1) En primer lugar, debemos considerar quién es representado por el difunto, por este difunto que es llevado fuera de la ciudad. San Beda el Venerable nos dice al respecto:
“El difunto que se levantó a la vista de muchos fuera de las puertas de la ciudad, representa al hombre adormecido por la obra funesta de mortales culpas y que no oculta la muerte de su alma en el escondrijo del corazón, sino que la exhibe a noticia de muchos por sus palabras y obras como por puertas de una ciudad”2.
Por tanto, según nos está diciendo San Beda, el difunto aquí representa al pecador que por sus palabras y obras muestra su muerte espiritual a los demás; es decir, en este difunto está representado el pecador público. Y muy acertadamente dice San Beda que está adormecido, pues ése es uno de los efectos de vivir pecando sin enmendarse: la ceguera del espíritu y el endurecimiento del corazón, que es lo mismo que estar adormecido, y esto termina produciendo finalmente la obstinación en el pecado, que es uno de los pecados contra el Espíritu Santo.
Y si comparamos el estado del alma aquí representada por este difunto con el estado del alma representada por los diez leprosos y por el sordomudo, de los cuales hemos hablado en anteriores prédicas, podemos ver que su estado es peor que el de ellos, porque los diez leprosos y el sordomudo estaban simplemente enfermos y podían, por tanto, pedir por sí mismos o por medio de otros la salud; pero aquél no está enfermo sino muerto… Por tanto, no puede pedir por sí, ni tampoco piden por él los demás… está muerto.
Podríamos decir que el alma representada aquí es un alma perdida, tan es así que la llevan ya al sepulcro: sólo falta que sea enterrada, esto es, que muera y sea sepultada en el abismo por toda la eternidad…
Entonces es cuando hace su entrada Nuestro Señor. Sin que le pidan ni lo llamen Él llega. Él sabía por supuesto que se encontraría con esa pompa fúnebre, con esa triste y conmovedora escena. Por lo cual vemos que Dios, por pura misericordia, algunas veces toma la iniciativa en la conversión del alma, sin que nadie se lo haya pedido.
(2) Debemos considerar asimismo quién o qué es representado por esta madre viuda. El mismo San Beda el Venerable3 nos dice que en esta viuda está representada la Iglesia, —de la cual somos todos hijos—, la cual llora torrentes de lágrimas por sus hijos difuntos, esto es, por todos los católicos que se hallan en pecado sin enmendarse, por todos aquellos que están siendo llevados al sepulcro, esto es, al infierno por sus pasiones, por sus pecados, por sus vicios. Ella ruega sin cesar por ellos.
(Cuerpo 2: Misericordia y Poder de Nuestro Señor)
Ahora volvamos nuestra atención sobre la escena de este milagro, sobre lo que ocurría, pues allí vemos brillar dos cosas distintas en Dios Nuestro Señor Jesucristo: su misericordia y su poder.
Primeramente, se nos presenta su misericordia.
En efecto, vemos dos grandes multitudes que se encuentran: una seguía a la Vida, esto es, a Nuestro Señor y otra a la muerte, acompañando al difunto que era llevado fuera de la ciudad. Nuestro Señor acababa de curar al siervo del centurión4 y venía de allí, por lo cual la turba que lo seguía estaría alborozada. Por el contrario, la turba que seguía al difunto estaba conmovida: era un cortejo fúnebre, que acompañaba a una desconsolada y sufriente madre que en su dolor iba vertiendo torrentes de lágrimas.
1 San Lucas 7, 11-16.
2 Catena Áurea, Tomo IV, Santo Tomás de Aquino, Cursos de Cultura Católica, 1948, Buenos Aires, Argentina, p. 168-169.
3 Ibídem.
4 San Lucas 7, 1-10.
por tanto, desamparada, condenada a consumirse en la más abyecta miseria y pobreza. Los huérfanos y viudas, en ese entonces, eran los más vulnerables; eran el símbolo de la pobreza.
Y Nuestro Señor al verla se conmueve; el dicho en latín es hermosísimo: “misericordia motus super eam”. Por lo cual podemos ver que Nuestro Señor no es indiferente ante nuestro sufrimiento. Antes bien, leemos en el Evangelio:
“cuando la vio el Señor, movido de misericordia por ella, le dijo: no llores”.
No llores, le dice. ¿Por qué le diría esto, si no fuese porque iba a obrar el milagro? De donde vemos que, en esas dos palabras “no llores”, estaba dando a entender el milagro que iba a realizar. En efecto, continúa el Evangelio, diciendo:
“Y se acercó y tocó el féretro. Y los que lo llevaban se detuvieron. Dijo entonces: Joven, a ti te digo, levántate. Y se sentó el muerto y comenzó a hablar. Y le entregó a su madre”.
Y aquí podemos admirar la segunda cosa que decíamos hace unos momentos: el poder de Dios Nuestro Señor Jesucristo. No solamente en el milagro en sí, resucitar un muerto, —lo cual únicamente puede ser realizado por Dios, sea directamente por sí, sea por algún ministro—; sino también por el modo de obrarlo: una simple orden. No hace ninguna plegaria, ni nada extravagante, por decirlo así. Lisa y llanamente le dice: Joven, a ti te digo, levántate. Esta única orden y resucita.
Aquí, de hecho, nos está dando una prueba de su divinidad, de que es verdadero Dios, por el imperio que muestra tener sobre la muerte, como en la resurrección de Lázaro.
Aquí está asimismo representada, místicamente, la eficacia de la gracia de Nuestro Señor. Si Él quiere convertir a alguien, lo hace; y puede hacerlo en un instante: pensemos, por ejemplo, en la conversión de San Pablo, lo rápido y “radical” de esa conversión.
Cómo pasó de ser un terrible perseguidor de la Iglesia a ser Apóstol de Cristo, y a tan alta altura que se lo nombra siempre junto a San Pedro como columna de la Iglesia.
(Conclusión)
Y termina el Evangelio del día, diciendo:
“Sobrecogió a todos un gran temor, y glorificaban a Dios diciendo: ¡Un gran profeta ha surgido entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo!”.
Es decir, veían claramente, gracias a los milagros, que Nuestro Señor era, por lo menos, un hombre de Dios. De donde se ve cuán grave e inadmisible fue el posterior rechazo que hicieron de Él.
Por tanto, queridos fieles, para concluir queríamos invitarlos a meditar este milagro; a que reflexionen sobre las enseñanzas aquí contenidas, para que sigan el ejemplo de Dios Nuestro Señor y lo imiten, compadeciéndose de los que están necesitados, de los que sufren, ayudándolos en la medida de sus posibilidades.
Asimismo, llenémonos de confianza en el poder de Nuestro Señor, en el poder de su gracia. Si muchas veces sin que nadie se lo pida se adelanta Él a hacer el milagro, a realizar la conversión, ¡cuánto más si se lo pedimos nosotros con sencillez y confianza! Por tanto, no nos desanimemos por aquellos que amamos que están alejados de Dios; antes bien sigamos pidiendo por ellos, por su conversión.
La Santísima Virgen María nos ayude a meditar todas estas cosas.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.