Invención de la Santa Cruz
(Domingo 3 de mayo de 2020) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
El día de hoy nos hallamos en la Fiesta de la Invención de la Santa Cruz, es decir, estamos celebrando el hallazgo de la Cruz donde Dios Nuestro Señor Jesucristo murió para la Redención del Género Humano.
Nuestra intención hoy, por tanto, es hablar de cómo se encontró la Santa Cruz y sobre la cruz propia que todos debemos llevar.
(Cuerpo 1: Hallazgo de la Cruz)
Comencemos, primeramente, recordando cómo ocurrió el hallazgo de la Santa Cruz.
Éste se verificó en tiempo del Emperador Constantino. Este emperador fue el que tuvo la famosa y conocida aparición en la cual vio una Cruz en los cielos junto con estas palabras: “In hoc signo vinces”, “con este signo vencerás”, antes combatir contra su rival Majencio en la famosa batalla del Puente Milvio. Armado, pues, Constantino junto con sus soldados con la señal de la Cruz, venció a su enemigo y quedó como Señor de todo el Occidente del Imperio Romano; esto ocurría el año 312. Por lo cual, en acción de gracias al único Dios verdadero, que le había concedido la victoria, Constantino puso fin a las persecuciones contra la Iglesia por medio del Edicto de Milán (año 313), inaugurando así un nuevo período para la Iglesia, período de paz después de tres siglos de cruel persecución…
Y en este contexto de paz es cuando se realiza el descubrimiento de la Santa Cruz, cuyo paradero había quedado prácticamente en el olvido durante tres siglos debido a las persecuciones. Mas, Dios en su misericordia había determinado revelar y entregar al mundo tan preciosa reliquia. Para la cual misión destinó la Providencia a Santa Elena, madre de Constantino. Ella, en efecto, recibió en sueños la inspiración de parte de Dios de ir a Jerusalén y de buscar la Santa Cruz. Y así, el año 326, contando aproximadamente 80 años de edad, 14 años después de la victoria obtenida por su hijo Constantino por la señal de la Santa Cruz, Santa Elena emprendió el viaje a Jerusalén.
Apenas llegada allí, se reunió con los más ancianos de la ciudad para averiguar dónde, según la tradición de sus padres, se hallaría el precioso instrumento de la salvación del mundo. Le indicaron un lugar al pie del Monte Calvario. Mas no fue posible iniciar inmediatamente la búsqueda, pues los paganos, en odio a la Fe habían tiempo atrás, no sólo colocado una estatua de la falsa diosa Venus en la cima del Monte Calvario, sino que además habían llenado de piedras y escombros el Monte y sus alrededores, para evitar que allí cebaran su piedad los cristianos.
Por tanto, nuestra Santa derribó la execrable estatua de Venus —como también otra de Júpiter colocada en el lugar del Santo Sepulcro— y se dieron a remover las piedras y escombros. Hecho lo cual comenzaron las excavaciones, que se realizaron con entusiasmo y prontitud, por lo cual no tardaron en hallar lo que tanto deseaban. En efecto, en el fondo de una cisterna, hallaron tres cruces, junto con los clavos que habían perforado manos y pies de Nuestro Señor, así como la inscripción que Pilatos colocó sobre Nuestro Señor. Sin embargo, no era posible diferenciar entre una cruz y otra, por lo cual no había forma de saber cuáles eran las de los dos ladrones y cuál la Santa Cruz sobre la cual había muerto el Salvador.
Mientras estaban en esta duda, el obispo de Jerusalén, que era un Santo llamado Macario, mandó se hiciesen públicas rogativas y oraciones a Dios, para pedir de Él la gracia de saber cuál era la Cruz Verdadera. Y así, mientras se hacían las dichas oraciones, Dios reveló a San Macario la forma como habían de identificar la Cruz donde murió el Salvador: le inspiró que llevasen las tres cruces a una noble dama de la ciudad, que a la sazón se hallaba en extremo enferma y a las puertas de la muerte. Cuando esto hubieron hecho, aproximaron primero una cruz y después otra, sin que hubiera el menor cambio en la mencionada mujer. Mas, apenas acercaron la tercera Cruz, quedó ella perfectamente sana de su enfermedad; con lo cual era manifiesto cuál era la Verdadera Cruz en que Dios Nuestro Señor Jesucristo había muerto para redimir a los hombres.
Sin duda que el gozo de Santa Elena y de San Macario, Obispo de Jerusalén, junto con toda la ciudad, sería indescriptible: ¡Cómo festejarían semejante hallazgo! ¡Cómo se alegraría toda la Cristiandad, cuando llegó a todos lados la noticia de que la Santa Cruz había sido encontrada! Y la Iglesia, a fin de perpetuar este santo gozo y alegría en el correr de los siglos, instituyó la Fiesta de la Invención de la Santa Cruz, que estamos celebrando hoy.
(Cuerpo 2: Llevar la Cruz)
Hecha esta breve relación de la Invención de la Santa Cruz, pasemos ahora a tratar del importante tema de la cruz en nuestras vidas, si bien en otras ocasiones ya lo hemos hecho, pues es un tema en verdad muy importante, que nos es de mucho provechoso recordar con frecuencia.
Comencemos afirmando que la vida de todos los hombres está marcada por la cruz, esto es, por el sufrimiento. No hay nadie que pueda escapar de él: Todos, ricos y pobres, grandes y pequeños tienen su propia cruz, tienen sus sufrimientos, angustias, pruebas, tribulaciones…
Esta verdad cada uno la puede comprobar en sí, con tan sólo mirar su vida y ver qué de cruces y tribulaciones no ha tenido o tiene actualmente: enfermedades, accidentes, seres queridos perdidos, daños en la hacienda, en los bienes, angustias, preocupaciones, miedos, aridez en la oración, sequedades, etc., etc.
La cruz es, pues, ineludible. La cuestión está en cómo llevamos la cruz, en cómo reaccionamos ante el sufrimiento, ante la tribulación. En efecto, la cruz podemos cargarla o arrastrarla. La cargamos, cuando la aceptamos y nos conformamos con ella como venida de la mano de Dios, sacando así mucho fruto para nuestras almas. Por el contrario, la arrastramos cuando, en vez de resignarnos a ella, nos quejamos y murmuramos, llegando a veces al atrevimiento de pedir cuentas a Dios (!); todo lo cual hace mucho más pesada la cruz y sin fruto.
A este propósito es muy ilustrativo traer a la mente el Calvario. Allí había tres crucificados: Dios Nuestro Señor, el Justo por los pecadores, el Inocente por los culpables, y dos ladrones, uno a su derecha y otro a su izquierda. Uno de ellos, el Buen Ladrón, aceptando su cruz como castigo de sus pecados, la ofreció a Dios en satisfacción de los mismos, lo cual le valió la salvación, la vida eterna. El otro, el mal ladrón, no aceptando ni resignándose a la cruz, se quejaba y murmuraba, y aun blasfemaba contra Nuestro Señor injuriándolo, por lo cual fue digno de mayor castigo y del suplicio de la cruz pasó a los tormentos eternos… Y así con la cruz, o nos salvamos, o nos condenamos. La elección es nuestra, pues depende de cómo llevemos la cruz.
Y es importante que tengamos esto muy en mente y que lo meditemos asiduamente, pues muchas de nuestras inconformidades con la voluntad divina en el sufrimiento y, por tanto, muchos de nuestros pecados y faltas, proceden de no estar compenetrados de esta verdad del sufrimiento que decimos, de cómo él es necesario para alcanzar la salvación.
Por lo cual, para mejor llevar nuestra cruz, veamos ahora unas consideraciones que nos ayuden a ello, que nos hagan ver los beneficios que trae consigo el sufrimiento aceptado por amor a Dios
1) Primeramente, por la cruz nos asemejamos a Dios Nuestro Señor Jesucristo, cuya vida no fue sino un sinfín de trabajos, culminados con su Pasión y Muerte. La vida de todo católico, en suma, debe resumirse en imitar a Cristo, ser semejantes a Él. Ahora bien, mientras más padezcamos por amor a Dios, tanto más lo imitaremos, asemejándonos a Él.
2) En segundo lugar, la cruz es un medio excelente de expiar y hacer satisfacción por nuestros pecados. Todos, quien más, quién menos, nos hemos mancillado con el pecado. Por lo cual es necesario que hagamos penitencia para limpiar nuestras almas. Ahora bien, la mejor manera de purificar nuestras almas y lavarlas de las manchas del pecado, la “mejor penitencia” es aceptar, por amor a Dios, las cruces que Él nos envía y ofrecerlas. Mientras más nos conformemos con la Voluntad de Dios en el sufrimiento, más purificaremos nuestras almas.
3) En tercer lugar, además de limpiar nuestra alma, por la cruz cobramos fuerzas para evitar el pecado en lo sucesivo. En efecto, una de las formas de evitar las caídas es la mortificación de nuestra carne, de nuestros sentidos. Mientras más practiquemos la mortificación y privación, más fuerzas cobrará nuestro espíritu para vencer las tentaciones. Ahora bien, la cruz que Dios nos envía supone —si la aceptamos por amor a Él— una mortificación enorme de nosotros mismos, particularmente de nuestra voluntad propia. Por lo cual, la cruz nos ayuda a no recaer en el pecado.
4) En cuarto lugar, la cruz es una fuente inmensa de méritos y gloria. Pues Dios, por supuesto, no dejará de premiar el que aceptemos y llevemos con amor las cruces que nos envía. En efecto, los santos que más gloria han alcanzado en el cielo, son los que más cruces y sufrimientos han padecido, ¡y vaya si no sufrieron los santos! Por lo cual, mientras más nos asemejemos a Nuestro Señor en sus padecimientos, tanto más semejantes seremos a Él después en la gloria, cuando sea la Resurrección de los muertos.
5) En quinto lugar, los padecimientos sirven para desapegar nuestro corazón de esta miserable tierra. Nuestra voluntad, por nuestra naturaleza caída, tiende a aficionarse a esta tierra y a las cosas de ella, riquezas, placeres, bienes, personas, etc. Pero Dios, con la cruz, hace que veamos que todo ello es efímero y caduco, incapaz de satisfacer plenamente nuestro corazón. Y así hace que elevemos la mirada a nuestra verdadera patria que está en el cielo, donde hay paz y felicidad eternas, gozo absoluto sin mezcla de sufrimiento alguno, al contrario de esta tierra que es un valle de lágrimas.
Estos son tan sólo algunos de los beneficios que trae consigo la cruz bien llevada, por lo cual procuremos meditarlos para así cobrar fuerzas y ánimo para llevar nuestra cruz y saber ofrecer a Dios Nuestro Señor nuestros sufrimientos y padecimientos.
(Conclusión)
Pidamos pues, queridos fieles, en este día de la Invención de la Santa Cruz a Dios Nuestro Señor la gracia de saber llevar nuestra cruz, que por nuestra flaqueza vaya si nos cuesta. Siempre que el desánimo y desaliento nos tienten en nuestros padecimientos, volvamos inmediatamente nuestra mirada a Dios Nuestro Señor, al Calvario, refugiándonos en Él para alcanzar fuerzas.
Nunca olvidemos el ejemplo que Dios Nuestro Señor nos dio en su Pasión, en el Huerto de Getsemaní, de cómo oraba en medio de esa tristeza mortal que lo acongojaba, “mi alma está triste hasta la muerte”1; hagamos lo mismo nosotros, cuando en medio de la tribulación sintamos que no podemos más y venga la tristeza a quitarnos los ánimos y fuerzas, oremos a Nuestro Señor, hagamos oración, para conseguir de Él las fuerzas necesarias para continuar sin desfallecer, para saber ofrecer todo a Dios.
Quiera la Santísima Virgen María, Madre de Dios, que en todos sus sufrimientos tuvo una perfecta resignación y conformidad con la voluntad divina, alcanzarnos la gracia de llevar nuestras cruces con provecho, para que sirvan a la vida eterna.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez
1 San Mateo 26,38