Hijos de Dios.
(Domingo 10 de julio de 2022) P. Edgar Díaz.
Ir a descargar1 Pedro III, 8-15 – San Mateo V, 20-24 – Padre Edgar Díaz
“Yo creo, Señor; ¡Fortalece mi fe! Yo espero, Señor; ¡Consolida mi esperanza! Yo os amo, Señor; ¡Inflama mi amor! Yo me arrepiento, Señor; ¡Aviva mi dolor!» Para que verdaderamente seamos herederos de las bendiciones San Pedro nos enseña a comportarnos como hijos de Dios: “Sed todos de un mismo sentir, compasivos, amantes de los hermanos, misericordiosos, humildes… No devolváis mal por mal… sino por el contrario, bendiciendo; ya que a esto habéis sido llamados, a poseer en herencia la bendición” (1 Pedro III, 8-9).
La bendición es la vida eterna de Cristo. Los hijos de Dios son los que recibirán esa bendición pues siempre obran impulsados por el Espíritu de Dios. Son los que bendicen a Cristo en el Santuario de sus corazones: “Santificad a Cristo como Señor en vuestros corazones, y estad siempre prontos a dar respuesta a todo el que os pidiere razón de la esperanza en que vivís” (1 Pedro III, 15).
Siempre prontos a dar respuesta de nuestra fe y de nuestra esperanza. Para ello es necesario estar bien preparados en la doctrina y en el conocimiento de la Revelación y de las Profecías, “de modo que nuestra fe sea también esperanza en Dios” (1 Pedro I,21), preciosa observación de San Pedro, que indica que se ama lo que se cree que es bueno, y que por tanto, se lo espera con ansia.
En lo que respecta a la fe, “ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”, asevera San Jerónimo.
En cuanto a la esperanza, se trata de la esperanza del glorioso advenimiento de Cristo, “que está a punto de manifestarse en (este) último tiempo” (1 Pedro I,5), evento que Jesús llama “nuestra redención” (cf. San Lucas XXI, 28), expresada así en el Credo: “ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos”.
Primero es doctrina, o sea, conocimiento y fe; segundo es profecía, o sea, esperanza y deseo vehementísimo, ambicioso anhelo de unión que quisiera estar soñando en ello a toda hora, y que con solo pensar en la felicidad esperada, nos anticipa ese gozo tanto más eficazmente cuanto mayor sea el amor. Por lo tanto, nuestra fe, que es lo primero en el orden de nuestro amor a Dios, dice, en el Séptimo Artículo del Credo, que al fin del mundo, Jesucristo, lleno de gloria y majestad, vendrá del cielo para juzgar a todos los hombres, buenos y malos, y dar a cada uno el premio o el castigo que hubiere merecido.
Por “fin del mundo” se debe entender el fin de las cosas así como las conocemos hoy. La venida de Cristo no es para destrucción sino para rectificación y reordenación de todas las creaturas según el verdadero sentido querido para ellas por Dios Padre.
El fin del mundo es, entonces, el inicio del Reino de Dios sobre la tierra, a partir de la Parusía de Nuestro Señor Jesucristo, el cual durará sobre la tierra el tiempo señalado en el Apocalipsis como “mil años” (cf. Apocalipsis XX, 2-6).
Al final de dicho tiempo sucederá lo que nuestra fe llama el Juicio Universal.
En el Juicio Universal será grandísima la confusión de los malos, mayormente la de aquellos que oprimieron a los justos o procuraron en vida ser estimados como hombres buenos y virtuosos, pero que en realidad fueron fariseos, falsificadores de la religión, al ver descubiertos a todo el mundo los pecados que cometieron, aun los más secretos.
Entonces, los condenados quedarán desconcertados y dirán de los herederos de la bendición: “Mirad cómo son contados en el número de los hijos de Dios, y cómo su suerte es estar con los santos” (Sabiduría V, 5).
Serán contados entre los santos, desde el momento de la Parusía, “porque Dios tiene puestos los ojos sobre (ellos) (los santos), y está pronto a oír sus súplicas” (1 Pedro III, 12), es decir, Dios tiene puesto sus ojos solo sobre aquellos que luchan por superar la justicia de los escribas y fariseos, como nos lo pide hoy Nuestro Señor Jesucristo (cf. San Mateo V, 20).
En la Epístola a los Tesalonicenses San Pablo nos da la clave para ser contados entre los justos sobre los cuales pone Dios sus ojos: “orad sin cesar” (1 Tesalonicenses V, 17).
“Orad sin cesar”—enseña San Agustín—significa mantenerse incesantemente en la presencia y el amor de Aquel cuyo culto máximo es nuestra fe, nuestro amor, y nuestra esperanza.
“Orad sin cesar”, porque hay enemigos que quieren despojarnos de nuestro amor a Dios. Hay “guardias que hacen la ronda por la ciudad” (Cantar de los Cantares III, 3), y cuando estos guardias nos encuentran, nos golpean, nos hieren, y nos quitan el manto (cf. Cantar de los Cantares V, 7), explica el Cantar de los Cantares.
Estos guardias son los “sabios y prudentes” (San Lucas X, 21) del mundo, a quienes es inútil preguntarles dónde está Dios, pues, para ellos Dios no es un Padre, y viven como si no existiese (Cantar 8,7).
Toda nuestra vida debe mantenerse en la presencia de Dios, para no darle disgustos a Dios, quien nos pide de manera absoluta que no tengamos doblez. Toda la Biblia muestra como mucho más abominable a Dios la falsa religiosidad y el fariseísmo que los extravíos de los pecadores.
Esta idea fue pedagógicamente usada en el Antiguo Testamento: “Guardad mis mandamientos. No hagas que tus animales se mezclen con los de otra especie. No siembres tu campo con dos clases distintas de semillas. No lleves vestido tejido de dos clases de hilo” (Levítico XIX, 19), prohibiciones que recordaban al pueblo israelita la misión de mantenerse puro y no mezclarse con otros pueblos, enseña Santo Tomás de Aquino.
“No vistas ropa tejida de lana mezclada con lino” (Deuteronomio XXII, 11), lo cual expresa sobremanera el horror que tiene Dios por las mezclas, pues toda mezcla es algo anormal, como lo que ocurre de manera especialísima cuando la fe se ve contaminada con la herejía y el error.
“No os juntéis bajo un yugo desigual con los que no creen. Pues ¿qué tienen de común la justicia y la iniquidad? ¿O en qué coinciden la luz y las tinieblas? ¿Qué concordia entre Cristo y Belial? ¿O qué comunión entre el que cree y el que no cree?” (2 Corintios VI, 14-15), nos advierte San Pablo del peligro de contaminarse con la herejía y el error.
“Y qué transacción entre el templo de Dios y los ídolos? Pues templo de Dios vivo somos nosotros” (2 Corintios VI, 16), nos exhorta San Pablo, pues teniendo nosotros una intimidad con Dios, y siendo ya presente en nuestra alma la habitación de Dios, debemos con toda repugnancia alejarnos de toda contaminación con la falsedad, la herejía y el error, la falsa y nueva religión gestada en el Vaticano.
Es ésta la razón por la que Jesús nos pide que nuestra justicia sea mayor que la de los escribas y fariseos (cf. San Mateo V, 20). Nos está diciendo que nuestra religión no debe ser falsa, como la de los escribas y fariseos de su tiempo.
La justicia de los escribas y fariseos había perdido la esencia de la religión, la cual debe estar arraigada en el interior, en el corazón. Sus actos externos no se correspondían con su interior. Tenían el corazón pervertido; no amaban la verdad, ni a Dios; y a esto le llamaban religión.
Nosotros, pues, debemos superar el comportamiento farisaico, pues la impureza en la religión es un materialismo grosero, un sacrilegio que deshonra los miembros de Cristo, una degradación del propio cuerpo, una profanación que viola el templo del Espíritu Santo, una injusticia que desconoce los derechos de Cristo sobre nosotros.
Hay enemigos solapados entre nosotros que quieren despojarnos. Hay muchos “guardias que hacen la ronda por la ciudad” (Cantar de los Cantares III, 3), como lobos rapaces oliéndonos para devorarnos, dejándonos en tinieblas de ignorancia, y maltratándonos con su enojo y continuamente llamándonos “racá” y “necios” (San Mateo V, 22).
Estos merecerán “que el juez les condene” y “que la asamblea les condene” y “serán reos del fuego del infierno” (San Mateo V, 21-23). Son los que nos maldicen con “su lengua de mal y sus labios de palabras engañosas” (1 Pedro III, 10) y son aquellos sobre quienes “el rostro del Señor está contra (ellos que) obran el mal” (1 Pedro III, 12).
San Pedro bien nos advirtió que “en los últimos días vendrán impostores burlones, que viven según sus concupiscencias” (2 Pedro III, 3), que vendrán a devorarnos, como “guardias que hacen la ronda por la ciudad” (Cantar de los Cantares III, 3). Estos nos dirán: “¿Dónde está la promesa de su Parusía?» (2 Pedro III, 4). “Se les escapa—dice San Pedro—porque así lo quieren” (2 Pedro III, 5), esto es, porque no se dan el trabajo de estudiar con rectitud la Palabra de Dios.
“No les tengáis miedo, ni os aflijáis por eso—nos aconseja hoy San Pedro. Por el contrario, bendecid a Nuestro Señor Jesucristo en el santuario de vuestros corazones” (1 Pedro III, 14-15)
Diles como dice el Señor: “No se diferirá ya ninguna de mis palabras; la palabra que Yo dijere se cumplirá” (Ezequiel XII, 28). El Señor nos anuncia así la proximidad del cumplimiento de su venida, y a esto debemos aferrarnos con uñas y dientes para que nadie nos arrebate ese gozo, para ser beneficiados con las bendiciones que corresponden a los hijos de Dios.
¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Acérquese el que sea santo! ¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo sea! ¡Ven Señor, no tardes! ¡Amén!