Curación de un paralítico.
(Domingo 23 de septiembre de 2018) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
En el Evangelio del día de hoy, Decimoctavo Domingo después de Pentecostés, tenemos un episodio de la vida de Dios Nuestro Señor Jesucristo, en el cual obra un gran milagro curando a un paralítico. Las particulares circunstancias que acompañan a este milagro son importantes, pues de ellas podemos extraer, por lo menos, dos enseñanzas distintas: (1) La perseverancia que hemos de tener en la oración y (2) la realidad de que Nuestro Señor Jesucristo es Dios. Veamos, pues, cómo se insertan estas dos enseñanzas en el Evangelio del día.
(Cuerpo 1: Perseverancia en la Oración)
Este milagro se encuentra en los tres Evangelios sinópticos, es decir, en San Mateo, San Marcos y San Lucas1. La Santa Iglesia coloca, en la Misa de hoy, la narración según S. Mateo, y ésta comienza diciéndonos que Nuestro Señor embarcándose llegó a su ciudad, la cual S. Marcos nos aclara es Cafarnaúm, y nos dice éste, asimismo, que Nuestro Señor fue a casa y que, sabiéndose que allí estaba, se llenó de gente ese lugar, especialmente de escribas y fariseos venidos de muchas partes.
Y, estando allí, el Evangelio nos dice lo siguiente:
“Y he aquí que le presentaron un paralítico postrado en su camilla”.
Como recién decíamos, este milagro está en más de un Evangelio. Por lo cual es muy interesante hacer la concordancia de los textos de los tres evangelistas, porque hay detalles que unos dan y otros no. El texto de la Misa —que recordamos es de San Mateo simplemente nos dice que le presentaron al paralítico; mientras que, tanto San Marcos como San Lucas, añaden la narración de cómo fue presentado este paralítico a Nuestro Señor.
En efecto, San Lucas dice:
“Y sucedió que unos hombres que traían postrado sobre un lecho un paralítico, trataban de ponerlo dentro y colocarlo delante de Él. Y como no lograban introducirlo a causa de la apretura de las gentes, subieron sobre el techo y por entre las tejas bajaron al enfermo con la camilla, en medio, frente a Jesús”.
Verdaderamente asombroso lo que hicieron y también es de admirar su constancia, pues no se echan atrás al ver la dificultad de presentar el enfermo a Nuestro Señor. Cuántos otros no hubieran desistido y se hubieran retirado: “no, es imposible llegar a Él, hay demasiada gente; es imposible entrar…”. Mas, ¿ellos qué hacen? ¡Suben al techo, hacen una abertura y bajan al enfermo por allí, de modo tal que queda enfrente de Nuestro Señor, a la vista de todos los escribas y fariseos, y de todos los que se hallaban allí!
Qué ejemplo de perseverancia, de constancia. Si se hubieran retirado, si hubieran regresado al lugar del cual vinieron, no hubiera sido sanado espiritual y corporalmente el paralítico.
Por tanto, imitemos nosotros a estos hombres. No desistamos ni abandonemos la oración por muy difícil que parezca obtener lo que pedimos: sigamos, sigamos pidiendo, perseveremos y obtendremos lo que pedimos. “Pero, Padre, vivo pidiendo éste o estotro bien material, y Dios no me lo da…”. Como ya hemos dicho en alguna otra oportunidad, las cosas o bienes de orden material se pueden pedir, pero bajo condición, es decir, en tanto y en cuanto no estorben a mi salvación eterna. Y aunque pida algo que Dios sabe me estorbaría a mi salvación y que, por tanto, no me lo da, jamás, sin embargo, es inútil o inservible esa oración ni se pierde, porque Dios la aplica a otras cosas; por ejemplo, a que mejore en esta o aquella virtud, o dándome fuerzas para llevar la cruz.
(Cuerpo 2: Divinidad de Nuestro Señor)
Y el Evangelio continúa, diciéndonos:
“Y viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Confía, hijo; perdonados te son tus pecados”.
De estas palabras deduce San Jerónimo que la mayoría de las enfermedades son causadas por los pecados2. Lo llevan para que le cure su enfermedad corporal, la parálisis que sufría, y Nuestro Señor cura, primeramente, su enfermedad espiritual, “perdonados te son tus pecados” y como señal de esta curación, que es invisible, otorga la curación corporal, que es visible.
1 S. Mateo 9, 1-8; S. Marcos 2, 1-12; S. Lucas 5, 17-26.
2 Catena Aurea, Santo Tomás de Aquino, Tomo I, Cursos de Cultura Católica, Buenos Aires, Argentina, 1948, p. 253.
Y en estas cortas palabras: “perdonados te son tus pecados”, Nuestro Señor está proclamando su divinidad, porque el poder perdonar los pecados —que por definición son una ofensa a Dios— es un atributo que pertenece a solo Dios. Y esto lo entendieron muy bien los escribas y fariseos, por lo cual leemos en San Marcos:
“Mas estaban sentados allí algunos escribas, que pensaron en sus corazones: ¿Cómo habla Éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?”.
En realidad, no estaban equivocados los escribas y fariseos en su razonamiento o premisa: Solamente Dios puede perdonar los pecados. Es un atributo que sólo pertenece a Dios, como acabamos de decir. El error de ellos consistía en no querer ver quién era verdaderamente Nuestro Señor: esto es, precisamente, Dios.
Y Nuestro Señor para “rematar” —si se puede decir así— les lee los pensamientos, lo cual es otro atributo que pertenece sólo a Dios. Únicamente Él ve dentro de nuestros corazones; cosa que ni los ángeles, sean buenos o malos, pueden hacer. Y antes de que puedan decir nada, responde a esos pensamientos, con una solemnidad y una majestad tal, que uno se pregunta qué habrá sido estar allí y verlo y oírlo en vivo y en directo.
Veamos directamente qué nos dice el Evangelio que les respondió:
“Mas, conociendo Jesús sus pensamientos, les replicó: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil decir: Perdonados te son tus pecados, o bien: Levántate y anda? Pues, para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra de perdonar los pecados —dijo al paralítico—: ¡Levántate, toma tu lecho y vete a tu casa! Y se levantó y se fue a su casa”.
Podemos decir que —palabras más, palabras menos— les está diciendo: Soy Dios: “Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra de perdonar los pecados…”. Revelar esto, su divinidad, de hecho, formó parte esencial de su predicación; pueden aducirse multitud de pasajes.
Sin embargo, los entendimientos del común de la gente no estaban todavía lo suficientemente preparados; no comprendían este grandioso misterio, oculto en estas palabras y milagro de Nuestro Señor. Por esto, dice el Evangelio de hoy, a modo de conclusión:
“Al ver esto las gentes, temieron y alabaron a Dios, que dio tal poder a los hombres”.
“Que dio tal poder a los hombres”, es decir, veían en Nuestro Señor todavía a un puro hombre, grandioso, santo, muy poderoso por sus milagros, pero hombre al fin y al cabo.
(Conclusión)
Para concluir, quisiéramos simplemente recalcar esta segunda enseñanza de la divinidad de Dios Nuestro Señor Jesucristo. Es muy importante que la grabemos a fuego en nuestros corazones, pues es una de las verdades católicas más atacadas. Debe ser eliminada, o al menos diluida, para poder formar así la “Religión mundial”; jamás se podrá hacer la mezcla de las religiones en una sola, mientras se mantenga en firme o se sostenga que Nuestro Señor Jesucristo es Dios verdadero, consubstancial al Padre.
Por tanto, busquemos arraigarnos y afianzarnos en esta verdad. Para lograrlo meditemos este dogma; meditemos este Evangelio en que Nuestro Señor mismo nos lo declara; meditemos, asimismo, los demás pasajes del Evangelio donde esta verdad es manifestada, son bastantes; hagamos muchos actos de Fe en su divinidad, pidiendo a Dios nos aumente la Fe en ella, de modo tal que, con su gracia, estemos dispuestos a morir antes que a negarla.
Roguemos, pues, a la Santísima Virgen María nos alcance esta gracia.
Ave María Purísima. Padre Vázquez.