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19° Domingo después de Pentecostés 2021

El Banquete Nupcial.

(Domingo 3 de octubre de 2021) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

Queridos fieles:
El día de hoy, Domingo Decimonoveno después de Pentecostés, la Santa Madre Iglesia propone a nuestra consideración la parábola del Banquete Nupcial1. Ésta es muy importante, pues en ella Dios Nuestro Señor Jesucristo anuncia y profetiza el rechazo que Israel haría de él y el futuro castigo que recaería sobre los judíos por no haberlo recibido ni reconocido como Mesías.
Esta parábola del Banquete Nupcial fue dicha por Nuestro Señor inmediatamente después de la de los Viñadores Homicidas, en la cual también les dice a los judíos que, por su infidelidad, serían rechazados y que la salvación pasaría a los gentiles, como en la presente parábola, según ya veremos.

(Cuerpo)

Veamos, pues, la parábola y comentémosla un poco:

“Semejante es el reino de los cielos a cierto rey que celebró el convite de las bodas de su hijo. El cual envió a sus siervos para que llamaran a los convidados a las bodas; mas ellos no quisieron acudir”.

Aquí el Rey representa a Dios Padre y las bodas del Hijo representan la Encarnación del Verbo de Dios2 en el seno virginal de María Santísima. Estos primeros convidados a las bodas representan al pueblo judío, el cual había sido especialmente segregado por Dios del resto de las naciones para que ellos guardaran intacta la creencia en el único Dios verdadero —contra el politeísmo reinante— y la Fe en el futuro Mesías o Redentor de la humanidad. A estos primeros convidados Dios mandó sus siervos los profetas —de los cuales San Juan Bautista fue el último y más grande— para que se dispusieran y prepararan para poder participar y disfrutar de los bienes que había de traer Dios Nuestro Señor Jesucristo por su Encarnación y Redención, por medio de su Iglesia Católica que había de fundar.

1 San Mateo 22, 1-14.
2 San Gregorio Magno nos dice: “Dios Padre hizo las bodas a su propio Hijo cuando unió a Éste con la humanidad en el vientre de la Virgen…”. Catena Aurea, Santo Tomás de Aquino, Tomo II, Cursos de Cultura Católica, 1946, Buenos Aires, Argentina, p. 196.

Mas, nos dice la parábola que los convidados no quisieron acudir. En efecto, los judíos, como dice y podemos comprobar en la Sagrada Escritura, eran de dura cerviz, no prestando oídos a los avisos de los profetas que Dios les mandaba; y muchas veces, dándoles muerte, inclusive. Pero Dios, a pesar de ello, insistió, pues:

“Envió de nuevo otros criados con este mensaje: Decid a los convidados: Mirad que ya he preparado mi banquete, mis toros y los animales cebados ya han sido degollados; todo está a punto; venid a las bodas”.

Estos otros criados representan a los Apóstoles, los cuales fueron enviados a predicar a Israel cuando ya “todo estaba a punto”, esto es, cuando Dios Nuestro Señor había obrado ya la Redención, por medio de su Muerte en la Cruz, y fundado su Iglesia, la Iglesia Católica, para que el pueblo judío en masa ingresara en ella y pudiera así participar de la plenitud de los bienes del reino mesiánico, que Cristo nos conquistó: la gracia, los sacramentos, etc., etc. Pero, dice la parábola:

“Mas ellos lo despreciaron, y se fueron el uno a su granja y el otro a sus negocios; y los demás se apoderaron de los siervos y, después de ultrajarlos, los mataron”.

En efecto, gran parte del pueblo judío despreció y desoyó a los Apóstoles, los cuales, a pesar del terrible crimen del Deicidio, anunciaban a Israel la salvación y poder participar, como decíamos recién, de todos los bienes que Dios Nuestro Señor Jesucristo nos consiguió, con tal de que se arrepintieran y creyeran en Él. Y, no sólo los despreciaron, sino que también los persiguieron y ultrajaron y dieron muerte a algunos, como a San Esteban Protomártir, a Santiago el Menor, etc. Por lo cual, Dios los castigó, pues la parábola continúa:

“Habiéndose enterado de ello el rey, montó en cólera y, enviando sus ejércitos, acabó con aquellos homicidas y puso fuego a su ciudad”.

Aquí está el castigo, que decíamos al inicio, que Nuestro Señor profetiza contra Israel incrédulo; castigo que, de hecho, sobrevino al infeliz pueblo judío por no haber aceptado a Nuestro Señor y haber pertinazmente rechazado la predicación apostólica, el año 70 d.C. En efecto, Tito, futuro Emperador Romano, en dicho año, puso sitio a la ciudad de Jerusalén, sitio que terminó en la completa destrucción de la misma y del Templo, cumpliéndose así lo que dice la parábola, “enviando sus ejércitos, acabó con aquellos homicidas y puso fuego a su ciudad, y también lo que Nuestro Señor había dicho a sus discípulos en otra parte del Evangelio, respecto al Templo: “en verdad, os digo, no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida” (San Mateo 24,2). Por lo cual, continúa la parábola, diciendo:

“Entonces dijo a sus siervos: Las bodas están preparadas, mas los que habían sido convidados no han sido dignos; id, pues, a las salidas de los caminos y a todos lo que hallareis, convidadles a las bodas. Se distribuyeron, pues, sus siervos por los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos; y se llenaron las salas de convidados”.

Como los judíos, que habían sido primero convidados, se volvieron indignos por no seguir el llamado de Dios que los invitaba a las bodas de su Iglesia, pasa la salud, la salvación, a los gentiles, a las naciones no judías, eso es lo que significa: “Id, pues, a las salidas de los caminos y a todos los que hallareis, convidadles a las bodas”.
Y, en efecto, una vez que los Apóstoles vieron que el pueblo de Israel en su mayoría se obstinaba en no reconocer a Nuestro Señor, comenzaron a enfocar su predicación hacia las naciones gentiles, particular mención merece San Pablo, el cual siempre predicaba primero a los judíos y si éstos no hacían caso, pasaba a los gentiles. Y así, de esta manera, las salas se llenaron de convidados, de “malos y buenos”, dice la parábola. Pues la sala de convidados representa la presente Iglesia, la Iglesia Militante, en la cual están entremezclados buenos y malos, esto es, católicos que viven en estado de gracia y católicos que —desgraciadamente— viven en pecado mortal. Pero eso es sólo mientras dura el presente tiempo, porque:

“Entró el rey para ver a los comensales y vio allí un hombre que no se hallaba vestido con el traje nupcial. Y le dijo: Amigo: ¿cómo es que has entrado aquí, no teniendo vestido de bodas? Mas, él enmudeció. Entonces dijo el rey a sus ministros: Atadle de pies y manos y arrojadle a las tinieblas exteriores; allí será el llanto y crujir de dientes. Porque muchos son los llamados, mas pocos los escogidos”.

El entrar del Rey —de Dios— para ver a los comensales representa el juicio del alma. El traje nupcial representa la gracia santificante, la cual es absolutamente indispensable para poder alcanzar la salvación. Por eso, al ver el Rey a quien carecía de este traje nupcial, manda a sus ministros que lo arrojen a las tinieblas exteriores, esto es, al infierno, donde será el llanto y crujir de dientes, es decir, los horribles tormentos eternos significados en ese llorar y crujir los dientes, pues el que muere en pecado mortal no puede sino ser condenado al infierno.

Y es de notar cómo, al ser interrogado aquel que no llevaba traje nupcial, enmudeció, porque el alma del que muere en pecado mortal, al ser juzgada, ve diáfanamente cómo se halla en pecado y condenada y ve también clarísimamente que es por su propia culpa, que ella por sus libres y voluntarias elecciones se condenó y por eso enmudece y no responde nada, pues nada puede decir, nada puede alegar que valga por excusa, ya que ella ve que todo fue culpa suya.

(Conclusión)

Concluyendo ya, queridos fieles, queríamos invitarlos a meditar esta parábola y aplicárnosla a nosotros mismos, pues ella tiene también una aplicación espiritual e individual.
En efecto, Dios Padre nos invita a todos a las bodas, a que participemos, en la Iglesia, de los insondables bienes que nos trajo la Encarnación y Redención obrada por Jesucristo, Dios y hombre verdadero, y a participar después de la Gloria eterna del Paraíso. Nos invita llamándonos de diversas maneras: por medio de los sacerdotes, de los padres, de amigos o personas piadosas; por medio de la tribulación, de la cruz, de las pruebas; por la muerte de parientes y conocidos; por medio de inspiraciones internas. Él nos llama constantemente a que participemos de la verdadera vida, la vida de gracia, de unión y amor a Dios.

Mas nosotros —tristemente—, como los convidados de la parábola, solemos no hacer caso; hacemos oídos sordos a todos esos llamados y preferimos ocuparnos de nuestros asuntos mundanos y terrenales, pues, como dice la parábola, “se fueron el uno a su granja y el otro a sus negocios”. Preferimos poner el enfoque en el trabajo, en el estudio, en tales o cuales amistades o relaciones (algunas ilícitas y pecaminosas), antes que seguir el llamado de conversión que Dios nos hace.
Y, al escuchar esta parábola, debemos concebir un gran miedo, pues vemos que “el Rey montó en cólera y… acabó con aquellos homicidas”. Sí, debemos temer, y mucho, pues Dios es paciente —pacientísimo—, suele esperar bastante, pero no por siempre. Si colmamos la medida de los pecados, nos condenará y mandará al infierno por no tener el traje nupcial.

Y mucho mayor temor debemos concebir cuando escuchamos las palabras finales de Nuestro Señor: “Porque muchos son los llamados, mas pocos los escogidos”. Dice San Gregorio Magno, respecto a ellas y con esto terminamos:

“Terrible es, carísimos hermanos, lo que acabamos de oír. Considerad que todos nosotros, llamados por la Fe, asistimos a las bodas del Rey celestial, todos creemos y confesamos el misterio de su Encarnación, todos participamos del banquete del Verbo Divino, pero entrará el Rey en el día futuro del juicio. Sabemos que hemos sido llamados, mas ignoramos si pertenecemos al grupo de los elegidos. Es preciso, por tanto, que nos humillemos todos, tanto más cuanto ignoramos si seremos de los elegidos…”3.

Meditemos, pues, todas estas cosas y pidamos a María Santísima nos alcance la gracia de hallarnos en el número de los elegidos.

Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.

3 Verbum Vitae, La Palabra de Cristo, Tomo VIII, BAC, Madrid, España, 1957, p. 41.