Natividad de Dios Nuestro Señor Jesucristo.
(Martes 25 de diciembre de 2018) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
Estamos hoy festejando una de las fiestas más importantes que tenemos los católicos: la solemnísima festividad de la Navidad, es decir, del nacimiento del Mesías, del Redentor del género humano, esto es, de Dios Nuestro Señor Jesucristo. Tal es la importancia de esta fiesta que la Santa Iglesia Católica posee tres Misas distintas en este día para celebrarla —la de medianoche, la de la aurora y la del día (que es la que estamos rezando en este momento)—, cada una de ellas con textos todos distintos, llenos de una riqueza insondable.
(Cuerpo)
Nuestro deseo hoy es tomar el texto del Evangelio de la Misa de la medianoche, y comentarlo, porque, con ser muy sencillo, está lleno de doctrina y de enseñanza para nosotros.
El texto en cuestión está tomado de San Lucas1 y comienza diciendo:
“En aquel tiempo: Se promulgó un edicto de César Augusto que mandaba empadronarse a todo el mundo. (…) Y todos iban a empadronarse, cada cual a la ciudad de su estirpe. José, pues, como era de la casa de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David, llamada Belén, en Judea, para inscribirse con su esposa, María, la cual estaba encinta”.
En estas primeras palabras, si las miramos bien y las meditamos, podemos ver ya una lección para cualquiera de nosotros: Saber dejarnos guiar y dirigir por la Divina Providencia, sin adelantarnos a ella.
Nos explicamos. María y José sabían que el Mesías, según las profecías, debía nacer en Belén. Mas, ellos vivían en Nazaret, y, por ser pobres, no podían simplemente trasladarse a Belén y esperar allí el nacimiento; no podían asumir esos gastos, además el taller de carpintería de José, esto es, su trabajo, se encontraba en Nazaret. Y, sin embargo, sabían que en Belén debía nacer el Redentor y confiaban en que Dios les mostraría la forma de cooperar a la realización de esa profecía. Lo cual, de hecho, ocurrió: Dios se valió de un edicto del Emperador César Augusto, por el cual mandaba fuesen empadronados todos los habitantes del imperio. Ésta fue la señal para María y José, de parte de la Providencia, de que era el momento de trasladarse a Belén para el nacimiento del Redentor.
1 San Lucas 2, 1-14.
Y podemos, asimismo, admirar aquí la gran confianza de ambos, de María y José, no sólo en cuanto a haber esperado que Dios mostrara cuál era o cómo había de realizarse lo que Él había dispuesto, sino también en cuanto a la ejecución de su santísima Voluntad, una vez que ésta fue manifestada en el edicto de Augusto. Situémonos en el contexto: María no estaba recién comenzando su embarazo, sino que lo estaba ya finalizando; y, estando así, muy próxima a dar a luz, ¡de repente debe viajar hasta Belén, esto es, hacer un viaje de aproximadamente 110 km de distancia! —recordemos que no había carros, ni aviones, etc.—. Cualquiera otra hubiera dicho: “¡No!, estoy por dar a luz, iré después”. Mas, nuestros Santos, sin dudar y confiando en la Providencia, comienzan el viaje y llegan a Belén y nos dice el Evangelio:
“Estando allí, aconteció que se cumplieron los días del parto. Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo recostó en un pesebre, porque no quedaba lugar para ellos en la hospedería”.
Hay un dicho latino que reza “Etiam gesta Christi verba sunt”, que se traduce “las obras de Cristo también son palabras”. Esto quiere decir que Nuestro Señor también nos enseña cosas por medio de sus acciones, por medio de lo que Él hace. Por lo cual podemos y debemos preguntarnos: ¿Qué nos quiere enseñar aquí Nuestro Señor por medio de su nacimiento? ¿Qué nos quiere decir naciendo en un pesebre, en medio del silencio y tranquilidad de la noche? ¿Qué nos está diciendo al solamente anunciar este magno acontecimiento —¡el nacimiento del Mesías, del Redentor, por tantos siglos esperado!— a unos pobres y humildes pastores?
Para esclarecer esto, veamos un comentario de San Juan Crisóstomo a este pasaje:
“Además, si hubiera querido [está hablando de Nuestro Señor], hubiera podido venir estremeciendo al cielo, agitando la tierra y lanzando rayos [como será, en efecto, en su Segunda Venida gloriosa]; pero no vino así, porque no quería perdernos, sino salvarnos, y quería también desde el primer momento de su vida abatir la humana soberbia [Por esto quiso nacer así para vencer nuestra soberbia, dándonos ejemplo de humildad]; y por esto [para abatir nuestra soberbia], no solamente se hace hombre [que ya es bastante], sino hombre pobre, y eligió una madre pobre, que carecía aun de cuna en donde poder reclinar al recién nacido [¡Lo tuvo que recostar en un pesebre! ¡A Dios! ¡A nada más ni nada menos que a Dios! ¡Dios colocado donde se da la comida a los animales! Y nosotros, viendo tanta humildad de parte de Dios que es todo y que merece todo, ¿cómo podemos ser tan soberbios y pretenciosos?, ¿cómo podemos verdaderamente pensar que merecemos algo, nosotros que estamos llenos de pecados, cuando Aquel en quien no hubo jamás pecado ni sombra de pecado, no tuvo ni quiso tener nada, ni siquiera una cuna donde ser puesto al nacer?]” 2.
Como se puede ver por el comentario y deducir fácilmente por la meditación y contemplación de este pasaje, Nuestro Señor nos está dando un sublime ejemplo de humildad y de pobreza, para poder, por medio de estas dos virtudes, acabar con nuestra soberbia, y con nuestro apego a las cosas de este mundo.
Y leemos todavía en el Evangelio:
“Y había unos pastores en aquella misma región, que de noche vigilaban guardando su ganado. Y he aquí que el ángel del Señor se les apareció y la gloria de Dios los envolvió en su claridad, y tuvieron gran temor. Y el ángel les dijo: No temáis, porque os anuncio un grandísimo gozo, que lo será también para todo el pueblo: que hoy os ha nacido el Salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David”.
Y el mismo San Juan Crisóstomo, que recién citábamos, dice también respecto a esto:
“(…) El ángel no fue, pues, a Jerusalén, ni buscó a los escribas y fariseos (porque estaban corrompidos y atormentados por la envidia). Pero los pastores eran sencillos, y observaban la antigua ley de los patriarcas y de Moisés…”3.
Es decir, Nuestro Señor nos sigue predicando la humildad y la pobreza por medio de aquellos a los cuales decide comunicar su nacimiento: unos pobres y humildes pastores. No mandó ángeles, como dice el Santo, ni a los fariseos y escribas, ni al César, ni a nadie que fuera, en alguna medida, del mundo apreciado. No, sino que eligió y prefirió a aquellos que son despreciados y tenidos en nada por el mundo: a unos simples y sencillos pastorcillos, a gente humilde.
(Conclusión)
Por tanto, queridos fieles, concluyendo deseamos invitarlos a meditar y contemplar esta escena del nacimiento de Nuestro Redentor y Salvador. En verdad, estos cortos versículos pueden servir para meditar horas y horas, simplemente mirando al Niño Dios en el pesebre, viendo su humildad, su pobreza; mirándonos también a nosotros mismos, analizando si es que poseemos estas dos virtudes o si, por el contrario, estamos dominados por la soberbia y amor propio, por el apego a los bienes de este mundo.
Meditemos, pues, ¿qué habríamos hecho nosotros, si de nosotros hubiera dependido el nacimiento del Niño Dios? Seguramente, habríamos preparado un espléndido palacio, una cuna de oro; hubiéramos enviado invitaciones al César, a los reyes e intelectuales más afamados de la época, a todos los sacerdotes… Todo lo opuesto a lo que hizo Nuestro Señor. O si se hubiera tratado de nosotros, de nuestro propio nacimiento, ¿cómo hubiéramos obrado?, ¿hubiéramos escogido nacer en un pesebre, en tanta pobreza, sin la asistencia de ningún pariente o amigo? Como podrán apreciar ustedes mismos los caminos de Dios son muy —demasiado— distintos a los nuestros; por esto Nuestro Señor llegó incluso a decir: “Lo que entre los hombres es altamente estimado, a los ojos de Dios es abominable”4.
Por tanto, en este día, pidamos al Niño Dios nos comunique siquiera algo de la humildad y pobreza que manifestó en su nacimiento; que nos dé la gracia de desapegarnos de los bienes de este mundo y de liberarnos de nuestra soberbia, origen de todos nuestros pecados.
Quiera la Santísima Virgen, en quien brillaron en grado excelentísimo aquellas virtudes, interceder por nosotros para que así sea.
Ave María Purísima. Padre Vázquez.
2 Catena Aurea, Santo Tomás de Aquino, Cursos de Cultura Católica, Tomo IV, Buenos Aires, Argentina, 1946, p. 47.
3 Ibídem, p. 48.
4 San Lucas 16, 15.