Buscad las cosas de arriba.
(Domingo 1° de abril de 2018) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
Nos encontramos en el Domingo de Resurrección o Domingo de Pascua. Día de inmensa alegría para nosotros, los hijos de la Santa Madre Iglesia; y esto porque el día de hoy conmemoramos la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, la cual es la máxima y mayor prueba de su divinidad; asimismo, su Resurrección es prenda de nuestra futura gloria, pues nos da la esperanza de poder resucitar como Él resucitó, si Dios nos lo concede por su misericordia. Tan importante es la Resurrección que no vacila S. Pablo en afirmar: “Si Cristo no resucitó, vana es vuestra Fe” (I Cor. 15, 17).
(Cuerpo)
Hoy queríamos enfocarnos en la epístola de la Misa de anoche, que está tomada de San Pablo a los Colosenses, pues aunque es muy breve —consta solamente de cuatro versículos—, es hermosísima, y es perfecta para hacer oración, meditándola.
Primeramente, la leeremos entera y luego iremos comentándola de a poco. Dice así:
“Hermanos: Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; saboread lo de arriba, no lo de la tierra. Porque habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces apareceréis vosotros con Él en gloria”. (Col. 3,1-4)
Así que San Pablo comienza, diciendo: “Hermanos: Si habéis resucitado con Cristo”. ¿De qué resurrección nos está hablando? En primer lugar, se refiere al sacramento del Bautismo, por el cual morimos a este mundo, a Satanás, al pecado, para resucitar y tener una nueva vida para Dios, una vida que sea para amarlo y servirle. En segundo lugar, se refiere también al Sacramento de la Penitencia o Confesión, cuando por este sacramento recuperamos la gracia perdida por el pecado. Pues tanto el Bautismo como la Confesión, cuando se reciben con las debidas disposiciones —esto es, con verdadero arrepentimiento de los pecados—, son una resurrección espiritual, pues pasar del estado de pecado al estado de gracia es una especie de resurrección, porque el que está en pecado —no lo olvidemos— está muerto espiritualmente; muerto, porque su alma está privada de la gracia que nos da la vida sobrenatural; muerto, porque, al estar en pecado, es incapaz de adquirir méritos sobrenaturales, es decir, méritos para la otra vida; muerto, porque el pecado mortal ya es un infierno incoado, pues el que está en pecado está privado de Dios, en la cual privación consiste esencialmente el infierno; el fuego y las llamas no son lo esencial del infierno, sino esa privación de Dios, que es irremediable. Por todo esto es una cosa gravísima y muy seria el pecado mortal: pues, como hemos estado diciendo, mata el alma. El pecado mortal mata el alma, y lo único que impide que caiga por toda la eternidad en el infierno es el fino hilo de la vida, que puede ser cortado, muy fácilmente, por cualquier cosa y en cualquier momento.
Y como “obras son amores y no buenas razones”, añade inmediatamente el Apóstol: “buscad las cosas de arriba”. “Hermanos: Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba”. Hemos de pasar a las obras, a la Caridad. Pues “la Fe sin obras es muerta”, nos dice el Apóstol Santiago (2, 17). “Buscad las cosas de arriba”: ¿Cuáles? Pues evidentemente las cosas que nos llevan al cielo, que nos unen más a Dios: La Misa, la oración (especialmente el santo Rosario), los sacramentos (confesarse y recibir la santa Comunión con frecuencia), la lectura de la Sagrada Escritura: toda obra buena, en definitiva.
Entonces, cada uno de nosotros debe preguntarse a sí mismo: ¿busco las “cosas de arriba”, busco las cosas de Dios?, ¿la oración, por ejemplo?, ¿hago las oraciones de la mañana y de la noche?, ¿rezo el Rosario todos los días?; ¿o me interesan las cosas que tienen que ver con Dios, como aprender, por ejemplo, la doctrina católica, el catecismo siquiera?, o ¿es que mejor pierdo el tiempo viendo películas, mirando qué hay de nuevo en el “Facebook”, en el Whatsapp, en Youtube?; ¿o siquiera me preocupo por mi salvación eterna, replegándome, de vez en cuando, aunque sea unos minutos, sobre mí mismo para pensar si mi vida es conforme al Evangelio, conforme a la Religión Católica, si es agradable a Dios? Meditémoslo.
Y continúa el Apóstol: “Saboread lo de arriba, no lo de la tierra”. “Saboread”, dice S. Pablo, “Sápite”, en latín. ¿Y cómo se saborean las cosas de arriba? Por medio de la oración, por medio de la contemplación. Pues la oración es la “elevación del alma a Dios”, siendo la oración mental una de las mejores formas de orar, y suele ser llamada por los autores espirituales meditación. Ésta no tiene nada de complicado, sino que simplemente consiste en reflexionar sobre Dios y las cosas en relación a Él; como, por ejemplo, en la muerte, pensando: “¿si muriera ahora mismo, me salvaría…?”; o también “cierto es que todos morimos, pero incierto cuándo y cómo…”, y esto se puede hacer sobre mil temas más y muchas veces sobre el mismo tema. Y normalmente cuando un alma persevera firme en la oración, sin abandonarla cuando Dios permite la dura cruz de las sequedades y distracciones, y es generosa en su servicio, suele Él, cuando lo juzga oportuno, elevarla a la contemplación, que es oración más perfecta que la simple meditación, por ser oración infusa o sobrenatural, en sentido estricto. Por esto, no nos desanimemos al rezar si nos sentimos secos, si vemos que nos vienen y nos vienen distracciones. Repetimos, no nos desanimemos, sino que perseveremos, perseveremos en la oración, porque entonces es claro que buscamos a Dios por Él mismo, y no por nosotros, lo cual podría ocurrir si sintiéramos siempre al rezar consolaciones y mariposas en el estomago, porque tal vez, entonces, sólo rezaríamos en realidad por esa sensación.
Y aclara San Pablo que NO hemos de saborear las cosas de la tierra, “non quae super terram”. Pues si saboreamos las cosas de la tierra, esto es, si nos entregamos a ellas, como si fuesen nuestro fin último, como si no hubiera nada más fuera de ellas, entonces evidentemente no miraremos a las de “arriba”, ni nos interesarán; pues, como es sabido, la carne se opone al espíritu. Nuestra carne, nuestro hombre viejo y carnal, herido por el pecado original, busca o quiere siempre lo que es contrario al espíritu. De ahí las tentaciones que padecemos hasta el fin de nuestras vidas. Y si preferimos el pecado a Dios, cometer tal pecado a poseer la gracia divina, entonces estamos ciertamente “saboreando” las cosas de la tierra, prefiriendo éstas a los bienes eternos.
Y San Pablo nos dice por qué no hemos de saborear las cosas de la tierra: “Porque habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. Estas palabras son hermosísimas. Permitid que las repitamos: “Porque habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. “Habéis muerto”: ¿A qué? Al pecado, al mundo, a Satanás, como decíamos al comienzo, por medio del Bautismo, por medio de una buena y verdadera confesión, y “vuestra vida, dice el Apóstol, está escondida con Cristo en Dios”, ¿qué vida?, ¿a cuál se refiere? A la vida de la gracia, por supuesto; es decir, no podríamos estar en mejor lugar ni más protegidos. ¿Se imaginan que pudiera existir un lugar más seguro? Estar escondido con Cristo en Dios, ¡qué hermoso concepto!, y ¡qué confianza nos debe inspirar!, en especial en los momentos de tentación, en los momentos de desaliento; en éstos simplemente hemos de recordar que nuestra vida sobrenatural está escondida con Cristo en Dios, y este pensamiento nos animará y nos dará fuerzas para no flaquear, para no caer, para seguir adelante. ¿Y cómo saber, Padre, si nuestra vida está escondida con Cristo en Dios? Si vivimos en gracia, y de todo corazón repudiamos el pecado y nuestras malas tendencias, no queriendo seguirlas sino antes bien morir, poniendo toda nuestra confianza en Dios: entonces, podemos estar tranquilos, porque estamos escondidos con Cristo en Dios.
Y termina así la epístola: “Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también apareceréis vosotros con Él en gloria”. “Cuando aparezca Cristo, vida vuestra”. Verdaderamente Cristo es nuestra vida, pues gracias a Él existimos, tenemos el “ser”, y aun más, por Él tenemos la vida sobrenatural de la gracia, que nos obtuvo en la Cruz. Además, también es “nuestra vida” en cuanto que es la razón de todo nuestro obrar, lo que le da sentido a nuestra existencia. Todo lo debemos de hacer por Él y para Él, por amor de Dios y para su mayor gloria. Por tanto, no olvidemos siempre ofrecerle a la mañana, al comienzo del día, todas nuestras acciones, para que sean a su mayor gloria. Veíamos que S. Pablo dice: “Cuando aparezca Cristo”. ¿Y cuándo aparecerá? En su Parusía, en su Segunda Venida, la cual pensamos y pedimos no esté muy lejos. “Entonces también apareceréis vosotros con Él en gloria”, dice S. Pablo. ¿Qué nos quiere decir? Simplemente, que si hemos buscado las “cosas de arriba”, como antes decíamos, y no las de la tierra, entonces cuando Cristo vuelva en gloria y majestad, si por su gracia somos salvos, apareceremos con Él en gloria, ya sea que seamos de los arrebatados y transformados, cuando baje de los cielos, ya sea que seamos de los que resuciten para gloria eterna.
(Conclusión)
Para terminar deseamos insistir, como al inicio, en lo hermosa que es esta epístola; es hermosísima para meditar y se puede sacar de ella mucho “jugo” para nuestras almas. Por lo cual, queríamos invitarlos a que la mediten; y a que la mediten, no una sola vez, sino muchas. Cuando hagan oración, en el silencio del alma (para lo cual recomendamos las primeras horas del día), pregúntense a sí mismos: ¿he resucitado con Cristo, es decir, vivo en estado de gracia?; ¿busco las cosas de Dios, y huyo del pecado?; ¿si Cristo bajara ahora mismo desde los cielos, aparecería con Él en gloria? Háganlo, y tomen y formen las resoluciones y propósitos necesarios para resucitar con Cristo y perseverar en esa gracia. Pidámosle a la Santísima Virgen nos ayude a meditar todas estas cosas.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.