6° Domingo después de Pentecostés 2022

Muertos al pecado.

(Domingo 17 de julio de 2022) P. Edgar Díaz.

Romanos VI, 3-11 – San Marcos VII, 1- 9 – Padre Edgar Díaz  

«Yo creo, Señor; ¡Fortalece mi fe! Yo espero, Señor; ¡Consolida mi  esperanza! Yo os amo, Señor; ¡Inflama mi amor! Yo me arrepiento,  Señor; ¡Aviva mi dolor!  

¡Muertos al pecado! ¿Nosotros?… Sí, nosotros, “los que hemos muerto  al pecado, ¿cómo (es posible que todavía sigamos) viviendo en él?”  (Romanos VI, 2).  

La gran sorpresa que esto nos produce nos muestra hasta qué punto  vivimos apartados de la fe plena, ignorando el alcance y los misterios  maravillosos de nuestra Redención por Jesucristo, y debatiéndonos en  las miserias y derrotas de nuestra alma, sin sospechar siquiera los  recursos de la gracia que Dios nos regala.  No es ciertamente nuestra inclinación natural, nuestra carne, lo que  está muerto al pecado: “Veo otra ley en mis miembros… que me  sumerge en… el pecado” (Romanos VII, 23), exclama sorprendido San  Pablo.  

Es nuestra tragedia, la del hombre caído. El obrar sigue al ser, dice la  filosofía, y como nuestra naturaleza está caída, lo que sigue es pecado,  indefectiblemente, a menos que se le oponga un amor tan grande,  fundado en un conocimiento tan fehaciente, que nos dé una voluntad  mejor equipada por la gracia de Dios, según la cual vivir sin pecado.  

Es por amor que nos alejamos del pecado. El amor es el motor  indispensable de la vida sobrenatural: todo el que ama a Dios vive  según el Evangelio. Nuestra vida es una guerra de “amores”. Nuestra  carne ama el pecado, y esto será hasta la muerte; nunca dejará la carne  de rebelarse en contra del espíritu (cf. Gálatas V, 17). 

 Jesús enseña eso claramente cuando dice que el que no lo ama no  podrá guardar su doctrina: “Si alguno me ama, guardará mi palabra… el  que no me ama no guardará mi palabra…” (San Juan XIV, 23-24).  

La experiencia propia y ajena nos lo muestra también, pues son muchos  los que temen el infierno, y, sin embargo, pecan. Es el amor a Jesucristo  lo que nos aleja del pecado.  

Los que desean a Dios como un Bien deseable, amado, desde ahora,  quien busca agradar y amar a Dios con todo su corazón, sin darle  disgustos, y no como la salvación de un mal, no pecan porque el amor  que les hace desear a Dios es el mismo Espíritu Santo (cf. Romanos V,  5); amor que por consiguiente nadie tiene si no le es dado, pero que a  nadie se le niega si lo pide, como que el Padre está deseando darlo (cf.  San Lucas XI, 13).  

Y cuando lo tenemos, somos hijos de ese Padre (cf. Gálatas IV, 5) y Él,  mediante ese Espíritu, que es soplo, impulso, nos mueve a obrar, como  tales hijos (cf. Romanos VIII, 14), y no ya como esclavos (cf. Romanos  VIII, 15); y entonces no podemos pecar (cf. 1 Juan III, 9) y hemos  vencido al Maligno (cf. 1 Juan II, 14).  

Hemos ciertamente vencido al Maligno, pero no con la carne sino con  el Espíritu (cf. Gálatas V, 16), puesto que tenemos entonces el mismo  Espíritu de Dios, más poderoso que el que está en el mundo (1 Juan IV,  4).  

Gracias a este conocimiento espiritual que nos es dado por las palabras  de Dios, esencialmente santificadoras (cf. San Juan XVII, 17), nos  decidimos a aceptar esa vida de amor divino como cosa deseable y no  solo como obligatoria: “En el amor no hay temor” (1 Juan IV, 18). Quien ama no teme a Dios; no cumple con Él por obligación, para quedar bien,  sino que le da todo de sí.  

Entonces, no puede sorprender que este deseo sea más fuerte que  aquellos deseos de la carne, pues no se trata ya de desear cosas que  Dios nos dará, sino de desearlo a Él mismo, como desea todo aquel que  ama. Es este amor casi inefable que debemos tener a Dios el que nos  libra de la esclavitud del pecado que nos somete.  

Dios mismo es nuestra recompensa: “los justos vivirán eternamente; su  galardón está en el Señor, y el Altísimo tiene cuidado de ellos”  (Sabiduría V, 16); y Nuestro Señor Jesucristo nos consuela: “He aquí que  vengo presto, y mi galardón viene conmigo, para recompensar a cada  uno según su obra” (Apocalipsis XXII, 12).  

Es decir, que el ser amado de Él, y poder amarlo, es un bien infinito que  poseemos desde ahora, y, claro está que, si de veras creemos en tal  maravilla, despreciaremos y odiaremos, aún contra nuestra propia  carne, todo lo que pretende quitarnos esa actual posesión de Dios y  que nos llevaría a darle un disgusto a Él que así nos amó hasta  divinizarnos mediante el don de su propio Hijo y de su propio Espíritu.  

Es la vida nueva, espiritual y sobrenatural: “caminemos en nueva vida” (Romanos VI, 4), nos exhorta San Pablo. Es decir, amemos a Dios para  contrarrestar el pecado, que viene del amor propio; amor a nosotros  mismos, a nuestra carne. ¡Amemos más a Dios (que a nosotros  mismos)!  

El cristiano de viva fe, siendo verdaderamente parte del mismo Cristo  por el Bautismo, puede decir que murió cuando Cristo murió, y que  resucitó cuando Cristo resucitó (cf. Colosenses III, 1). Claramente explica esta noción Santo Tomás de Aquino: “Es cierto que  físicamente uno muere primero (en el momento de su propia muerte) y  después es sepultado, pero espiritualmente es la sepultura en el  Bautismo (nuestro propio Bautismo) lo que causa la muerte del  pecador” 

Y un teólogo más reciente explica fehacientemente: “Lo que acontece  en el Bautismo propiamente no es otra cosa que—si así se lo puede  llamar—una extensión del proceso de la divina generación de la  Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Nuestro Señor Jesucristo,  sobre el hombre, a través de la Encarnación del Hijo de Dios; sobre el  hombre que por estar en Cristo Jesús, también se hace hijo de Dios”.  

Por el Bautismo somos injertados en Cristo, vivimos en Él y Él en  nosotros; somos los sarmientos. Él es la Vid; resucitaremos en Él,  seremos glorificados en Él, y reinaremos con Él eternamente. Somos regenerados en Cristo y muertos a nuestro hombre viejo, es  decir, el hombre que está bajo el dominio del pecado. Al morir así,  hemos recibido ya el castigo del pecado, que es la muerte, observa San  Juan Crisóstomo: “Porque la muerte que Él murió, la murió al pecado  una vez para siempre; mas la vida que Él vive, la vive para Dios” (Romanos VI, 10).  

Sin necesidad de su parte, porque Él es no pecador, rompió de una vez  para siempre los lazos que le tenían sujeto al pecado. Es que Cristo  también—por su inefable dignación—antes de la muerte estaba en  cierto modo sometido al pecado; no a pecado alguno personal, pues  era la inocencia misma, sino al pecado del mundo, que sobre Sí había  tomado, y por el cual muriendo, había de satisfacer a la justicia divina.  

Por esto, al librarse con la muerte de esta especie de sujeción al  pecado, puede decirse que “murió al pecado”. Y como esta muerte al pecado fue definitiva y eterna, quiere San Pablo que el pecador, a su  imitación, rompa con el pecado de una vez para siempre.  En el Bautismo fuimos liberados para siempre de la sujeción al pecado,  porque Cristo murió al pecado. Solo que por nuestra naturaleza caída  debemos constantemente hacer el esfuerzo de luchar en contra de esa  sujeción, pues fácilmente recaemos.  

Esta nueva vida es la del nuevo espíritu que Cristo nos entregó ya con  su ley del espíritu de vida que nos libra de la ley del pecado y de la  muerte. “Como el espíritu natural produce la vida natural—enseña  Santo Tomás de Aquino—así el Espíritu Santo crea la vida de la gracia”.  

Y San Gregorio Magno: “Jesucristo se hizo hombre para hacernos  espirituales; en su bondad, se ha rebajado para elevarnos; ha salido  para hacernos entrar; se ha hecho visible para enseñarnos cosas  invisibles”.  

Este don, como todos los de la fe, lo obtienen los que creen que es  verdadero, pues el creer es la medida del recibir. Y para poder creer en  esos favores hay que conocerlos. Por este motivo San Pablo enseña  cosas que superan a toda posible capacidad de admiración, hasta  estallar él mismo por dos veces:  

“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la  persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?… Porque  persuadido estoy de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados…  ni potestades, ni altura, ni profundidad, ni creatura alguna podrá  separarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús Señor Nuestro”  (Romanos VIII,35-39).  

Estalla San Pablo en himnos de adoración rendida ante los beneficios  que nos trajo la crucifixión de Jesús: 

 “Porque a todos los ha encerrado Dios dentro de la desobediencia, para  poder usar con todos de misericordia. ¡Oh, profundidad de la riqueza,  de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán inescrutables son sus  juicios, y cuán insondables sus caminos! Porque ¿quién ha conocido el  pensamiento del Señor? O, ¿quién ha sido su consejero? O, quién le ha  dado primero, para que en retorno se le dé pago? Porque de Él, y por  Él, son todas las cosas. A Él sea la gloria por los siglos. Amén” (Romanos  XI, 32-36).  

El disfrutar de esos favores y beneficios de Dios en nuestra alma, desde  hoy para siempre en nueva vida, depende del interés que pongamos en  seguir estudiándolos, sin permitir que la carne, con su reclamo (cf. San  Lucas X, 40), que no dejará de presentarse, venga a quitarnos nuestro  privilegio de creaturas espirituales renovadas en Dios, superior a todo  otro privilegio sin excepción (cf. San Lucas X, 42).  

¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David!  ¡Acérquese el que sea santo! ¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo  sea! ¡Ven Señor, no tardes, porque ya no queremos pecar más! ¡Amén!