4° Domingo después de Pascua 2018

Epístola de Santiago 1, 17-21.

(Domingo 29 de abril de 2018) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

Queridos fieles:

Hoy, Cuarto Domingo después de Pascua, la Santa Madre Iglesia propone a nuestra consideración un pasaje de la hermosa y excelentísima epístola del Apóstol Santiago el menor, primo de Dios Nuestro Señor Jesucristo, que fue el primer obispo de Jerusalén.
Nuestro deseo el día de hoy es comentarla, e invitarlos a que la mediten.

(Cuerpo)

Comencemos, por tanto, leyéndola.

“Toda dádiva preciosa y todo don perfecto es de arriba, descendiendo del Padre de las luces”, nos dice el Apóstol Santiago. En efecto, todo bien nos viene de arriba, nos viene de Dios. Meditémoslo un poco, y veremos cómo todos los bienes, tanto naturales como sobrenaturales —y éstos con mayor razón—, nos vienen de Dios, de su infinita misericordia. Todo nos lo ha concedido Él: el ser, la vida y todas las cosas necesarias a ésta, y, por encima de todas las cosas, nos ha elevado al orden sobrenatural, otorgándonos el don de la Fe y dándonos, por pura misericordia, la gracia divina, que nos hace hijos de Dios y herederos de la gloria eterna.

Verdaderamente en estas palabras del Apóstol se encierra una grandísima verdad, ya que nos dice que todo bien viene de arriba, de Dios, y esta verdad es de una importancia capital para nuestra vida espiritual: a saber, que de nosotros mismos no podemos nada; sí, así es, no podemos absolutamente nada, ni siquiera concebir el menor pensamiento bueno, sino que todo bien, cualquier cosa buena que hagamos o podamos hacer, nos viene de Dios, de su gracia, de las llamadas “gracias actuales”, que Dios nos va dando durante toda nuestra vida para realizar obras buenas y evitar el pecado, venciendo las tentaciones. Por tanto, se sigue que todo lo bueno que veamos en nosotros tiene su origen en Dios, “el Padre de las luces”, y todo lo malo que veamos en nosotros (malas inclinaciones, pecados) tiene su origen en nosotros. Por tanto, hemos de desconfiar de nosotros y confiar en Dios, en su gracia.

“En quien no hay mudanza ni sombra de variación”, añade el Apóstol Santiago, refiriéndose al “Padre de las luces”. Porque Dios, como sabemos, es eterno. Y nos dice que “voluntariamente nos engendró”, pues Dios nos engendró a la vida sobrenatural por la Fe sin estar obligado a ello, y nos dice el Apóstol que lo hizo: “por la palabra de la verdad”, ¿cuál?, pues por Cristo, porque Él es la Palabra eterna del Padre, el Verbo eterno; por tanto, en Cristo y por Cristo somos engendrados a la vida sobrenatural. Y continúa diciendo “para que seamos las primicias de su creación”, esto es, para que vivamos en gracia, llevando una vida grata a Dios; es decir, no hemos de quedarnos en la sola Fe, sino que hemos de pasar a las obras, a la Caridad.

Y después nos da unos consejos prácticos, diciendo: “Sea, pues, todo hombre veloz para escuchar, mas tardo para hablar, y tardo para la ira”. Exactamente lo opuesto a lo que solemos hacer, pues nosotros somos tardos para escuchar, sobre todo si se trata de nuestros defectos; prontos para hablar, sobre todo sobre si se trata de los defectos ajenos (el criticar a otros); y somos también, por desgracia, prontos para la ira: si algo no sale como queríamos, nos airamos, maldecimos y nos quejamos, y no dudamos en insultar y ofender a aquel que nos contrista. Y todo esto concuerda, por supuesto, perfectamente con un pasaje del Antiguo Testamento, del libro de los Proverbios, que dice así: “En el mucho hablar no falta pecado” (Prov. 10,19). Por tanto, examinémonos y veamos si somos de “mucho hablar”, si tendemos a hablar mucho de los demás, criticándolos, divulgando sus defectos; veamos si somos remisos para escuchar lo que otros nos puedan aconsejar para mejorar.

Y miren cómo la alusión a la ira no está fuera de lugar allí, en lo que nos dice el Apóstol Santiago, como a primera vista podría parecer, porque si aprendemos a callar, a guardar silencio, evitaremos muchas iras, muchos pleitos y “enojos”. Porque la ira es como el fuego, y el hablar, cuando uno siente ese mal impulso, es como la leña. ¡Tantos pleitos, insultos, blasfemias que se podrían haber evitado, si se hubiera guardado silencio! Y así cuando sintamos que algo nos molesta, cuando nos demos cuenta de que nos vienen esos impulsos de ira, esto es, la tentación, no le demos lugar, guardemos silencio, y así pasará la borrasca.

Y nos dice el Apóstol Santiago por qué no hemos de airarnos, dejarnos llevar de la ira; en efecto, nos dice: “Pues la ira del hombre no obra la justicia de Dios”. La ira del hombre no obra la justicia de Dios, esto es, el que obra dominado por la pasión de la ira no hace acto alguno agradable a Dios, antes bien le ofende. Y así si alguien constituido en autoridad, con poder de aplicar castigos, los aplica habiendo causa y razón para ello, pero lo hace dominado por la ira, entonces vicia su buena acción, volviéndola mala y, por tanto, ofende a Dios. Y así, por ejemplo, si un padre de familia castiga a alguno de sus hijos, mereciéndolo éste, pero lo hace dominado por la ira, convierte en mala su buena acción y ofende a Dios. Debe reprimir la ira, controlarla, y aplicar entonces el castigo.

Noten que hemos dicho dominado por la ira, porque ésta, considerada en sí misma, es una pasión del alma que puede ser buena o mala, según esté o no dirigida y ordenada por la recta razón. Y así puede haber una “ira buena”, como la del que se molesta y enfada del pecado, de la ofensa a Dios, como se enfadó Dios Nuestro Señor Jesucristo con los mercaderes del Templo. Esta clase de ira, ordenada por la recta razón y por tanto buena, debe recaer sobre el pecado —que debemos odiar con todas nuestras fuerzas—, y no sobre el pecador, del cual debemos compadecernos por su tristísima situación.

Por tanto, nos dice el Apóstol: “Por lo cual abandonando toda inmundicia y abundancia de malicia, recibid con mansedumbre la palabra sembrada, la cual puede salvar vuestras almas”. Recibid la palabra sembrada, nos dice, ¿pero cuál?, ¿a qué palabra se refiere? A la palabra divina, ¿y sembrada en dónde?, pues en nuestros corazones, en los corazones de los fieles. Mas antes nos ha dicho “abandonando toda inmundicia”, esto es, toda impureza, pues todo pecado de impureza, de cualquier clase o especie que sea, es una cosa inmunda, sucia, cochina, si quieren, y así hemos de abandonar toda impureza, “y abundancia de malicia”, esto es, los vicios, porque el que está sumergido en algún vicio, tiene una gran abundancia de pecados; y el abandonar todo esto, el pecado, en definitiva, es necesario para poder, como dice el Apóstol, recibir “con mansedumbre la palabra sembrada, la cual puede salvar vuestras almas”, porque el que está en pecado, el que vive dominado por el pecado, no puede recibir con fruto para su alma la palabra divina, porque esos pecados ahogan la semilla de la palabra, la obstaculizan impidiendo que dé su fruto. Por tanto, hemos de trabajar por desterrar de nosotros el pecado, todo pecado, para que la divina palabra “pueda salvar nuestras almas”.

(Conclusión)

Para concluir, simplemente queremos invitarlos a que mediten esta epístola, y a que se analicen a sí mismos, y saquen las conclusiones prácticas pertinentes. Mediten, por tanto, si en su vida espiritual la confianza la ponen toda en Dios, para crecer en la virtud o para vencer las tentaciones y no caer, o si confían en sí mismos, en sus propias fuerzas: “¡ah, no!, a mí no me puede pasar eso, yo no puedo cometer tal pecado, si soy fulano de tal”. Examínense, y miren si hablan mucho, especialmente si hablan de los demás, si no callan cuando deberían callar. Vean si se dejan dominar por la ira a menudo (ésta, recordamos, también se puede convertir en vicio), y pongan los remedios oportunos.

Para lo primero, esto es, confiar en Dios y desconfiar de nosotros mismos, simplemente mediten lo que somos, nuestra nada, nuestras caídas, nuestros pecados y malas tendencias, recuerden cuantas veces se propusieron no hacer tal cosa, y la hicieron, y así crecerán en humildad, viendo lo poco que pueden. Para lo segundo, esto es, para dominar la lengua, simplemente dejemos que los demás hablen, y guardemos silencio hablando lo menos que podamos, y siempre callando cuando se trata de hablar de otros, o cuando la prudencia nos haga ver claramente que debemos callar. Y para dominar la ira también hemos de guardar silencio y no hablar, porque de lo contrario echamos leña al fuego, como antes decíamos. Y en todo pedir ayuda a Dios.

Pidamos a la Virgen Santísima, que es madre de humildad y mansedumbre, que nos ayude con estas cosas, para la mayor gloria de su Hijo, Dios Nuestro Señor Jesucristo.

Ave María Purísima. P. Pío Vázquez.