Curación de un leproso y del Siervo del Centurión.
(Domingo 26 de enero de 2020) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
Hoy, Domingo Tercero después de Epifanía, la Santa Madre Iglesia presenta a nuestra consideración, en el Evangelio del día1, dos curaciones milagrosas obradas por Dios Nuestro Señor Jesucristo: la primera, de un leproso y la segunda, la curación del siervo del centurión. De uno y otro hecho milagroso sacaremos algunas lecciones y enseñanzas que nos podrán ser muy provechosas.
1 San Mateo, 8, 1-13.
(Cuerpo 1: Curación del Leproso)
Así pues, comencemos situándonos en el momento en que ocurren estos milagros, estas curaciones de Dios Nuestro Señor. Ellas acaecieron después del Sermón de la Montaña, dice el Evangelio: “Habiendo bajado Jesús del Monte, le siguió mucho gentío”. Entonces es cuando un leproso se le acerca y le pide la curación de su mal, diciendo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”.
En esta petición del leproso, tenemos una lección muy provechosa para nuestras almas referente a la oración. Para ver cuál sea esa lección, primeramente, consideremos atentamente qué pide el leproso y cómo lo pide. Pide ser librado de la lepra, esto es, el objeto de su petición es la salud corporal, que es lo mismo que decir un bien de orden temporal. Y, ¿cómo pide esa salud corporal?, lo hace poniendo una condición: “si quieres”, que es como si dijera, “si ves que la salud corporal es lo que más me conviene, puedes limpiarme”, pues Dios Nuestro Señor siempre quiere lo que es mejor para nosotros; y así se trata de una oración o petición bajo condición.
Por lo cual la lección o enseñanza que podemos sacar de aquí es que al pedir en la oración bienes o cosas de orden temporal —tales como la salud, riquezas, ciencia, talento, un mejor puesto en el trabajo, un automóvil, casa y un largo etcétera—; todo ello ha de ser pedido siempre con total sumisión a la Divina Voluntad: “si quieres”, esto es, bajo condición, en tanto y en cuanto nos sirvan y ayuden a nuestra salvación, pues esas cosas en sí mismas no son necesarias para la salvación; es más, muchas veces esas cosas —contrariamente a lo que pensamos— nos estorban y son un obstáculo para conseguir la salvación eterna, por el mal uso que hacemos de ellas. Y así cuando juzguemos que necesitamos alguna de esas cosas y la pidamos a Dios, imitemos el proceder del leproso, añadiendo siempre la condición “si quieres”.
Otra cosa a considerar en este milagro que nos puede ser muy provechosa es qué o a quién representa el leproso. El leproso representa al pecador, pues la lepra es símbolo o figura del pecado, ya que el pecado —podríamos decir— es una especie de lepra del alma, porque la deja toda desfigurada y espantosa. Y, en este sentido, podemos decir que todos nos hallamos representados en el leproso, pues todos somos pecadores, quién más, quién menos: ya sea por pecados graves/mortales —cada uno sabrá—, ya sea por innumerables pecados veniales, ya sea por los muchos defectos e imperfecciones que solemos cargar.
Por lo cual, todos podemos —y deberíamos— hacer nuestra la súplica del leproso del Evangelio, diciendo a Dios Nuestro Señor Jesucristo con frecuencia en la oración: “Señor, si quieres, puedes limpiarme de la terrible lepra de mi alma; si es vuestra Voluntad, puedes purificar mi alma de los muchísimos pecados que tiene y de las innumerables manchas que el pecado ha dejado en ella”; la cual súplica debe ir acompañada de plena confianza de recibir la salud espiritual, como el leproso la recibió corporal, pues si le pedimos con humildad la curación espiritual (la conversión), y hacemos y ponemos lo que es de nuestra parte (luchar contra nosotros mismos, contra nuestras pasiones y defectos dominantes; huir de las ocasiones de pecado, hacer oración seria y constante, etc.), entonces Él extenderá su mano y nos tocará con su gracia y nos dirá como al leproso “Quiero, queda limpio”, y seremos sanos al instante como el leproso del Evangelio. Por tanto, no hemos de desfallecer a la vista de nuestra lepra espiritual, de nuestros pecados, sino recurrir, como el leproso, con fe a Dios Nuestro Señor, pidiéndole el remedio de nuestro mal.
(Cuerpo 2: Curación del Siervo del Centurión)
Ahora pasemos a considerar el otro milagro: la curación del siervo del Centurión.
Podemos apreciar en el Centurión hasta tres virtudes distintas: 1) Primeramente, una Fe admirable; en efecto, Nuestro Señor dijo de él: “En verdad os digo, no he hallado tanta Fe en Israel”. 2) En segundo lugar, una Caridad exquisita, ya que su móvil en buscar a Nuestro Señor es el amor al prójimo: “Señor, tengo un criado postrado en casa, paralítico, y sufre mucho”; amor tanto de más mérito cuanto que se trata de uno de los criados que tiene a su servicio, no de un pariente o amigo. 3) Y, en tercer lugar, una gran humildad, pues llegó a decir: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; mas di una sola palabra y será curado mi siervo”; palabras que han sido incorporadas a la liturgia para el momento antes de comulgar.
Digamos brevemente algo sobre la tercera de estas virtudes, la humildad. Primeramente, afirmemos que es ésta una virtud importantísima, indispensable para la edificación de nuestra vida espiritual; de hecho, la humildad es el cimiento de la verdadera espiritualidad, ya que sin ella es imposible que haya virtud verdadera. Sin humildad es como construir sobre arena: sin ella no puede haber ninguna estabilidad y al primer viento impetuoso todo se vendrá abajo.
¿Y cómo conseguir esta virtud tan necesaria? Por medio de una asidua y continua meditación de nuestra nada, de nuestros pecados, de nuestra miseria; recordando que todo lo bueno que pueda haber en nosotros nos viene de Dios, de su misericordia, y que todo lo malo es de nuestra cosecha. Así podremos obtener el propio conocimiento de nosotros mismos que es el fundamento de la humildad: conocernos tal cual somos: nada y —encima— una nada pecadora. Y este conocimiento nos llevará, con el favor de Dios, a huir de todos los honores y dignidades, que sabemos no merecemos, y a abrazarnos a las humillaciones y desprecios, de los cuales nos sabemos dignos.
Asimismo, es preciso, para lograr arraigar en nuestras almas la humildad, que la pongamos en práctica de diversas maneras. Algunas formas de ejercitarnos en ella son: 1) No alabarnos jamás a nosotros mismos, ni andar pregonando los dones que podamos haber recibido de Dios. 2) Evitar andar excusándonos cuando sometemos un error (“no me di cuenta”, “fue una distracción”, etc.); en el fondo eso es soberbia, ya que nuestro amor propio no soporta que los demás se formen un mal concepto de nosotros. 3) Callar ante la injurias, guardar silencio cuando nos humillan y ofrecerlo a Dios por nuestros pecados —esto es muy importante—, pues jamás seremos humildes si, apenas nos ofenden o humillan, brincamos cual leones a devolver mal por mal, contra lo que nos dice San Pablo en la Epístola de hoy. 4) Aprender a ceder en nuestras opiniones (en lo que se puede ceder claro está, nunca en la Verdad); si yo quiero así y él “asá”, pues que sea “asá”, no nos va a pasar “nada”, todo lo contrario, nos santificaremos mucho por la mortificación de la voluntad que implica. 5) No querer tener siempre la razón en todo, que va algo de la mano con lo anterior (“¿ves?, te lo dije”). Y podrían darse muchos más ejemplos de cosas con las cuales practicar la humildad, pero por ahora basten éstos.
(Conclusión: estar en Paz con todos)
Para concluir, deseamos tomar solamente un versículo de la Epístola2 de San Pablo y relacionarlo con lo anteriormente dicho de la humildad; el cual dice así: “Si fíeri potest, quod ex vobis est, cum ómnibus homínibus pacem habentes” (v. 18). “Si puede ser, cuanto esté de vuestra parte, teniendo paz con todos los hombres”. Cuanto esté de nuestra parte, nos dice San Pablo, tengamos paz con nuestro prójimo. Y vaya si hoy no fallamos mucho en esto. Es tristísimo pero por todos lados hoy día se ven centenares de problemas y peleas: entre familiares y parientes, ¡muchas veces hasta entre hermanos, entre padres e hijos, que no se hablan ni dirigen la palabra, con el grave escándalo que ello implica!; problemas entre amigos: algún mal entendido, algún disgusto y terminan la relación, se cortan el saludo, hablan mal el uno del otro con los demás y mil cosas más contrarias a la Caridad; hasta problemas con desconocidos, con gente por la calle, con insultos y todo. Y casi siempre todo esto por nuestra soberbia, por nuestra falta de humildad, por ser incapaces de recibir y ofrecer a Dios alguna —muchas veces pequeña— injuria o humillación… si no es que nosotros mismos somos los que ofendemos al otro —ojo—.
Ahora bien contra todo ello nos dice el Espíritu Santo por medio de San Pablo: “¡Cuanto es de vuestra parte, tened paz con los demás!”. En lo que a nosotros respecta, perdonemos las injurias, pidamos perdón por las que podamos haber inferido al prójimo; seamos siempre bien cordiales y amables con todos; nunca negando el saludo, ni hablando mal sino siempre bien de nuestro prójimo. En definitiva, trabajemos para que reine la Caridad entre nosotros y los que nos rodean.
Quiera la Santísima Virgen María alcanzarnos esa gracia, de tener paz con todos nuestros prójimos.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.
2 Romanos, cap. 12 vv. 16-212.