El Banquete Nupcial.
(Domingo 20 de octubre de 2019) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
El Evangelio de hoy nos trae una parábola de Dios Nuestro Señor Jesucristo llamada el Banquete Nupcial1, la cual es de mucha importancia, pues trata del pueblo judío, y en ella Nuestro Señor claramente denuncia el rechazo que harían de Él y hace una profecía del castigo que caería sobre ellos por su incredulidad.
Asimismo, esta parábola tiene un sentido espiritual que podemos hacer a nuestra alma, sirviéndonos de materia para la oración y meditación.
1 San Mateo 22, 1-14.
(Cuerpo 1: Pueblo Judío)
La parábola comienza así:
“Semejante es el reino de los cielos a cierto rey que celebró el convite de las bodas de su hijo. El cual envió a sus siervos para que llamaran a los convidados a las bodas; mas ellos no quisieron acudir”.
El rey de la parábola es Dios Padre, el cual preparó las bodas de su Hijo, esto es, de su Verbo eterno, al proveerle una naturaleza humana a la cual unirse en el seno de la Bienaventurada Virgen María; es decir, las bodas representan la Encarnación del Verbo, la cual es comparada a unas bodas porque la unión del Verbo con la naturaleza humana que asumió —llamada unión hipostática— es indisoluble: es y permanecerá verdadero Dios y verdadero Hombre por siempre, por toda la eternidad.
Los primeros siervos enviados de que habla la parábola representan, por lo menos, a todos los profetas desde Moisés hasta San Juan Bautista, los cuales continuamente llamaban a los convidados a las bodas, esto es, no cesaban de instar a los judíos para que se prepararan y dispusieran, por medio del arrepentimiento y santidad de vida, para poder participar de los frutos de las bodas, esto es, de los bienes que traería la Encarnación del Verbo, como lo fueron la Redención, la fundación de la Iglesia, de los Sacramentos, etc.
Sin embargo, “no quisieron acudir”, no hicieron caso, ya que el pueblo judío siempre fue —y es— reacio; “pueblo de dura cerviz”, es llamado en la Sagrada Escritura.
Mas, Dios —siempre misericordioso— insiste y renueva el llamado. Por lo cual, la parábola continúa diciendo:
“Envió de nuevo otros criados con este mensaje: Decid a los convidados: Mirad que ya he preparado mi banquete, mis toros y los animales cebados ya han sido degollados; todo está a punto; venid a las bodas”.
Estos segundos siervos representan a los apóstoles, los cuales, no obstante el rechazo que el pueblo judío hizo de Dios Nuestro Señor y el terrible crimen del Deicidio, le renovaron el llamado a participar de las bodas, es decir, de los frutos de la Encarnación y Redención, a tener parte en las promesas mesiánicas.
Pero el pueblo judío, en pago de tanta bondad, obró como sigue:
“Mas ellos lo despreciaron, y se fueron el uno a su granja y el otro a sus negocios; y los demás se apoderaron de los siervos y, después de ultrajarlos, los mataron”.
“Mas ellos lo despreciaron”, el pueblo judío despreció este llamado de Dios, prefiriendo seguir su vida “igual” sin ser molestados ni inquietados, como si nada hubiera ocurrido, como si Dios hecho hombre no hubiera vivido entre ellos y como si no hubiera sido muerto por ellos nefasta y atrozmente. No tenían deseo de cambiar sino de seguir cada uno en lo suyo, “se fueron el uno a su granja y el otro a sus negocios”; mientras que otros persiguieron a los siervos, esto es, a los apóstoles y demás discípulos, extremando la persecución hasta el martirio, como hicieron con San Esteban Protomártir y con Santiago el menor, entre otros.
Por lo cual, Dios Nuestro Señor Jesucristo predice el terrible castigo que vendría sobre ellos por su incredulidad y obstinación; sigue así la parábola:
“Habiéndose enterado de ello el rey, montó en cólera y, enviando sus ejércitos, acabó con aquellos homicidas y puso fuego a su ciudad”.
Debe notarse que al decirse que Dios monta en cólera o cuando se habla de la ira de Dios, ello es, por supuesto, en sentido metafórico, tomándose el nombre de la pasión (la ira) por su efecto (el castigo), ya que en Dios no hay pasión ninguna. Por lo cual, cuando en la Sagrada Escritura se habla o nombra la ira de Dios, se significan los diversos castigos justos que imparte.
Y así en esta breve frase tenemos una profecía sobre el pueblo judío, referente al castigo que vino sobre ellos por su obstinación y rechazo del verdadero Hijo de Dios; castigo terribilísimo que se cumplió en el año 70 d.C., cuando las fuerzas romanas, lideradas por Tito y Vespasiano, pusieron sitio a la ciudad de Jerusalén, que culminó con la destrucción de la misma ciudad y del Templo y con la muerte de millares de judíos.
Se dice en la parábola que las fuerzas romanas son de Dios, “enviando sus ejércitos”, porque Dios es Dueño y Señor de la tierra toda y de cuanto en ella hay; además, Él suele valerse muchas veces de unas naciones —aunque en sí no sean buenas— para castigar a otras, como podemos ver en varios lugares de la Sagrada Escritura, como cuando Dios castigó al pueblo judío en el Antiguo Testamento por medio de Nabucodonosor, rey de Babilonia. En este sentido esas naciones son instrumentos de la justicia de Dios.
Ahora bien, el plan divino de salvación no podía quedar frustrado por la incredulidad de los judíos, por eso la parábola continúa:
“Entonces dijo a sus siervos: Las bodas están preparadas, mas los que habían sido convidados no han sido dignos; id, pues, a las salidas de los caminos y a todos lo que hallareis, convidadles a las bodas. Se distribuyeron, pues, sus siervos por los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos; y se llenaron las salas de convidados”.
En efecto, los apóstoles y demás discípulos, una vez iniciada la persecución con la muerte de San Esteban, se dispersaron por las diversas naciones predicando el Evangelio a los gentiles, esto es, a todos aquellos que no eran de origen judío. Y como dice el texto: “se llenaron las salas de convidados”, es decir, la Santa Iglesia abrigó en su seno a una muchedumbre innumerable de todas las naciones; y se dice que reunieron a “malos y buenos”, porque todos los hombres eran y son llamados a la salvación; los malos, para que dejen de serlo, y los buenos, para que perseveren y crezcan en santidad.
(Cuerpo 2: Aplicación Espiritual)
Pasemos ahora a la aplicación espiritual que podemos hacer de esta parábola a nuestras propias almas.
Todos hemos sido —y somos— convidados a las bodas, esto es, a ser partícipes de los frutos de salvación que Dios Nuestro Señor Jesucristo nos conquistó con su Pasión y Muerte. Para hacernos ese llamado Dios se vale de varios medios: a) buenos pensamientos e inspiraciones: de convertirnos, de cambiar de vida, de hacer una buena confesión y dejar definitivamente el pecado y todo lo que nos lleva a él (las ocasiones de pecado); b) o personas muy diversas que pone en nuestro camino: el sacerdote que nos dice lo que tenemos que hacer, sea desde el púlpito, sea en el confesionario, los propios padres que lo reprenden y corrigen a uno, o algún pariente, amigo o conocido que lo exhorta a uno; c) a veces Dios nos llama a través de la tribulación, de las cruces: ese pariente que falleció, esa enfermedad, ese revés económico o familiar, todo ello era para que reflexionáramos y nos volviéramos a Él. Y tantas cosas más que hace para llamarnos.
Mas, nosotros obramos como los convidados de la parábola, “no quisieron acudir”; tendemos a hacer oídos sordos a todos esos llamados… Y, ¿Dios Nuestro Señor qué hace? Insiste, “envió de nuevo otros siervos”: más buenos pensamientos e inspiraciones, más llamadas de atención a través de diversas personas, de cruces para que nos enmendemos, para que corrijamos el camino y lo enderecemos… ¿Y cómo correspondemos ante tanta insistencia?, ¿cómo solemos obrar ante estas reiteradas invitaciones a convertirnos, sea del pecado mortal, sea de una vida de tibieza y mediocridad? Igual —tristemente— que los convidados de la parábola: “mas ellos lo despreciaron”; seguimos haciendo oídos sordos, lo cual es, en algún grado, un desprecio de esas muchas gracias que Dios nos hace.
Y de la misma manera que los convidados se ocuparon de sus “asuntos”: “y se fueron el uno a su granja y el otro a sus negocios”, así nosotros también: quien a sus placeres y goces inmundos, quien a las cosas mundanas, quien a sus novelas, películas, redes sociales, etc., quien a sus afanes temporales de hacer y amontonar dinero —la codicia, que se llama—, etc. Y algunos no les basta con despreciar el llamado de Dios y ocuparse de sus “cosas”, sino que “los demás se apoderaron de los siervos y, después de ultrajarlos, los mataron”, que en la aplicación que venimos haciendo significa la persecución a aquellos que sí siguen el llamado de Dios, sea criticándolos, haciéndoles la vida difícil o imposible, etc.
(Conclusión)
Veamos ahora cómo termina la parábola:
“Entró el rey para ver a los comensales y vio allí un hombre que no se hallaba vestido con el traje nupcial. Y le dijo: Amigo: ¿cómo es que has entrado aquí, no teniendo vestido de bodas? Mas, él enmudeció. Entonces dijo el rey a sus ministros: Atadle de pies y manos y arrojadle a las tinieblas exteriores; allí será el llanto y crujir de dientes. Porque muchos son los llamados, mas pocos los escogidos”.
Este entrar del rey para ver a los comensales representa el juicio del alma. El traje nupcial es la gracia santificante. Las tinieblas exteriores simbolizan el infierno. Por lo cual, como conclusión, digamos que este final de la parábola, más el castigo del pueblo impenitente, nos brindan una provechosa lección, digna de que la meditemos: Dios Nuestro Señor es muy misericordioso y paciente —insiste y espera mucho para que nos convirtamos—, pero a los que se obstinan en el pecado y no cambian de vida, los termina castigando. Si a la hora de la muerte nos halla sin el traje nupcial, esto es, sin la gracia, nos enviará irremisiblemente a las tinieblas exteriores, esto es, al infierno, donde es el llanto y crujir dientes.
Por tanto, queridos fieles, meditemos todas estas cosas, sobre los muchos llamados que Dios nos hace para convertirnos, para llevar una vida de mayor perfección y, confiando y pidiendo el auxilio de la Santísima Virgen María, tomemos las medidas necesarias para poner por obra todas esas buenas inspiraciones que Dios nos infunde.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.