17° Domingo después de Pentecostés 2018

Mandato o Mandamiento Mayor.

(Domingo 16 septiembre de 2018) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

Queridos fieles:

En el Evangelio de hoy, Decimoséptimo Domingo después de Pentecostés, vemos a Dios Nuestro Señor Jesucristo tener un diálogo1 con los fariseos, el cual toma lugar después de que Nuestro Señor hiciera callar a los saduceos respecto al tema de la Resurrección de los muertos. En este coloquio Nuestro Señor enseña dos ideas o cosas distintas: Primeramente, el Precepto o Mandato mayor de la Ley y, en segundo lugar, la divina filiación del Mesías, esto es, la divinidad del Cristo que había de venir y que vino —y que fue Nuestro Señor mismo—, a partir de las palabras del salmo 109.
Sin embargo, hablaremos hoy del primero de esos temas, esto es, del Mandato o Mandamiento mayor, en cuanto en él está encerrada la llave que conduce a la Santidad.

(Cuerpo)

Leemos en el Evangelio que un fariseo, doctor de la Ley, pregunta a Nuestro Señor lo siguiente:

“Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?”

A lo cual Nuestro Señor responde:

“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la ley y los profetas”.

(Búsqueda Santidad y falsas santidades)

En estas palabras de Dios Nuestro Señor Jesucristo tenemos la esencia de la Perfección Cristiana, es decir, de la Santidad. Todos — recordemos— estamos llamados a la Santidad: “Sed, pues, perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (S. Mateo 5,48), nos dice Nuestro Señor. Debemos, pues, obrar en consecuencia, buscando ser santos y no contentándonos con ser mediocres, con ser más o menos…

Mas en esta búsqueda de la Santidad, podemos cometer varios errores respecto a qué la constituye o en qué consiste, es decir, qué hay que hacer para ser santos:
(1) Un primer error consiste en confundir la Santidad con las diversas devociones que puede haber. Es decir, pensar que la Santidad es realizar multitud de interminables oraciones, novenas, decir mil veces Jesús por día, darse infinidad de golpes de pecho, etc., etc., descuidando muchas veces por todas esas “devociones” los propios deberes o incluso la Caridad para con el prójimo; por ejemplo, si descuido a un pariente enfermo que está a mi cuidado por querer realizar alguna devoción cualquiera. Prima cuidar a ese pariente antes que realizar esa devoción personal.

(2) Otro error es pensar que la Santidad consiste en los ayunos y austeridades, es decir, en las mortificaciones corporales, a pesar de que por realizarlas quedemos sin fuerzas para cumplir con nuestras obligaciones o —peor— faltemos a la Caridad; de nada sirve jamás tomar vino ni cerveza ni nada por el estilo, si no cesamos de embriagarnos con la crítica y la maledicencia.

(3) También sería un error pensar que la santidad consiste en las consolaciones espirituales, es decir, en sentir “mariposas” cuando uno reza o realiza buenas obras, de modo tal que cuando nos sintamos inundados de gozo y con facilidad para orar, pensemos que nos hallamos en un alto grado de perfección; y, por el contrario, cuando nos sintamos secos en la oración y nos asalten las distracciones, pensemos ser muy tibios o relajados: lo que a Dios interesa y lo que tiene mérito ante Él es ese esfuerzo generoso y perseverante, que no abandona la “trinchera” a pesar de las dificultades.

(4) Un error más en el que se puede caer —de hecho bastante común—, es creer que ser santo es tener fenómenos místicos: visiones, éxtasis, revelaciones, etc., por lo cual se los quiere e intenta tener, hasta forzando esas cosas. Cuando, en realidad, esos fenómenos son puramente accesorios y de ninguna manera necesarios a la Santidad, siendo peligroso el pretender tenerlos, por la puerta que se le abre al demonio. ¡Cuidado con el aparicionismo!

1 S. Mateo, 22, 34-46.

(Esencia de la Santidad)

Las cosas que acabamos de decir son todas muy buenas y laudables, si se realizan debidamente, pero en ellas no está la esencia de la Santidad, sino en la Caridad hacia Dios y hacia el prójimo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente… Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. O dicho de otra manera para poder ser santos hemos de poseer, o trabajar por poseer, esta virtud de la Caridad en alto grado, buscando siempre crecer en ella.

Pero es importante tener en cuenta que, para que esta virtud nos sirva para crecer y llegar a la santidad —así como para ganar méritos ante Dios—, ha de ser sobrenatural, es decir, Dios ha de ser el inicio y término de ella, su razón de ser. No basta una caridad o amor puramente natural; eso es pura filantropía, hacer el bien por el hombre y no por Dios: en definitiva, el hombre por el hombre. Lo cual —dicho sea de paso— constituye, podríamos decir, la Religión del Anticristo: el hombre por el hombre. De allí el gran peligro y la eficacia seductora que engaña y engañará a tantas almas; no se nos dice que hagamos el mal o daño a los demás, todo lo contrario: que ayudemos a los pobres, a los más necesitados, etc.…, pero por el hombre, no por Dios.

La Caridad debe ser —repetimos— sobrenatural. Esto quiere decir que debemos amar, por un lado, a Dios por ser Él infinitamente bueno e infinitamente amable en sí mismo, como nos lo enseña la Fe. Y, por el otro, debemos amar al prójimo por amor a Dios, es decir, en cuanto vemos en nuestro prójimo resplandecer la imagen de Dios, por cuanto vemos en él un Templo del Espíritu Santo, un hermano en Cristo, etc., o por ser capaz de ello por medio del arrepentimiento y de la conversión.

Pues no podemos amar al prójimo en cuanto pecador, en cuanto está alejado de Dios —ello sería inmoral—, sino en cuanto es capaz de salir de ese estado y salvar su alma. Por eso nuestro amor se debe extender a todos los hombres vivos que hay sobre la tierra: todos ellos son capaces de salvar, mediante la gracia, sus almas.

Y este amor —por ser sobrenatural y no natural— no es necesario que se sienta en la parte sensible: no es un amor de sensibilidad. Puede que a veces haya ese sentimiento, “ese sentir bonito”, puesto que estamos compuestos de alma y cuerpo. Sin embargo, las más de las veces no se siente y eso no importa, porque no es lo esencial, el sentimiento es algo puramente accesorio y accidental, ya que la esencia de la Caridad o amor consiste en la abnegación, en la voluntad firme de darse por entero, y, si necesario fuere, inmolarse por Dios y por su gloria; en anteponer su voluntad a la nuestra y a la de las creaturas. Eso es Caridad.

Pero podrá, tal vez, alguno preguntar: ¿por qué está la esencia de la Santidad en la Caridad y no en alguna otra virtud, como la prudencia, por ejemplo, la cual es la mayor de las virtudes morales, o la castidad que es una virtud angelical que nos asemeja a los espíritus simples?

La respuesta se verá claramente si consideramos y reflexionamos el siguiente principio: La perfección de un ser consiste en la consecución de su fin o en acercarse a él lo más posible. Ahora bien, si meditamos sobre la Caridad, veremos claramente que es la virtud que más nos acerca a Dios, el cual es nuestro Último Fin; ella nos une íntima y estrechamente con Él, porque la Caridad excluye el pecado —enemigo máximo de nuestra unión con Dios— particularmente la culpa mortal que arranca a Dios del alma. Por esto los santos, que ardían en Caridad hacia Dios, huían incluso de las faltas más pequeñas. Las demás virtudes preparan el camino para esa unión, removiendo diversos obstáculos que la impiden, mas sólo la Caridad puede realizarla en plenitud.

Además, la Caridad encierra en sí todas las demás virtudes y les comunica una perfección especial. Las encierra en sí en cuanto ella impulsa los actos de muchas de las demás virtudes. Veamos algunos ejemplos de ello:

(1) La Caridad o amor nos ayuda a tener y practicar la virtud de la Templanza, por cuanto vemos en la gula, que en el fondo es pura sensualidad, un obstáculo y peligro para nuestra unión con Dios, por el apego que nos hace tener a las cosas de esta tierra.

(2) Nos ayuda también a poseer la virtud de la Fortaleza, porque como dice el Cantar de los Cantares, “es fuerte el amor como la muerte” (8,6). El amor a Dios Nuestro Señor Jesucristo fue lo que llevó a los Santos Mártires a practicar en grado heroico la Fortaleza, dando su vida por Él en medio de terribles tormentos.

(3) La Caridad o amor, asimismo, nos hace desear estar con el que amamos, es decir, con Dios; por tanto, nos llena de deseos de ir al cielo, en lo cual consiste la esperanza; es decir, nos hace crecer en la virtud de la esperanza.

Y si analizáramos todas las demás virtudes, podríamos ver cómo la Caridad de una u otra manera las impulsa, pues ella es, según Santo Tomás la forma de todas las virtudes2.
Y no solamente contiene en sí las demás virtudes, sino que las perfecciona y aumenta su valor y mérito. De manera que el acto de una virtud cualquiera —por ejemplo, de humildad—, realizado para agradar a Dios, añade al mérito que ya posee esa virtud en sí misma, el mérito de la Caridad, convirtiendo ese acto, a su vez, en un acto de amor. Por lo cual es importante, al hacer todos los días el ofrecimiento de nuestras obras por la mañana, añadir esta intención de que todo sea por agradar a Dios o, lo que es lo mismo, por amor a Él, para que todas nuestras obras del día adquieran el mérito de la Caridad.

2 Suma Teológica, IIª IIæ, q. 23, a. 8.

(Conclusión)

Para concluir podríamos simplemente decir que todo se reduce, en definitiva, al amor de Dios con su correlativo amor al prójimo: “De estos dos mandamientos pende toda la ley y los profetas”. Este amor debe ser el que informe todas nuestras obras, les dé su perfección y su buen término: sin verdadero amor a Dios no hay perseverancia.

Meditemos, pues, estas palabras de Dios Nuestro Señor Jesucristo y apliquémonoslas, viendo cómo andamos en este virtud tan importante de la Caridad, si es verdaderamente sobrenatural; miremos cómo somos con nuestro prójimo porque, si bien el amor del prójimo debe ser consecuencia del amor de Dios que es el principal, sin embargo, el amor del prójimo es la piedra de toque para ver cómo estamos en la Caridad para con Dios. Y Pidamos a Nuestro Señor nos comunique, por intercesión de la Santísima Virgen María, siquiera un poco de esa Caridad inmensa que lo movió a morir por nosotros en la Cruz: “Nadie puede tener amor más grande que dar la vida por sus amigos” (S. Juan 15,13).

Ave María Purísima. P. Pío Vázquez.