Curación de un sordomudo.
(Domingo 5 de agosto de 2018) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
Hoy, Undécimo Domingo después de Pentecostés, la Santa Madre Iglesia coloca en su liturgia un pasaje del Evangelio según San Marcos (7,31-37), en el cual se narra un milagro de Dios Nuestro Señor Jesucristo, en el cual cura o sana a un sordomudo.
Este Evangelio únicamente narra el milagro realizado por Nuestro Señor, sin tener, como en otros pasajes, palabras de Él o algún discurso en que nos enseñe algo y, sin embargo, el Evangelio de hoy está lleno de doctrina, porque, como enseñan los santos, las obras o acciones de Cristo también son palabras, enseñanzas, lecciones. Aun con su mismo obrar nos instruye. Por tanto, nuestra intención hoy es desentrañar algunas de las enseñanzas contenidas en estas acciones de Dios Nuestro Señor.
(Cuerpo 1: Quién es el Sordomudo)
El Evangelio comienza diciéndonos que Nuestro Señor había pasado por Tiro y por Sidón —tierras paganas—, y que se dirigía hacia el mar de Galilea, por medio de la Decápolis. Y, en medio del camino, le salen al encuentro algunas personas presentándole un sordomudo para que lo curase; en efecto, dice el Evangelio:
“Y le trajeron un sordomudo y le rogaban que impusiese sobre él la mano”.
En este sordomudo está representado todo aquél que se halla en pecado, porque el pecado hace que el alma sea sorda y muda para las cosas celestiales, pues cuando la voluntad está aferrada al pecado —esto, de hecho, es uno de los pecados contra el Espíritu Santo: la obstinación en el pecado—; cuando el alma está aferrada al pecado no escucha las divinas inspiraciones o llamamientos de Dios, ni tampoco canta ni proclama las maravillas de Dios: en definitiva, resiste a la gracia: es sordomuda.
Por esto, el que está en pecado o constantemente peca sin enmendarse, sin romper definitivamente con el pecado y todo lo que ello implica, no quiere ni siente muchas “ganas” de ir a Misa, de rezar, de leer la Sagrada Escritura o hacer alguna otra lectura espiritual… ni siquiera quiere oír o hablar de temas religiosos, ya sean de la Crisis de la Iglesia, o de cosas interiores referentes al alma como la práctica de las virtudes, la santidad… no… nada de eso le interesa ni le atrae, sino que todo ello le causa tedio, y esto por su estado de pecado, por estar aferrada con la voluntad al pecado; esa alma es sordomuda para las cosas de Dios.
(Cuerpo 2: Cómo curar a un sordomudo)
Y, ¿cómo poner remedio a ese estado, cómo se cura una tal alma? El Evangelio nos da la respuesta, pues nos dice que Nuestro Señor:
“Apartándolo de la turba metió sus dedos en sus oídos, y escupiendo tocó su lengua y, elevando la mirada al cielo, gimió y le dijo: Éfeta, que significa abríos. E inmediatamente se abrieron sus oídos y fue desatada la ligadura de su lengua, y hablaba rectamente”.
De estas pocas palabras se podría decir mucho, pero nuestra intención es recalcar tres aspectos o ideas diferentes.
(1) Por un lado, vemos que Dios Nuestro Señor Jesucristo tomando al sordomudo lo aparta de la turba. Y, por otra parte, vemos que Él hace eso porque se lo pidieron. Por lo cual, el Evangelio de hoy nos está enseñando que, si bien la parte principal corresponde a Nuestro Señor, a saber, el apartarlo y curarlo, sin embargo, ha querido Él que ello muchas veces dependiera de nuestros pedidos, de nuestros ruegos; si no le hubieran pedido que lo curara, no lo hubiera hecho. Por lo cual, no nos desanimemos ni dejemos de pedir por aquellos que amamos que son sordomudos para las cosas de Dios, pues Nuestro Señor puede estar esperando que se lo pidamos para hacerlo, y hay que pedirlo con perseverancia, dejando los tiempos y momentos a Dios.
Y del hecho de que el sordomudo necesita de otros que pidan por él la salud, podemos colegir cuán crítico es el estado en que se halla; pues leemos en otras partes del Evangelio que otros que padecían diversas enfermedades y dolencias, le pedían ellos mismos el remedio a Nuestro Señor.
Es verdaderamente terrible el estado del alma representada por el sordomudo; no pide ni puede pedir por sí, a causa de su enfermedad, a causa de su endurecimiento: dejada a sí misma está moralmente perdida. Mas, sin embargo, pueden —y deben— los demás pedir por ella, por su conversión, porque sea retirada la ceguera de ella, pues como recién decíamos, muchas veces Dios solamente espera eso, que alguien pida la curación de esas almas.
(2) Y podemos preguntarnos por qué Nuestro Señor lo apartó de la turba, ¿no podía hacer el mismo milagro enfrente de todos? A lo cual, al menos, hay dos respuestas. a) Por un lado, para enseñarnos a huir de la alabanza, del querer ser alabados o vistos de los hombres. No debemos hacer cosas buenas para ser alabados ni vistos, sino que siempre que hagamos buenas obras hemos de hacerlas solamente por Dios, si no podríamos perder el fruto o parte del fruto de nuestras buenas obras. b) Y, por otra parte, en ese apartamiento se nos enseña también que es necesario nos apartemos del mundo y de todo el mundanal ruido que hay en él, porque para que un alma pueda ser sanada y librada de sus pecados, es preciso que sea apartada del espíritu mundano, de ese espíritu que no la deja volver sobre sí, reflexionar, meditar, que le impide ver su enfermedad y el grave peligro en que se encuentra.
Y así, una vez apartada el alma de la turba, esto es, vuelta sobre sí misma, por la reflexión, por la oración, es cuando Nuestro Señor le toca los oídos y la lengua. Primero los oídos para que esa alma sea capaz de escuchar la Palabra de Dios, para que la pueda gustar y ser penetrada de ella; para que pueda, ahora sí, estar atenta y escuchar las divinas inspiraciones y mociones. Luego le toca la lengua para que sea capaz de alabar a Dios, de bendecirlo y darle gracias, por la misericordia que le hizo, como leemos que hacía el sordomudo, una vez curado.
(3) Y el Evangelio, en el proceso de esta curación, nos da un detalle interesante; nos dice que Nuestro Señor, al elevar los ojos al cielo, gimió. Y este gemido significa que la conversión, la verdadera conversión a Dios con su correspondiente cambio de vida, implica esfuerzo, implica hacerse violencia a sí mismo, contra las malas inclinaciones de nuestra naturaleza caída; hacerse violencia contra nuestra soberbia, amor y voluntad propios.
La vida según Dios, según la Santa Religión Católica, implica sacrificio, esfuerzo, sufrimiento… ya lo hemos dicho antes: Todo el que quiera vivir según Dios Nuestro Señor Jesucristo padecerá persecución. Y normalmente olvidamos esta gran verdad o no le damos la importancia que tiene. Seamos sinceros: queremos pasarla bien acá y luego pasarla bien allá, en el cielo. Pero la realidad es otra: solamente por medio de la cruz llegaremos al descanso, a la salvación. Esto hay que meditarlo. Grabarlo a fuego en nuestros corazones, para que, cuando venga el tiempo de la prueba, la sepamos sobrellevar mejor.
(Conclusión)
Y para concluir simplemente queremos invitarlos y exhortarlos a que mediten este Evangelio. Como decíamos al inicio, este Evangelio está lleno de doctrina y enseñanzas para nosotros, a pesar de que solamente narra la realización del milagro: la petición de curación, el apartamiento, el tocamiento de los oídos y la lengua, etc.
Por tanto, mediten sobre esto, y pregúntense a sí mismos si son acaso el sordomudo del Evangelio de hoy. Vean si habitualmente viven en gracia o en pecado; si les gusta oír de temas relacionados con Dios o si ello les causa tedio, enfado. Medítenlo. Pues si nos damos cuenta del mal, hay esperanza de remedio.
Y respecto a todos aquellos sordomudos que amamos, que pueden ser personas bien cercanas a nosotros: familiares o amigos, no nos desanimemos. No permitamos que nos venza el desánimo respecto de ellas, antes bien pidamos por ellas —ya que ellas mismas no lo hacen por su lamentable estado—, pidamos por ellas para que Dios las libre de su ceguera, de su sordera, de su mudez. De ese simple pedido nuestro puede depender su curación y, por ende, su salvación.
Roguemos a la Santísima Virgen María nos ayude a meditar todas estas cosas.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.